El Cholo.
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Mi primer carné del Atleti me lo regaló mi tío Jesús el día de mi Primera Comunión. Mayo de 1972. Yo era hijo único, mi padre y mis 6 tíos eran colchoneros y mi adorado abuelo José era merengón: fue casi una traición. Debuté en un Atleti-Madrid de Liga, con lipotimia previa por los nervios, y cabreo cósmico posterior por el atraco sufrido: gol anulado al Atleti, los jugadores que se comen al árbitro en el área, contraataque del Madrid y gol de Amancio. 0-1 y final. Aquel día aprendí que ser del Atleti iba a ser una experiencia mística y sadomaso, un viaje hecho de disgustos e injusticias, de caídas y torturas, pero también de humor, orgasmos, alegrías, revanchas maravillosas: mi equipo competía sin un ápice de miedo contra el orden establecido.
Es verdad que, en aquellos años, en la tribuna del Calderón se sentaban militares jubilados de la Aviación nacional y olía a Álvarez-Gómez, aquella rancia colonia franquista. Pero los mayores enseñaban a los nuevos a despreciar la prepotencia y la chulería del Madrid de las siete copas, y a considerar a Bernabéu y Saporta los capos de la mafia arbitral, federativa y de las Jons.
La antigua lista de agravios, robos, gestas y derrotas incomprensibles contra los blancos confería al hecho de ser del Atleti un halo de romántica rebeldía, un deje de barrio cheli y pobre, un cosquilleo de enamoramiento inmediato mezclado con el desdén al poderío, deportivo y sobre todo extradeportivo, de todo cuanto tocaba la inmaculada blancura de la Santa Madre Iglesia de Chamartín.
En el colegio Yale, uno de los pocos laicos de entonces, Miguel Merino nos enseñó a pensar, a ser libres y a reconocer las injusticias, y en clase nos juntamos ocho o diez atléticos unidos por un amor a los colores que jamás parecieron sentir los del Madrid, siempre presumiendo de victorias y trofeos sin entender que ser del Atleti es una opción de vida que no depende de la conveniencia o el éxito.
Nosotros, mi padre, mis tíos, los amigos del Yale, vivíamos alerta y con la vena hinchada cada minuto, cada gol, cada fiasco, cada retransmisión de Andrés de Sendra en Radio España.
Yo me enamoré del Atleti con una entrega incontenible: iba con el tío Jesús a los entrenamientos, con mi padre al hotel de concentración en El Escorial, con mi amigo Rafa a los partidos del Madrileño para ver a Pradito, a veces a algunos partidos fuera de casa (el desplazamiento más barato, decía Jesús) con la entrañable peña Chamberí.
En ese autocar viajaba y cantaba la España que perdió la guerra y que sufrió la paz; obreros, charcuteros, pescaderas, gente castiza, digna, ocurrente, golpeada por la vida y aun así, optimista y orgullosa de su equipo.
Mi infancia era la ausencia de mi madre y el sol del Manzanares. Las chicas todavía no existían. Solo tenía ojos para Luis, Gárate, Ufarte, Adelardo, Capón, Alberto, Eusebio, Salcedo… En los cromos, en las chapas, en el Marca, en las fichas de los partidos que escribía (alineaciones, goles, incidencias) a máquina con tinta roja.
Luego llegaron los indios: Ayala, Heredia, Panadero, Becerra, el contragolpe perfecto, los tres puñales, la gesta de Glasgow con el turco Babacán y la catástrofe de Bruselas contra el Bayern. Aquel 15 de mayo de 1974, en la cafetería Las Vidrieras, viví la peor noche de mi vida. Pero la injusticia brutal de la derrota no hizo sino reforzar el vínculo afectivo, ya de sangre, con la camiseta rojiblanca. Lo que vino después, todo lo que vino, no alcanzaría la crueldad de aquella noche, el descubrimiento diáfano del irreversible desorden del mundo y de su natural injusticia, que quedó confirmada con aquel criminal arbitraje de Guruceta en un partido de Copa en el Bernabéu.
Ahorrémonos por tanto los pormenores de la insufrible mediocridad que siguió a aquella primera etapa de juego espléndido, las décadas de inferioridad asumida ante los vecinos mimados por el poder y la prensa.
Tras Arteche, A. Marhuenda y Cabeza, entramos en la fase Gil, Marbella y Maguregui, y vibramos pese a todo con las galopadas de Futre, con la falta de Schuster a Buyo y el doblete sublime del 96 (dos rayos en medio de la nada). Después, solo Fernando Torres nos devolvió fugazmente aquel sol de la infancia, el ramalazo de pasión, el orgullo. Aunque fuera en el Infierno, tener a Zapatones en la banda y al Niño en el campo era un lujo...
