Tribuna
La dificultad del ‘podemista’ y su posible solución
Unidos Podemos necesita cuadros que preparen un proyecto de transformación progresista que vaya más allá de los eslóganes de un catálogo de Ikea
Sebas Martín 4/07/2016
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Una semana después de las elecciones es probable que quede ya poco que aportar al esclarecimiento del gran interrogante: ‘¿por qué se marcharon a la abstención los votantes que todas las encuestas asignaban a Unidos Podemos?’. Y es posible también que en pocas ocasiones como ésta no quepa encontrar una sola respuesta satisfactoria, entre otras cosas porque la pregunta solo puede responderse acudiendo a una pluralidad de factores, diferentes y hasta opuestos entre sí.
Todas estas variables deben manejarse con dos cautelas previas, que contribuyen a situar la problemática en sus justos términos. En primer lugar, el millón largo de votos perdido por la suma de Podemos, Izquierda Unida y las confluencias ha ido a parar casi por entero a la abstención, y no al PSOE, al que no le ha sido posible, ni en estas circunstancias, recobrar el papel que reclama de “partido hegemónico de la izquierda”. En segundo lugar, la campaña del miedo y de hostigamiento contra Podemos, que ha alcanzado –como ha afirmado en estas páginas Santiago Alba– el peligroso estatus de fomento del odio contra un sector del país, más que empujar a supuestos votantes de Podemos a la abstención, ha logrado concentrar el voto conservador en el Partido Popular, alimentado no solo con el descenso de Ciudadanos (375.000 votos aprox.), sino también con la debacle de UPyD (100.000 votos menos) e incluso con las pérdidas de PSOE (otros 100.000) y de Vox (11.000).
¿Quiénes prefirieron la abstención?
Atendidas estas prevenciones, el ‘podemólogo’ se encuentra ante una maraña de variables que impiden lanzar un diagnóstico unilateral y prescribir un tratamiento monocolor. Buena parte de los votos migrados a la abstención proceden, sin lugar a dudas, de exvotantes de Izquierda Unida, tanto de su sector comunista más ortodoxo como de su sector socialdemócrata más tibio, que han coincidido en su desprecio permanente a Podemos y en su rechazo al liderazgo de Alberto Garzón. Otra parte de esos votos desplazados al sector abstencionista, probablemente menor, puede proceder de los fundamentalistas de la transversalidad, que veían en la alianza con Izquierda Unida una traición a una seña de identidad de la formación morada. Sin coalición electoral, no se habrían perdido los primeros, pero tampoco se habrían ganado los centenares de miles de votos aportados por IU, rápidamente traducibles en escaños; tampoco se habrían perdido los votos transversales, rebasados, sin embargo, con amplitud por los transfundidos por la formación izquierdista. Conclusión: sin coalición y por separado el resultado habría sido peor, con una IU compacta en votos pero nula en escaños, y con un Podemos con sus transversales bien insertos pero sufriendo los desgastes que paso a indicar.
Otra de las vías de escape hacia la abstención procede de la propia erosión experimentada por Podemos desde que se convirtió en fuerza parlamentaria. Es un desgaste muy concentrado en la figura de su líder, que ha dado sobradas y reiteradas muestras, tanto por sus oscilaciones ciclotímicas como por la impostura de su moderación, de tener una estatura política bastante menor de la pretendida. Abundan, en efecto, quienes no tragaban ya a Pablo Iglesias, y es algo que puede ir a peor, tanto por deméritos propios como por campañas prefabricadas de desprestigio. También figuran quienes empezaron a ver en el partido morado una formación efectista, huera de contenidos políticos efectivos, vulgarmente tacticista y hasta políticamente obstruccionista. Actos desafortunados, como la famosa rueda de prensa presentando el futuro gobierno de coalición, en combinación con numerosas anécdotas y gestos parlamentarios de pretensiones mitificadoras pero popularmente ridículas, contribuyeron a labrar esta imagen y a sembrar los primeros conatos de desafección.
