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Torres y Juanfran, tras la victoria del Atlético ante el Barcelona.
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Ni Rajoy, ni Sánchez, ni Rivera, ni Iglesias. Y, por supuesto, tampoco Merkel, Hollande o Cameron. No hay un líder en Europa que tenga el carisma, el coraje, el código ético y la sabiduría estratégica del Cholo Simeone.
Tras la muerte del proyecto europeo en el Egeo, el Cholo, el Mono Burgos, el Profe Ortega y sus 22 guerreros –da igual el que juegue, todos son irreductibles-- se han convertido en la última tabla de salvación de los viejos valores humanistas: honestidad, esfuerzo, inteligencia colectiva, solidaridad, compromiso, lealtad a tus ideas, sentimiento de pertenencia, nobleza, juego en equipo, ausencia de farfolla mediática, generosidad sin fronteras ni razas.
“Se equivocan quienes ven en nosotros nada más que a un equipo que juega a la pelota”, dijo el Cholo tras eliminar al mejor equipo del mundo, “somos mucho más que eso”.
El Cholo puede decir lo que quiera. Para los atléticos, es el único Dios verdadero. Para los rivales, cualquiera que sea su catadura y presupuesto, es el símbolo de la perseverancia, la rebeldía y la competitividad extrema. Hace dos años, el Atleti perdió su segunda final de la máxima competición europea en 40 años en el descuento, mereciendo de sobra haberla ganado y tras haber arrebatado la Liga a los dos equipos más ricos y admirados del mundo. Cualquier otro habría sucumbido a las excusas, la depresión, el teatro o el pupismo --regodeo en el masoquismo acuñado por Calderón--.
Dos años después, con la mitad de los titulares de aquella infausta noche lisboeta y con cinco jugadores menores de 23 años, Simeone ha vuelto a eliminar al omnipotente Barça –el Barça de Messi, Neymar y Suárez--, dejando al mundo la inapelable sensación de ser, si no el mejor equipo del planeta (que también), el más admirable, incómodo y difícil de superar.
Los colchoneros intuimos que, caiga quien caiga hoy en las bolas calientes de la UEFA, el Atleti será campeón de Europa este año. En Milán y con gol de Fernando Torres. Y nos da igual --no somos maniáticos-- si es contra cualquiera de nuestras dos peores condenas, el Madrid o el Bayern. Porque lo más grande del asunto es que ya ni siquiera nos importa demasiado que el Atleti levante por fin la maldita orejona. Sería un claro caso de justicia poética ganarla de una vez, qué duda cabe. Pero los atléticos jugamos otra liga, tenemos otra manera de medir. Más allá de vitrinas y trofeos, creemos firmemente, desde pequeños, que no hay suerte más grande que ser del Atleti, esa montaña rusa emocional, ese interminable viaje a Ítaca, esa constante lección de vida: gozar, ganar, perder, dar baños y sufrir robos, palmar, ganar, ganar, ganar y volver a ganar, llorar, reír, perder, campeonar, bajar a Segunda, volver a levantarnos, derrochar coraje y corazón.
Gracias al Cholo, llevamos cuatro años asaltando el cielo, instalados en aquel sol de la infancia, mirando los cromos de Ufarte, Gárate, Ayala, Luis, Pereira y Leivinha. Hemos cambiado poco, los de entonces. Seguimos deshaciendo cualquier cita para poder ver al Atleti.
La diferencia, tal vez, es que, desde que llegó El Cholo, afrontamos cada partido con la certeza de que, gane o pierda, juegue mejor o peor, cuando el árbitro pite el final solo sentiremos una cosa: orgullo.
El Cholo es uno y múltiple; tras devolvernos la fe y la dignidad perdidas, hoy ejerce todos los cargos posibles en un club de fútbol: entrenador, psicólogo –del equipo y los seguidores-, director técnico, ojeador, motivador de la cantera, detector y despedidor de pufos y petardos, cheer leader y director de la Orquesta Grada del Calderón, conquistador de títulos y récords, chamán, fabricante de figuras improbables, jefe del departamento de contrainformación y azote de la prensa subvencionada (no consuman), ideólogo, publicista e inventor de eslóganes (partido a partido, si se cree y se trabaja, se puede…).
Y también, ay, escudo humano de unos dirigentes poco presentables y menos fiables que, pese al cuatrienio de cholismo intensivo, conservan intacta su inveterada tendencia al negociete turbio, al traspaso traicionero de los cracks y, para remate, al derribo inminente de nuestro querido estadio, vía pelotazo diseñado a medias con el PP y ejecutado por la FCC de Carlos Slim.
Hasta eso le perdonamos al Cholo. Cuando volvió a casa para sustituir a Gregorio Manzano, Gil y Cerezo eran dos almas en pena, señaladas por la tribuna y ninguneadas por el sistema. Hoy, los dueños ilegítimos del club ronean de una situación financiera más o menos saneada, han vendido acciones y quién sabe qué otras cosas a un millonario chino, y dejando de lado los procesos judiciales, abiertos, prescritos o por abrir, disfrutan del estatus y el frescor que da estar, por segunda vez en tres años, entre los cuatro mejores equipos de Europa manejando 400 millones menos de presupuesto que los rivales.
Algo habremos hecho bien, suelen decir ellos sacando pecho. Y en efecto, es así. Cuando iban por su entrenador número 27, habiendo ganado un título y medio en quince años, y tras haber enseñado la puerta de salida a su desesperado jugador franquicia, tuvieron la mejor idea de sus vidas: contratar al Cholo.
Hoy, Torres ha vuelto a casa para cerrar el círculo. Y parecería que ni los sorteos ni los arbitrajes de Platini, ni toda la potra y todo el dinero del Madrid y el Bayern, ni siquiera la inquina de la prensa florentinista van a poder evitar la penúltima proeza de Diego Pablo Simeone.
Pero, pase lo que pase en semifinales y el 28 de mayo en Milán, lo importante es que el Cholo estará siempre en nuestros corazones y en el de nuestras hijas.
Como autor de una de las más bonitas historias jamás contadas. Como el tipo que, en una época sin maestros, referentes ni valores, devolvió a la gente la capacidad de soñar y de creer que cualquier cosa es posible.
Si alguien no lo entendió, escuchen cómo cantan estos niños.
Ni Rajoy, ni Sánchez, ni Rivera, ni Iglesias. Y, por supuesto, tampoco Merkel, Hollande o Cameron. No hay un líder en Europa que tenga el carisma, el coraje, el código ético y la sabiduría estratégica del Cholo Simeone.
Tras la muerte del proyecto europeo en el Egeo, el Cholo, el Mono Burgos, el Profe...
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Miguel Mora
es director de CTXT. Fue corresponsal de El País en Lisboa, Roma y París. En 2011 fue galardonado con el premio Francisco Cerecedo y con el Livio Zanetti al mejor corresponsal extranjero en Italia. En 2010, obtuvo el premio del Parlamento Europeo al mejor reportaje sobre la integración de las minorías. Es autor de los libros 'La voz de los flamencos' (Siruela 2008) y 'El mejor año de nuestras vidas' (Ediciones B).
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