Un poco más tarde, Torres se largó, desesperado, y el tiempo pasó de nuevo lento y en silencio, hasta que un milagro (o Raúl García) nos devolvió a una final europea, a un título. Mis tíos habían muerto hacía mucho, mis padres también. Aquella noche en Hamburgo pensé en ellos. Y me acordé de cómo profetizaron que Gil acabaría vendiendo el Calderón para construir pisos.
A pesar de la victoria, el Atleti ya no era lo mismo. Era imposible sentirse identificado con aquellos catetos que gestionaban el club como si fuera la cafetería de una estación de autobuses. Y nada podía curar la pena, la humillación de llevar 10, 11, 12, 13, 14 años sin ganarle al Madrid.
Y entonces volvió él. Diego Pablo Simeone. Y dijo “vamos a reencontrarnos con la historia: el esfuerzo no se negocia”. Y en el primer partido, en Málaga, todo volvió de repente a los años setenta. La garra, el orden, la inteligencia, la solidaridad, la convicción colectiva de estar vistiendo una camiseta gloriosa, de estar recuperando un escudo pisoteado en una charca de fichajes y despidos compulsivos, comisiones imperiosas, apropiación indebida, populismo ostentóreo.
Tras vivir lustros como comparsas en el circo de la Liga bipolar (un circo montado gracias al reparto de los derechos televisivos ordenado por el bipartidismo neoliberal florentiniano), Simeone recogió el cadáver del suelo y lo moldeó a su imagen y semejanza.
Construyó primero un equipo solidario, incómodo, hasta hacerlo perfectamente insoportable, en el que quedó prohibido perder la concentración un solo segundo y regalar siquiera un saque de banda. Y enseguida lo convirtió en un campeón.
Denostado por la prensa sobrecogedora con todo tipo de falacias (marrullero, violento, antideportivo…), El Cholo jamás entró al trapo (“No consuman”) y fue poco a poco perfeccionando su obra para desmentir en el campo cada acusación injusta y evitar toda influencia del entorno (prensa, árbitros) en el juego. Acabó con la maldición del Madrid ganándole la Copa del Rey en el Bernabéu, superó al Barça de Messi en la final de la Liga más emocionante en décadas, y solo se dejó la Copa de Europa en el camino por una desgraciada combinación de calendarios y lesiones.
Dos años después de Lisboa, con medio equipo nuevo y Torres otra vez en casa, el Atleti está ante su tercera final de la Champions, tras haber dejado en la cuneta a los campeones de Portugal, Turquía, Holanda, España y Alemania, haciendo siete faltas por partido, de media.
Enfrente, como Dios y Pérez mandan, estará el eterno rival, bien reposado tras superar de forma heroica sus eliminatorias, que a ratos parecían la Intertoto y a ratos el Trofeo Bernabéu, y que tras la ida con el City hicieron escribir al comentarista de The Guardian: “Preferiría ver a alguien vomitar la cena que tener que volver a ver este partido”.
Espero que el lector no piense que es chulería o temeridad si este artículo, mucho más personal que periodístico, termina afirmando que el Atleti ganará su primera Copa de Europa, en Milán, el 28 de mayo de 2016, con gol de Fernando Torres. Al fin y al cabo, también Saporta dejaba escrito y cerrado en un sobre el resultado de las finales de las Copas de Europa antes de que se jugaran.
Aunque ya sabemos que una final con el Madrid es una final con el Madrid, que un hombre en la cama es un hombre en la cama, y que la UEFA es capaz de cualquier barrabasada, a veces la historia parece escrita de antemano. Y se diría que, tras la proeza de Múnich (¿qué otro equipo hubiera sobrevivido a ese asedio?), el guión del Cholo no puede tener otro final.
¿Pero saben qué? Si el Atleti palma, vamos a quererlo igual. O quizá más. Porque ha sido él, y solo él, el tipo que nos ha hecho reencontrarnos con la historia, el que nos ha devuelto, finalmente, aquel sol de la infancia.
Mi primer carné del Atleti me lo regaló mi tío Jesús el día de mi Primera Comunión. Mayo de 1972. Yo era hijo único, mi padre y mis 6 tíos eran colchoneros y mi adorado abuelo José era merengón: fue casi una traición. Debuté en un Atleti-Madrid de Liga, con lipotimia previa por los nervios, y cabreo cósmico...
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Miguel Mora
es director de CTXT. Fue corresponsal de El País en Lisboa, Roma y París. En 2011 fue galardonado con el premio Francisco Cerecedo y con el Livio Zanetti al mejor corresponsal extranjero en Italia. En 2010, obtuvo el premio del Parlamento Europeo al mejor reportaje sobre la integración de las minorías. Es autor de los libros 'La voz de los flamencos' (Siruela 2008) y 'El mejor año de nuestras vidas' (Ediciones B).
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