Otra de las líneas de fuga ha procedido de su cambiante actitud hacia el PSOE. Su oposición hostil al partido con el que supuestamente deseaba cogobernar, siendo comprensible política y emocionalmente, no ha ayudado nada en el terreno electoral. A muchos exvotantes socialistas que habían confiado en Podemos, y que en los noventa se encontraban constituidos políticamente por los parámetros de PRISA, se les ha hecho intragable el regreso en volandas de Julio Anguita, su bête noire. Colocar parte de la campaña, en su dimensión icónica y discursiva, en aquella década demoledora, no ha podido resultar más contraproducente para una fuerza que se presume de futuro. Sin embargo, esta vía de desagüe es de doble dirección, y han figurado también, en proporción menor, los que, incorporados desde la abstención el 20D para apoyar a una fuerza de ruptura, no han soportado ahora contemplar a sus líderes en un constante flirteo con la socialdemocracia, a la que consideran la formación traidora por antonomasia, y han regresado a su lugar natural de la abstención.
Incluso tampoco cabe despreciar a los desmovilizados por el viento a favor de las encuestas, que dando por seguro el sorpasso y el triunfo de la izquierda prefirieron vacacionar el fin de semana del 26.
Lo peculiar de todas estas variables es que no pueden enfrentarse de manera unívoca. Acudir a sellar una de las vías de desagüe obliga a desatender las otras. Intentar contentar a votantes espiritualmente socialistas lleva a perder a los desencantados y hasta asqueados con el PSOE. Satisfacer los requerimientos de los transversales enajena miles de votos de izquierda en nombre de un horizonte incierto de crecimiento. Y renunciar al liderazgo de Pablo Iglesias podría hacer perder muchos más votos de los recuperados por la imagen proyectada de división interna y debilidad.
Tampoco cabe ya intentar con nostalgia devolver la situación al momento en que todo se torció. Tal cosa ocurrió cuando Podemos renunció a ser un “instrumento al servicio de la ciudadanía” para reapropiarse de las instituciones, desalojando de ellas a la élite extractiva que las tiene secuestradas. Esta condición exigía unos requisitos participativos destinados a presentar en candidaturas unitarias a ciudadanos independientes, con trayectoria cívica y profesional intachable, de ejemplaridad ética incontestable, que permitieran quebrar la alternancia elitista del bipartidismo. Frente a ello, se prefirió optar por convertir el grupo fundador del partido en grupo parlamentario, y a la dinámica funesta de las listas plancha vino a unirse, con la suma de Izquierda Unida, toda la mala praxis de las primarias de Unidad Popular, que arrojaron asimismo como conclusión una clamorosa ausencia de liderazgos provinciales solventes.
Comunicación, intereses y técnica
Colocado ante semejante disyuntiva y sin poderse remediar ya los extravíos originarios, solo cabe optar por dar un paso adelante que trascienda estos dilemas y supere los corsés que ellos imponen. A raíz de un brillante artículo de Íñigo Errejón publicado en esta revista se produjo un intenso debate en el bloque político del cambio polarizado en torno a dos posiciones: una sostiene que la subjetividad política es consecuencia, ante todo, de las representaciones culturales; la otra, en cambio, asegura que es cosa de los intereses materiales. Como es usual en el razonamiento disgregador, nada sintético, de la izquierda actual, ambas posiciones se presentan como irreconciliables, cuando nada impide combinarlas en proporción variable, atendidas las circunstancias y siempre a la busca de la estrategia y la decisión más eficiente.
Pues bien, en dicho debate, que en el fondo gira sobre el modo de hacer más eficaz la acción política de las fuerzas del cambio, se olvidó una tercera dimensión: la técnica. Para atraer apoyos y adhesiones no solo debe procurarse arraigar en los intereses materiales de los sujetos; tampoco basta con saber generar, a través de la comunicación, una narrativa hegemónica y una atmósfera cultural propicia; hay asimismo que contar con un proyecto racional, esto es, técnicamente viable, para lograr los fines apetecidos, y, sobre todo, deben identificarse con claridad esos fines y trazar la trayectoria jurídica, administrativa y económica adecuada para alcanzarlos.
Para satisfacer este último aspecto los partidos necesitan cuadros, que es justamente lo que escasea en Unidos Podemos (y lo que abunda, por la vía de la externalización que ahora indicaré, en el PP y en el PSOE). De hecho, la gran tragedia de los partidos contemporáneos como dispositivos de representación política es que sus equipos de cuadros se han esfumado. El saber acumulado en la sociedad ya no tiene en el partido un espacio de cristalización proyectiva. En la política actual, los cuadros técnicos, y, por consiguiente, los proyectos de transformación legislativa, los proporcionan las corporaciones, que siempre tienen por esta vía hilo directo con los consejos de ministros y el poder de condicionar la legislación parlamentaria. Así, estudios como el de Lee Drutman (The Business of America is Lobbying: How Corporations Became Politicized and Politics Became more Corporate) muestran cómo, en la política norteamericana, son los lobistas de las grandes empresas los que surten de información a los congresistas y preparan los proyectos normativos que las cámaras terminan ratificando. Y en España las cosas van por idéntico camino.
