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Corría el verano del 97 y Molotov rompía las pistas con Puto, una canción cuyo clímax llegaba en un estribillo flemático que todos gritábamos al unísono: “Matarile al maricón / ¿Y qué quiere ese hijo de puta?”. Pocos conocían entonces la connotación que el vocablo puto tiene en el país azteca, forma peyorativa de llamar a una persona homosexual. Poco tardamos en saberlo y eso que no había que ser una lumbrera pues la solución al enigma estaba un par de líneas más abajo. Pero qué más da. No dejes que la realidad te joda una buena rima y menos en una noche estival.
No soy amigo de la corrección política pues creo que el contexto lo es todo, especialmente en el humor, que me gusta negro como el café. Pero no era el caso. Daba igual que la inmensa mayoría de los que gritábamos lo hiciéramos sin pretender ofender porque, lo queramos o no, somos hijos de nuestros paradigmas culturales. La estigmatización de la homosexualidad es uno de ellos aunque ya autores como Michel Foucault o Hanne Blank nos advirtieran de que lo extraño (y más reciente socioculturalmente hablando) es esa presunta heterosexualidad que algunos llaman “lo natural”. Pero quién diablos pierde el tiempo leyendo. Aquello era claramente una actitud homófoba que sobrellevábamos, conscientes o no, yendo a la barra a pedir otra porque el mundo nos hizo así.
Mientras Omar Siddique Mateen, un estadounidense de 29 años, ultimaba su forma de pasar a la posteridad llevándose por delante a 49 personas en el Pulse, un bar de ambiente de Orlando, EE.UU. acoge la Copa América de fútbol. Una simple coincidencia pero a la que le ha salido una triste relación. Pese a que todavía quedan muchas incógnitas por resolver en torno a la motivación del asesino de Orlando, desde unos lazos con el ISIS cada vez más difuminados (tan fácil como gritar por mí y por todos mis compañeros antes de que la policía te pase al otro barrio) a lo que parece más un crimen de odio que mezcla un supuesto problema de identidad sexual no superado con lo que en EE.UU. conocemos ya como “otro día en la oficina”, dada la facilidad de cualquiera para apagar su calentura tirando de fusil de asalto semiautomático AR-15, el resultado sigue siendo el mismo: la mayor matanza ocurrida en suelo estadounidense desde el 11-S; solo cambia la interpretación política, siempre interesada.
La relación entre la tragedia y el deporte la pone, supongo que muy a su pesar, la afición mexicana, que saluda el saque de puerta por parte del portero del equipo rival con un sonoro Eh PUTO! desde unas gradas en las que son inmensa mayoría. La FIFA puso su foco sobre esta costumbre durante el pasado Mundial de Brasil y le ha acarreado varias multas económicas a la Federación Mexicana. Ahora ha vuelto a levantarse la polvareda sobre una costumbre que viene de casa y que se ha traído precisamente a ese paraíso de la corrección política que es EE.UU. La comisión disciplinaria de la Copa América estaría estudiando otra posible sanción.
México ha hecho de la virilidad mal entendida (el macho, el mero mero, etc.) un modo de vida (quizá parte de esa herencia hispana de la que hoy muchos abjuran en su totalidad). De poco ha servido la campaña protagonizada por algunos jugadores de la selección bautizada como ¡Ya Párale!, pidiendo a sus aficionados abandonar una costumbre que puede acarrear nuevos castigos contra el Tri, como se conoce al combinado nacional.
Pero no ha funcionado porque el fútbol (menos en EE.UU.) sigue siendo “cosa de hombres”, un deporte en donde ni tan siquiera se conocen jugadores homosexuales de renombre, aunque tenga que haberlos por pura estadística. Nótese en la campaña de la federación que el problema es el castigo, no la costumbre execrable.
Y no ha funcionado porque, por mucha versión oficial que pretendamos imponernos, el fútbol, como la sociedad, sigue siendo homófoba: solo es cuestión de grados. Ya sea la mexicana, la española (ese estruendoso silencio cada vez que los aficionados gritan maricón al árbitro), o la propia estadounidense que al mismo tiempo que se vestía duelo olvidaba que hasta once estados han llevado al gobierno federal a los tribunales a causa de la legislación que reconoce derechos civiles plenos para el colectivo LGTB. El mismo país, Estados Unidos), que cuenta con representantes políticos que consideran públicamente que la homosexualidad es poco menos que una depravación diabólica. El mismo país cuyo gobierno federal (la Administración de Alimentos y Medicamentos, FDA en inglés), al tiempo que pedía sangre para tratar a los heridos en Florida, olvidaba el veto impuesto a las donaciones procedentes de homosexuales “que hayan tenido sexo en el último año”.
Es probable que entre los que gritan puto en las gradas haya gente que no sea homófoba, igual que nadie es racista hasta que se demuestra lo contrario. Es probable, incluso, que consideren que no tiene importancia, que es un simple juego. También es probable que si los mexicanos de Molotov quisieran hacer una letra más explícita no lo hubieran conseguido, aunque, desde el principio, la banda trató de desvincular el tema de cualquier significado homófobo. Probablemente fuera cierto, pero. En todo caso, allí nos tuvieron gritando su one hit wonder todas aquellas noches sudorosas mientras ese amigo de toda la vida, aún sin vivir su sexualidad abiertamente, a nuestro lado, bailaba en silencio.
Corría el verano del 97 y Molotov rompía las pistas con Puto, una canción cuyo clímax llegaba en un estribillo flemático que todos gritábamos al unísono: “Matarile al maricón / ¿Y qué quiere ese hijo de puta?”. Pocos conocían entonces la connotación que el vocablo puto tiene en el país azteca,...
Autor >
Diego E. Barros
Estudió Periodismo y Filología Hispánica. En su currículum pone que tiene un doctorado en Literatura Comparada. Es profesor de Literatura Comparada en Saint Xavier University, Chicago.
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