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Toda Eurocopa es volver al niño que se sentaba cada tarde en la cocina de la casa de mis abuelos, frente al televisor y detrás de una rebanada de pan con Nocilla, a renovar el este año sí. Muchos años después, dos campeonatos continentales la propia memoria y una estrella mundial bordada en el pecho, la llegada del partido inaugural se presenta al mediodía y a siete mil kilómetros de distancia, pero con la misma emoción ante lo desconocido que me produciría la irrupción de la cabina del Doctor Who en mi salón. Se citaba Francia ayer con el primero de los siete partidos que la deben conducir a un destino que parece casi escrito, levantar el próximo 22 de julio la copa frente a un invitado todavía incierto y ante su propia gente. Jugar en casa es siempre el peor de los escenarios posibles, especialmente para una selección ciclotímica y en permanente estado de sospecha como la gala que parece cargar sobre sus espaldas, no tanto con la historia de un país como de buena parte de la civilización occidental. Para no faltar a su tradición, los de Deschamps se presentaban con un escándalo bordado a fuego que ha dejado a su mejor jugador castigado a presenciar el espectáculo desde casa, para colmo, acompañado de un desafiante y pasota paquete de tabaco. Una nueva genialidad de Karim.
Solo España, que permanece fiel a la tragicomedia del país al que representa, consiguió ayer que todos se olvidaran de Benzema a costa de los escarceos de un portero que parecía llamado a enterrar definitivamente buena parte de la historia del fútbol español de las últimas décadas. Veremos si Casillas, una vez más, saca a relucir el lunes la famosa flor que le concedió la santidad. Los de Del Bosque están a punto de hacer historia y, si se cumplen los augurios de los más pesimistas, tirar la competición antes incluso de haber echado a correr detrás de la pelota.
El abismo de la duda se cernía sobre les bleus cuando Payet, casi en el último suspiro, lanzó un zarpazo de animal herido que se coló por la escuadra derecha de Rumanía, combinado honesto y aplicado que saltándose el guion de los encuentros inaugurales, consiguió poner contra las cuerdas al todopoderoso equipo de Pogba y Griezmann, que para entonces ya estaban resguardados al calor del banquillo. Es Payet un jugador que llega a esta Eurocopa frisando su otoño. A sus 29 y desde un media tabla británico como el West Ham, se erigió ayer en emperador de Saint Denis para regocijo de un país necesitado de líderes y poblado de guerreros espartanos tanto en el campo como en sus convulsas calles. Es Payet un fiel reflejo de esta nueva Francia de Deschamps, todo pundonor y más músculo que técnica, cuyo juego se dibuja en arreones motivados por una medular de ébano. Se da en esta Francia una combinación perfecta entre lo apolíneo ―el sospechoso Giroud y Griezmann― y lo dionisíaco del trío Pogba-Kanté-Matuidi. Todos los ojos estaban puestos en Pogba que es un jugador y muchos a la vez y al que le sobra físico y técnica y le falta táctica. Ese es precisamente el problema: no haber decidido qué quiere ser. Fue el Principito del Manzanares el que trató de abrir la caja en dos jugadas que se marcharon fuera por poco. Antes, el disciplinado grupo del general Iordanescu la tuvo por partida doble cuando en las gradas de Saint Denis todavía retumbaban los ecos de La Marsellesa, ese ejército imperial cantado como si la vida (nos) fuera en ello y que, como bien señaló Napoleón, habría de ahorrar a su país muchos cañones. Pero esa es la diferencia entre el peso de una camiseta y un equipo voluntarioso. Al final fue Giroud el que por alto, supuesta especialidad del fotogénico ariete del Arsenal, abrió el marcador tras la reanudación. Ocho minutos después, en el 64, Stancu hizo el empate desde los once metros. Y fin.
Hasta ahí un partido que quedará en el recuerdo por el respeto que la grada ofreció al visitante. Desde la distancia bien parecía que París había decidido tratar a los rumanos como a personas. Debe ser, esta sí, la verdadera magia del fútbol.
Toda Eurocopa es volver al niño que se sentaba cada tarde en la cocina de la casa de mis abuelos, frente al televisor y detrás de una rebanada de pan con Nocilla, a renovar el este año sí. Muchos años después, dos campeonatos continentales la propia memoria y una estrella mundial bordada en el pecho,...
Autor >
Diego E. Barros
Estudió Periodismo y Filología Hispánica. En su currículum pone que tiene un doctorado en Literatura Comparada. Es profesor de Literatura Comparada en Saint Xavier University, Chicago.
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