Albert Rivera es catalán. Y de Barcelona. Y allí paró anoche la caravana electoral naranja, dispuesta a desafiar una prohibición que no existía y colocar una pantalla gigante desde la que el pueblo español liberado pudiera seguir el partido de la selección española después del mitin de Ciudadanos y ganarle así a la alcaldesa Ada Colau una guerra en la que sólo los de Albert combatían. Al ser el único bando el suyo sobre el campo de batalla, la victoria fue como las de Julio César: veni, vidi, vici. Sin despeinarse más que para celebrar los goles de Morata y Nolito. Quienes siguen pensando que había rival enfrente en la batalla de la pantalla gigante, no olvidarán la épica victoria lograda en el Arco del Triunfo de Barcelona, ni la imagen de Albert sobre el escenario liberando la ciudad.

Para que no pareciese que aquello era el típico uso del deporte por parte de los políticos que no son Rivera, otro Albert, Luque, exjugador de la selección española, fue colocado en primera fila a la derecha del padre de la idea. A juzgar por las imágenes y el poco entusiasmo del exfutbolista invitado a participar en las portadas del día siguiente, o aceptó la invitación porque no tenía tele en casa, o iba con Turquía o vota a la CUP. Quien vistió la camiseta de La Roja desentonaba de negro con la plana mayor de Ciudadanos, que cuando caía la noche y el partido comenzaba, rendía tributo a la pantalla gigante cual maya a los últimos rayos del Sol, equipados con el último modelo de camiseta de la selección, la de la estrellita de campeones del mundo. Qué oportunidad perdida por los asesores para colocarles a los líderes una camiseta antigua, la del año del codazo de Tassotti, por ejemplo, y con ella mezclarse con el pueblo y hacer la ola, y gritar España, y cantar oé, oé, oé, demostrando así que ellos siempre estuvieron ahí, a las duras y a las maduras y que, hablando de Maduro, populismo son los otros.