MÚSICA DISPERSA
The Wrecking Crew, anónimos a la sombra del mejor pop
En los 60, un colectivo formado por algunos de los mejores músicos de sesión de la Costa Oeste de Estados Unidos tocó con los principales artistas del momento sin que apenas nadie se enterase
Pablo Gómez-Pan 12/05/2016
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Como en aquel poema zen en el que una sombra barre las escaleras sin levantar polvo y un haz de luz recorre el estanque sin dejar rastro, así han pasado los miembros de la Wrecking Crew por la memoria de los millones de oyentes que han escuchado su música. Este colectivo difuso, de afiliación vaga, traducible como el equipo de demolición o la tripulación que naufraga, tocó con todo el mundo desde su base de operaciones de Hollywood, California, en torno a los estudios Gold Star, desde finales de los 50 hasta mediados de los 70. Era un equipo de guitarristas, bajistas, bateristas y muchos otros instrumentistas de primerísimo nivel, codiciado por los mejores productores, artistas y sellos. Sin embargo, aunque consiguieron meter su nariz en algunos de los mejores discos de la historia, acompañando o directamente reemplazando a los componentes de las mejores bandas del momento, el gran público tardó décadas en enterarse de su existencia. Afortunadamente, algunos de sus principales miembros se forraron en el proceso (en California, desgracias las justas).
Si nos fijamos en las grabaciones de grupos de la costa Oeste como los Beach Boys, los Byrds o los Mamas & The Papas, o en las de turistas como Simon & Garfunkel, Sam Cooke o Elvis Presley, veremos que en muchas ocasiones se repiten los mismos intérpretes –al menos, en las ocasiones en las que el sello tuvo la decencia de acreditarlos–. ¿Cuántos eran? Nadie se pone de acuerdo. Los principales, menos de veinte, entre ellos algunos de los músicos de sesión más reputados de la historia, como el guitarrista Tommy Tedesco o la bajista Carol Kaye. Varios de ellos llegarían incluso a tener importantes carreras en solitario, como Leon Russell, Glen Campbell o Mac Rebennack (más conocido por su nom de guerre, Dr. John). Pero si contamos a todos los que puntualmente pasaron por sus filas, suman varias decenas.
El nombre, al parecer, se lo puso el batería Hal Blaine, uno de sus miembros más activos, hasta el punto de ostentar el récord de haber tocado nada menos que siete años consecutivos en discos premiados con el Grammy del año, además de haber participado en infinitos números uno del Billboard (de 1962 a 1976, al menos en uno por año). Frente al estereotipo gris del músico de estudio de generaciones anteriores, las pintas informales de los miembros de la Crew llevaron a algunos productores a pensar que gente así acabaría siendo la ruina de la industria musical, y de ahí el nombre de este colectivo de membresía tan selecta como variable, formado por músicos extremadamente versátiles, generalmente buenos lectores a primera vista, que lo mismo grababan un éxito country (como Wichita Lineman) que un trallazo surfero (como Out of Limits), y que de tanto tocar juntos terminaron por sonar ultracompactos y estar cotizadísimos, tanto juntos como por separado.
Aunque consiguieron meter su nariz en algunos de los mejores discos de la época, el gran público tardó décadas en conocer su existencia
Roger McGuinn, que había trabajado como músico de sesión en el legendario Brill Building de Nueva York antes de fundar los Byrds, explica muy bien el éxito de estos profesionales del estudio en el documental The Wrecking Crew (Denny Tedesco, 2008). En las sesiones de su exitoso primer single, Mr. Tambourine Man (1965) –una versión del clásico de Dylan que grabaron antes incluso que la suya propia–, les bastaron tan solo tres horas para ventilarse las caras A y B del single gracias a contar con los servicios del equipo de demolición. Su siguiente single, Turn! Turn! Turn! (1965), que decidieron grabar íntegramente por sí solos, llegó también rápidamente al número uno, pero necesitaron nada menos que 77 tomas para completarlo. En una industria en la que el precio del alquiler del estudio y la minuta del productor costaban un riñón, y en la que la tecnología no había alcanzado aún las cotas de edición sonora que permite hoy día, poder contar con instrumentistas como estos era un salvavidas para cualquier discográfica.
Desde que existe música grabada ha aumentado desproporcionadamente lo que teóricos como Michel Chion han llamado la escucha acusmática, que no es otra que aquella en la que no vemos la fuente del sonido. Este modo de escucha, fomentado por medios como la radio o el disco, se presta fácilmente a que a uno le den gato por liebre. Los de la Wrecking Crew llegaron a trabajar como negros en casos tan sonados como el de los Monkees (recordemos el trauma de Marge Simpson al enterarse del pastel). Y aunque los Monkees pagaron el pato, no fueron ni mucho menos los únicos a los que suplantaron: es también el caso de The Marketts, The Association o Gary Lewis & His Playboys, en cuyas sesiones terminaron sustituyendo al grupo al completo. ¿Al completo? Bueno, siempre a excepción de los cantantes.
Los de la Wrecking Crew llegaron a trabajar como negros en casos tan sonados como el de los Monkees, The Marketts, The Association o Gary Lewis & His Playboys
Ahí es donde la industria y el público han trazado generalmente la raya entre lo que se considera una ayuda lícita por parte de los profesionales y lo que se entiende como abiertamente un fraude. La música pop es esencialmente vococéntrica, como demuestra el hecho de que su principal forma musical sea la canción. La composición, los arreglos, la mezcla, todo se subordina a la voz. Paralelamente, desde los sesenta, el mito del singer-songwriter o cantautor ha reinado en nuestro imaginario, sobre todo desde discos como A Hard Day’s Night (The Beatles, 1964), compuesto íntegramente por canciones originales y no ya de versiones de material ajeno. La industria jamás hubiera permitido que se llegara a saber que un puñado de instrumentistas se escondía detrás de tantos discos diferentes, en los que los ídolos de la portada se limitaban a poner la voz y el careto. Así que en muchos casos los ejecutivos decidieron simple y llanamente no acreditarles.
Cualquier creador que se precie sabe que el diablo está en los detalles. Una línea instrumental, un adorno, un arreglo, puede transportar la canción a otro nivel y terminar siendo tan memorable como el estribillo o la melodía principal –como pasa por ejemplo con el bajo de Carol Kaye en Good Vibrations (Beach Boys, 1966)–. La Wrecking Crew puso todo su talento al servicio del productor o del artista que tocase, sesión tras sesión, año tras año. Tuvieron, además, la suerte de estar en el lugar preciso en el momento adecuado, y discretamente desempeñaron un papel fundamental en una de las mejores décadas que ha vivido el pop, ayudando a que miles y miles de álbumes, singles y jingles sonaran gloriosos. Fueron ellos quienes grabaron en nuestra memoria sintonías tan inolvidables como las de La Pantera Rosa, Misión Imposible o M*A*S*H, los que integraron el mítico Wall of Sound de Phil Spector y Jack Nitzsche, los que ayudaron a echar a andar a las botas de Lee Hazlewood y Nancy Sinatra o los que sirvieron de soporte a Brian Wilson para sacar las canciones del Pet Sounds (1966) de su cabeza.
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Escucha parte de su repertorio, escogido por Pablo Gómez-Pan, aquí.
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Pablo Gómez-Pan
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