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Empecemos por desmitificar o acabaremos por poner otra piedra en su pedestal —ya alto, con toda la razón—: Hitchcock era un hombre. Tenía sus obsesiones —rubias—, sus fobias a contraluz, sus manías de párvulo, sus pasiones sin aristas. Sus miedos encontrados a defectos, que luego reformaba como pasajes oníricos en sus largometrajes, vestigio del buen comensal de cine mudo que fue en su efebía. Sus veladas inquietudes, de las que a veces ni él tenía constancia. Verbigracia: ¿es Vértigo (1958) una película con connotaciones necrófilas en el personaje de James Stewart? Para el cineasta, la respuesta es tan simple como el monosilábico sí con el que contesta, en el documental Hitchcock/Truffaut.
Son pocos los cines que lo han estrenado en España. Extraño, siendo un documental entre dos de los directores más admirados por la cinefilia mundial. Raro, además, cómo de entre toda la turba de —dicen— incondicionales de Hitchcock, en una de las salas madrileñas, a media tarde, allí no habría más que diez personas. Y los ronquidos de una noquearon al resto. Y eso que lo interesante del relato radica en el subtexto, en lo que se esboza, no en lo que tuvo que traducir Helen Scott en ida y vuelta en la conversación entre ambos.
Porque durante ocho días, en el buen verano de 1962, el director francés François Truffaut entrevistó a su ídolo. Le deificó por y para la Historia en el libro El cine según Hitchcock con el certero motivo de que se acabaran las patrañas, majaderías de la moda años 50: para Truffaut, monsieur Hitchcock —como él le llamaba— no era un cineasta palomitero, un seductor de masas ansiosas del siguiente asesinato fílmico, como se venía pensando de don Alfred en EE.UU., sino un auteur. Y así lo había estipulado aún cuando trabajaba en Cahiers du Cinéma. Ya podía decir el americano que, para sí, “el cine son cuatrocientas butacas que llenar”. Lo que los ojos atónitos de François declamaban cada vez que acudía a una sala es que el director de La ventana indiscreta (1954) era un artista, cuyos encuadres siempre respondían correctamente a la cuestión del porqué cinematográfico.
El joven Truffaut le escribió entonces una carta de admiración, como les gusta hacer a los que se saben epígonos, declarándole el amor que profería por sus películas y presentándole una oportunidad única a Hitchcock: esa entrevista que cambiara la percepción que tenían del director de Con la muerte en los talones (1959) en América. Y el director de 62 años en ese entonces lloró. Y le citó en Hollywood el día de su cumpleaños. Para la sombra y para el laurel. Y Truffaut se lo tomó como una película más —apenas había empezado su carrera entonces—: preparó cada pregunta a conciencia, a sabiendas de que cada respuesta sería una lección.
Hitchcock no escribía sus guiones. Todo aquel que ve en el cineasta el objeto final del punto de giro debería alabar de igual manera a los escribanos de sus textos
En un momento dado, incluso Truffaut permite a su maestro opinar sobre cómo él jugaba en los rodajes: qué le parecía cómo estaba planeada la escena de Los 400 golpes (1959) en la que el protagonista, haciendo novillos, descubre ciertas osadías maternas, a lo que el genio responde que hubiera omitido cualquier alegato de ella; o cómo, por las noches de filmación de Jules et Jim (1962), el director francés cambiaba los diálogos para adecuarlos al carácter de cada actor, lo que deja estupefacto a Hitchcock. Toda una declaración de guerra verbal contra quien dijo: “Cuando un actor me viene diciendo que quiere discutir su personaje, yo le digo que está en el guión. Si él me dice que cuál es su motivación, yo le digo que su sueldo”.
Es decir, cada tramoya del cine en la punta de la lengua. Y esto, que vaya por adelantado: Hitchcock no escribía sus guiones. Todo aquel que ve en el cineasta el objeto final del punto de giro debería alabar de igual manera a los escribanos de sus textos, a los que ponían el pulso y el puño en las novelas que luego él hacía cine. Era un escritor con la cámara entintada, adaptador de cien palabras a una única imagen. Pero qué adaptador.
El director, que se sabía iconoclasta con la burguesía, a la que a veces retrataba como el lumpen gris de toda sociedad, entendía la psique humana. La exploración de los globales temores de la humanidad como condición sine qua non el cine no sería lo que es. La gran película es la que hacía gritar al público japonés en el mismo momento en que también debería gritar la audiencia india, como expresa Hitch —qué apodo tan absurdo para un demiurgo de pesadillas— en un momento dado del documental. Porque el miedo es el miedo, sin terceros. Y el suspense, “un hombre sentado en el sofá favorito de su casa. Debajo tiene una bomba a punto de estallar. Él lo ignora, pero el público lo sabe”. Tal cual.
El ‘autoplagio’ es el estilo
Él lo había aprendido en Hollywood, que para él era sólo otro lugar al que no quería ir. Lo había aprendido en la publicidad en la que empezó, lo había aprendido poniendo los textos de las películas no sonoras; lo había aprendido en sus primeros compases, cuando depuraba la mano alfarera del artista de cine, mientras se apoyaba, claro, en su esposa Alma Reville. En su luna de miel seguían pensando en escenas futuras. Así trabajaba su mente.
