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A mí me gusta celebrarlo todo. Creo que, como está escrito, hay un tiempo para cada cosa, y los tiempos del llanto se cumplen irremediablemente —se te propinan de manera física, vengan de donde vengan— pero los de la celebración necesitan de un empujoncito. De un golpe de la voluntad. A mí ese golpe me sale casi espontáneamente. O sin casi. La celebración del Libro, de las fiestas del libro que arrancan ahora, y no sólo para España, me parecen lo que más.
A ver, que leer, leo todo el año. No es eso: el 23 de abril, aniversario (400) de la muerte de Cervantes, los libros salen a la calle. En mi barrio madrileño, en plena plaza de Santa Ana, una pequeña Feria del Libro, de los libreros de la zona —La fugitiva, Con Tarima y Sin Tarima, Contrabandos, o la filosófica y esotérica El Olor de la Lluvia, entre otras— muestra sus casetas a guiris, amos de perro, viejos y viejas al sol, los que van al teatro y salen de él, la gente en general. Un poco pasados por agua este año, pero eso es cosa de los libros mismos, hasta en la del Retiro tradicionalmente llueve. Es que traen la lluvia benéfica y descontaminadora. De la tierra, del aire y del alma.
Y en Barcelona, Sant Jordi puede más que el Liber, que se celebra en el otoño cada dos años —los otros en Madrid— abriendo las ferias de los editores. Y es lo más de lo más. Ir a firmar a Sant Jordi es, ya, un nivel en el mundo español de las letras. Lamento comunicar a mis lectores que ¡nunca me ha tocado! Pero sí —aunque no es igual, a lo mejor por la falta de rosas— hacerlo en la Calle de Alcalá. Desde la librería más pequeña a las grandes superficies, todas pondrán un golpe de atención, muchas veces callejero, hacia esos objetos de nuestros quebrantos que son los libros. Y eso, en todas las ciudades españolas. El libro en fiesta.
Así que en esta columna no voy a hablar de la situación del sector, ya digo que no es tiempo de llantinas. Ni de la de los escritores, que después de todo, Cervantes lo era, y le tocó lo suyo, y sin escritores poco libro habría. Sí quiero decir que esta festividad corona uno de los momentos de esfuerzo que rigen el calendario de la industria editorial, y que muchas son las novedades que se acumulan en estos días, y hasta el principio del verano, en esa ruta estacional que, como las aves migratorias, viven los libros, una vez se ponen camino de la imprenta y la edición. Pues bien: de libros, de tres libros bien distintos quiero hablarles, por si se los encuentran en los chiringuitos y se animan.
El primero es Reyes de Alejandría, de José Carlos Llop (Alfaguara). Lo he leído con un nudo en la garganta: el de lo que fue y ya no es, el de lo que fuimos (de aquella manera: no todos los jóvenes de entonces hacíamos la misma vida, que es intransferible, pero os aseguro haber conocido ese mundo sólo pocos años más joven) escrito desde lo que somos (y se puede repetir la lectura del paréntesis tranquilamente). Sí, amores, música muy bien elegida, drogas blandas y no tan blandas, resistencia y alma de cambio, referencias históricas y del paisaje. Urbano, claro. Un mundo con un poquito de lírica, la justa, y un poquito de elegía, la precisa para un tiempo que se fue. Pero también con esa pizca épica y ética que impregnó una forma de vida que, de algún modo, sigue palpitando en estos tiempos, no sé si más oscuros, no sé si más confusos.
¿Referencias? Todas. Todas las que el vasto mundo literario de Llop nos deja caer en todos sus libros, desde aquella deslumbrante El informe Stein, a la ya madura La cámara de ámbar, o a esa En la ciudad sumergida, donde lo autobiográfico pone un pie que se asegura firmemente en ésta. Y aviso: no es sólo para la gente de su generación (Llop, 1956): igual que leímos el Cuarteto de Durrell, al que hace referencia el título, sigue enteramente vigente, creo yo, para los jóvenes y para los... mediopensionistas.