Parece indiscutible la importancia de esos cuadros encargados de proponer fórmulas viables y de dar forma técnica al sueño del cambio. Sin ellos, las promesas publicitarias de un nuevo país, o la imprescindible recuperación de la movilización social, se quedan cojas. Su mediación se torna además indispensable cuando se trata de proponer una política detallada, consecuente y posible sobre los aspectos fundamentales del cambio: la cuestión laboral, territorial, económica, penal, universitaria, judicial, educativa, sanitaria o de las pensiones. Para ello no bastan las buenas intenciones, ni los eslóganes atractivos, ni tampoco la reorganización de clase; se requiere también un conocimiento solvente de la maraña legislativa nacional y europea, de las experiencias comparadas, de los límites y de las opciones disponibles para practicar el cambio. Se trataría, en suma, de construir esa “utopía reflexiva” y “consciente” que Pierre Bourdieu asignaba como tarea primordial al intelectual crítico en oposición al “activismo por el activismo”.
La importancia de los cuadros para Unidos Podemos contrasta, sin embargo, con su manifiesto desprecio hacia ellos. El único conato de organización de un laboratorio de expertos al servicio del partido fue, según mis noticias, descabezado de mala manera por un conocido gerifalte, después caído en desgracia. También hubo algún modesto intento similar alrededor de Alberto Garzón, bloqueado desde un comienzo por infundados temores de aparato ante el intrusismo. Pero los cuadros de la izquierda rara vez buscan aposento financiado; les mueve la convicción ética. Se hallan enclavados en buena proporción en el medio universitario. No se aguardan, se reclutan. El capital humano movilizado en las nuevas formaciones para vender mejor su producto en las redes podría también destinarse, siquiera en parte, a la búsqueda de los juristas, sociólogos, economistas, pedagogos y politólogos críticos que, con los pies en la tierra y signados por una fuerte especialización, preparen un proyecto de transformación progresista que vaya más allá de los eslóganes de un catálogo de Ikea.
Explorar y desarrollar esta opción, sin desatender por ello las exigencias de la comunicación y la movilización, permitiría moverse en el escenario creado en la actualidad de muy diferente forma. Los dilemas no serían ya si pisar más o menos callos en el PSOE, si parecer más o menos de izquierda, si apostar por mayor o menor transversalidad. Las urgencias marcadas por el diseño de propuestas creíbles de gobernación servirían para trascender estas disyuntivas de difícil salida, a la par que desactivarían parcialmente los rechazos al efectismo vacuo y las campañas del miedo irracional. Cultivando esa vía la dirigencia de Unidos Podemos prepararía una oposición sólida y se haría justicia a sí misma, mostrando que concentra mayor intensidad de mérito y capacidad que cualquier otra de las formaciones progresistas. Y, sobre todo, evitaría el riesgo fatal de caer en la ensoñación de que nos encontramos ante un “proceso histórico irreversible”, que está fatalmente destinado a desembocar en una victoria de la nueva generación política y en un cambio de raíz en nuestra cultura cívica.
Esta creencia determinista en los procesos sociales ineluctables, muy propia de la izquierda, ha sido gran fuente de desmovilización y desencanto, y resulta un tanto inadecuada si es formulada en términos tan partidarios y domésticos, cuando el verdadero e imparable proceso de transformación histórica abierto es el del desbocamiento del capitalismo global. Y para enfrentarlo, alzando contrapoderes políticos e institucionales, no basta con la “retórica”, aquel arma apta para dar “victorias estrepitosas” y afortunadas solo en el “aspecto electoralista de la acción política”; en tiempos de tregua electoral se requiere además, y ante todo, movilización, y también aquella “preordenación técnica minuciosa y orgánica” de la que hablase Gramsci en su apunte La retorica e lo spirito di lotta.
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Sebas Martín es profesor de historia del derecho en la Universidad de Sevilla y miembro del Grupo Ruptura.
Una semana después de las elecciones es probable que quede ya poco que aportar al esclarecimiento del gran interrogante: ‘¿por qué se marcharon a la abstención los votantes que todas las encuestas asignaban a Unidos Podemos?’. Y es posible también que en pocas ocasiones como ésta no quepa encontrar una sola...
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