Porque Hitchcock sabía donde colocar la pupila de los otros, de los espectadores que no debían saber más que lo preciso para seguir pensando que el malo es el mayordomo. La cámara como el pincel preciso, el verso exacto. La forma como un igual al contenido. Y eso es algo que debió aprender Truffaut para luego ser capaz de rodarse a sí mismo en un rodaje como lo hizo en La noche americana (1973).
Hitchcock/ Truffaut, dirigido por Kent Jones, no es sino la apuesta radical de un director que continúa aprendiendo, como ya hiciera el francés, de la mirada de quien poseía un ojo de celuloide ardiendo. Pero no es el único cineasta que toma bien los apuntes cuando habla Hitchcock. El documental está salpimentado con voces de renombre que asumen la influencia de sir Alfred como una sensata penitencia.
El amante de Hitchcock encuentra respuestas: el plano secuencia de La soga como paráfrasis del nihilismo, el catolicismo de trinchera en el tiro de cámara cenital al comienzo de Los pájaros
David Fincher, para quien la clave está en cómo Hitchcock rompía reglas y esquemas en cada película —de ejemplo, claro, Psicosis (1960)—; Richard Linklater, hablando del tempo del tiempo, de su uso total, como él mismo volvió a acuñar en Boyhood (2014); Arnaud Desplechin y la poética intrínseca al Truffaut post-entrevista; James Gray, diseccionando cómo el espectador es siempre y sólo los ojos de Scottie, el personaje de James Stewart en Vértigo; Wes Anderson y Peter Bogdanovich, a los que la lectura del libro les cimentó sus perspectivas cinéfilas; o el gran Martin Scorsese, que siempre regresa a Hitchcock antes de cada película.
Pero también Hitchcock aprendió de todo esto. Cuál pudo ser, por ejemplo, las razones de que Vértigo fuera un fracaso en taquilla y que no se llegara a entender del todo en su estreno. O por qué su cine parecía una continua rima consonante: una pregunta que le marcó hasta su muerte. ¿Debería haber dejado más lugar a la improvisación, haber experimentado más? ¿Debería, al cabo, haberse autoplagiado menos, aunque él mismo afirmara: “el autoplagio es el estilo”?
Hitchcock/Truffaut, como el libro en que se basa, desgrana todo el método, la técnica, la depurada mano firme de ese “maestro del suspense”, al que quizá podríamos liberar de la infame coletilla “del suspense”, pues no hay razón para pensar que fuera un director de género. El amante de Hitchcock encuentra respuestas: cuestiones casi privadas como el continuo plano secuencia de La soga (1948) como paráfrasis del obcecado nihilismo que se desprende de ciertas conversaciones sobre Nietzsche y el paso tendencioso del tiempo; el catolicismo de trinchera en el tiro de cámara cenital, de corte religioso, al comienzo de Los pájaros (1963), como una plaga bíblica de función redentora y purificadora; o los fundidos metafóricos entre el bien que se desploma y el mal que no recibe castigo en Falso culpable (1956); o los montajes de primorosa celeridad para arrebatar el aliento del respetable (sí, se trata, de nuevo, de Psicosis).
Un perfeccionismo tirano
Todo ello en el documental, que muestra a monsieur Hitchcock bajo el prisma de su propio ego —que tenía la forma de su silueta—. Porque el director no dejaba que nada se interpusiera en su camino hacia la película perfecta, que era la que él tuviera en mente. Se acabó la época en la que el público no sabía el nombre del artífice de la película y sí el de sus estrellas.
Claro que al orondo cineasta le gustaba rodearse del star system, pero su frase es categórica: “Los actores son ganado”. Y ahí hay más de uno que lo sufrió en carnes: Tippi Hedren, para quien el rodaje de Los pájaros fue una mala gripe que había que pasar, o Montgomery Clift, de quien Hitchcock no habla precisamente maravillas. El actor habría intentado imponer sus ideas sobre la visión del director; y este podría olvidar las razones de los personajes para reaccionar de ciertas maneras, pero no lo que dichas reacciones provocarían en la audiencia.
Aunque no sólo de la palabra vive el sabio. Hasta Hitch conocía las virtudes de usar razonadamente el silencio como el arma de doble filo que puede ser. Dos veces manda al off the record lo que quiere decirle al director de Farenheit 451 (1966) durante la entrevista. Otra genialidad del muestrario del suspense que se le presuponía. Pero también sabía utilizar lo contrario al enmudecer, el sinónimo de la emoción palpable que son los agudos pentagramas de ese otro genio, Bernard Herrmann, cómplice de la retaguardia.
Todo ello, las manías de un mito que se resuelve humano (más un ego) en un documental indispensable para entender por qué cualquier loa actual a Hitchcock es un saber perder ante uno de los grandes.
Empecemos por desmitificar o acabaremos por poner otra piedra en su pedestal —ya alto, con toda la razón—: Hitchcock era un hombre. Tenía sus obsesiones —rubias—, sus fobias a contraluz, sus manías de párvulo, sus pasiones sin aristas. Sus miedos encontrados a defectos, que luego reformaba como...
Autor >
Álvaro Macías
Jerezano, añada del 92. La heterocromía de quien de todo aprende. La vida es escuchar a Cat Stevens navegando en el Argos. Después de trabajar en El Mundo, escribió el poemario Los inocentes o las ruinas (Ediciones en Huida, 2016).
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