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Albert Rivera está siempre a punto de irse a otra parte. Está nervioso y necesita comprobar el funcionamiento de sus articulaciones cada cinco minutos. Vive simultáneamente en dos planos de la realidad que no consigue coordinar. Por ejemplo, sus palabras inclusivas y de concordia no encajan con sus manos melindrosas ni con su boca, que está un poco fuera de eje. A la vez, se mueve con un aire elitista que lo convierte en una especie de Mario Conde titubeante. Se pretende de centro, pero posee una fisionomía descentrada.
Por algún motivo, hay un consenso nacional en que sus virtudes comunicativas son excelentes, sin embargo, lo cierto es que han empeorado en el último tiempo. Por algún motivo, su expresividad era más sólida cuando iba de la mano de la ultraderecha. La pericia discursiva y la sinceridad de las ideas que uno expone pueden medirse. Basta con atender al uso de conectores y coletillas: importa su número y su posición. Rivera, con los años, ha aumentado su reserva de locuciones huecas. El ‘ciudadano’ pivota en ellas hasta la náusea. Cuando las utiliza, se puede percibir en él esa desorientación que genera el que uno no tenga suficientemente arraigadas las ideas que explica. En esos momentos, aumenta alarmantemente el riesgo de que empiece a hablar de Venezuela y de que, si nadie lo detiene, se lance a enumerar países nórdicos a los que quiere parecerse.
Su expresión facial discute con sus palabras. En su rostro encontramos un jaleo importante. El gesto que corresponde a cada frase aparece medio minuto después de que ésta haya sido pronunciada. Da la impresión de que calcula cada cosa por separado. Para más inri, se nota que percibe algo amenazante en el silencio que queda cuando termina de hablar y siempre tiene la tentación de rellenarlo, no importa de qué: es lo que se conoce como una croqueta discursiva.
Su estilazo es innegable. Si Julio Iglesias se metiera a diputado, le pediría a Albert Rivera el teléfono de la tintorería que le plancha las camisas. Algunos rasgos le otorgan un tipo de atractivo que suele encontrarse en los gurús de técnicas de venta: la quijada huesuda, muy bien empastada con la oreja, o las pupilas obsesivas. Por otro lado, su peinado modoso, además de aglomerarse con orgullo de alopecia revertida, consolida su imagen de yerno que friega los platos los domingos.
Una de sus cejas representa a la perfección la parafernalia coachy molona que C’s intenta implantar en la política española. Es una ceja aspiracional y alentadora que se levanta cuando dice “oportunidad”, “valentía” o “tenemos un gran país”. Una ceja grandilocuente y seductora. Pero hay más verdad en el pelaje que sobrevuela el otro ojo; éste permanece fijo y alerta, conspirando en la sombra como la patronal.
Por otra parte, su sonrisa viene siempre cargada de hombros, de hecho, la usa más como vehículo de queja o mueca defensiva que como signo de alegría. Porque, realmente, sus discursos se articulan con un marcado tono de fastidio.
Cree, y eso para él es indiscutible, que el sentido común está de su parte, y poco importa que haya cambiado mil veces la orientación de ese sentido común con motivos electorales. Por extensión, es de esas personas que acompañan sus argumentaciones con un juego de brazos y clavícula sordo y condescendiente. En su foro interno, tal vez de forma inconsciente, usa esos aspavientos para certificar la estulticia de los que no piensan como él.
Sin duda, su gran apuesta es parecerse a un muerto, y más desde que se vio en la tribuna del Congreso. Sus alusiones a Adolfo Suárez guardan consonancia con su ambigüedad. Para hacer mito al personaje de Suárez, hubo que limpiarle todo residuo ideológico: no quedó como hombre político, sino como evocación dispersa de una historia maquillada que nos gusta merecernos. El primer presidente está suficientemente lejos como para que nadie recuerde su falangismo genético, igual que ningún televisor recuerda ya que Rivera se coaligaba con la ultraderecha.
Albert Rivera está siempre a punto de irse a otra parte. Está nervioso y necesita comprobar el funcionamiento de sus articulaciones cada cinco minutos. Vive simultáneamente en dos planos de la realidad que no consigue coordinar. Por ejemplo, sus palabras inclusivas y de concordia no encajan con sus...
Autor >
Esteban Ordóñez
Es periodista. Creador del blog Manjar de hormiga. Colabora en El estado mental y Negratinta, entre otros.
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