Cambiando de tercio, De oficio, lector, es el discurso del gran Bernard Pivot, respondiendo por escrito a las preguntas de Pierre Nora, que acaba de publicar Trama Editorial. Debo confesar antes que nada que yo, de mayor, quería ser Bernard Pivot, el conductor del mítico Apostrophes, el programa cultural de la televisión pública francesa, que cualquier crítico cultural hubiera dado un pie por poder hacer. Yo, desde luego. Y no sólo por la agenda de personajes que pasaron por su plató, tanto críticos y tertulianos como autores de los géneros diversos que tocaba, que eran todos los productos culturales, del cine a la música, del ensayo al teatro, de la literatura a la literatura.
Ya digo, no sólo por haber tenido el placer de entrevistar a Bukowski, a Margueritte Yourcenar, a la Duras, a Godard, a Norman Mailer, en fin: al libro, que cuenta muchas cosas. Pero no sólo por eso, que ya sería mucho: es por la profundidad y la autoconciencia de su papel con el que enfocaba, a la vista estaba, sus programas, y en el libro, su oficio. Con inteligencia y con gracia. Y, fíjense cómo son los grandes hombres, y Pivot lo es, en este libro, que es un máster en el oficio de crítico y comunicador cultural, y al mismo tiempo un ajuste de cuentas consigo mismo, hay mucho de autocrítica. Así que, por ahí, otro máster añadido.
Dice Pivot de sí mismo que es “bulímico”: bueno, yo también, para esto del leer. Así que el tercer libro de hoy no puede no ser el de Andrea Camilleri, Una voz en la noche, que acaba de poner en los escaparates (y en los tenderetes!!!) Salamandra. Es la última historia de Salvo Montalbano, y esta vez no se anda con rodeos: toca al corazón mismo de la mafia, y, atención, a sus ramas políticas y mediáticas. Y, por tanto, a las redes de presión y miedo que alcanzan a todo el aparato del Estado, y muy particularmente, al mundo de la justicia. El comisario Montalbano se enfrenta a dos investigaciones paralelas que, a diferencia de lo geométrico, a lo mejor….. pero no. No lo voy a contar. No lo puedo contar. Pero el lector atento se dará cuenta enseguida de que Vigàta, o Montelusa, no están tan lejos de Madrid, de Valencia, en fin. De aquí.
Leer a Camilleri me produce siempre una forma de la felicidad. Me gusta su lenguaje, tan joven, tan jugoso. Me gusta su inteligencia, y cómo pone en pie a sus personajes. Me encanta la sutil mezcla de desarrollo de la trama y reflexiones sobre el mundo, ay, tan cercanas, tan cercano. Y me encanta Montalbano, con su ternura escondida, sus dudas y su escala de valores, siempre sorteando a la Autoridad Superior. Me gusta su compasión, pero también su mal genio. Y su glotonería: esos marisquitos, esos pulpitos, esos salmonetes, esas caponattinas. La comida siciliana es, seguramente, de las más ricas y variadas del Mediterráneo, seguramente junto a la del Ampurdán. Y que siga fumando y que le guste el whisky. Que me gusta, vamos.
Le hemos emparentado con Jaritos (el de Márkaris) y con Carvalho (el de Vázquez Montalbán, al que debe su nombre). Y sí, un aire tienen. A lo mejor, como está superdicho y todos ustedes saben, estos tres gigantes hicieron, después del polar francés, la gran novela policial del Sur, la de los pigs, la de los países que estamos en el punto de mira de los bárbaros del Norte. Y se les nota. Pues eso.
España está en fiesta del libro, y bajando un zoom, lo está Madrid, y acercándolo más, el barrio de las Letras, que es donde vivía Cervantes. En un homenaje al autor del Quijote, que es iniciativa del Ayuntamiento de Manuela Carmena. Así que eso toca, que estarán hasta el finde.
A mí me gusta celebrarlo todo. Creo que, como está escrito, hay un tiempo para cada cosa, y los tiempos del llanto se cumplen irremediablemente —se te propinan de manera física, vengan de donde vengan— pero los de la celebración necesitan de un empujoncito. De un golpe de la voluntad. A mí ese golpe me sale casi...
Autor >
Rosa Pereda
Es escritora, feminista y roja. Ha desempeñado muchos oficios, siempre con la cultura, y ha publicado una novela y un manojo de libros más. Pero lo que se siente de verdad es periodista.
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