PEDRO JUAN GUTIÉRREZ / ESCRITOR
“Es imposible que Cuba se mantenga aislada. Esto no es Macondo”
El autor de ‘Trilogía sucia de La Habana’ retrata un país que oscila entre el hedonismo y la miseria, y en el que el encierro cultural convive con la esperanza de un cambio
Javier Molina 4/05/2016
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Algunos dicen que, más pronto que tarde, La Habana se convertirá en un Nueva York caribeño tal y como deseó el escritor cubano Reinaldo Arenas: una metrópoli en todo su esplendor, con fabulosos teatros, restaurantes de todo tipo e inmensos mercadillos populares. Otros la comparan con Barcelona y esperan que la cultura y el mar se fundan en una urbe moderna y cosmopolita. Los más pesimistas hablan de Miami, Puerto Rico o Santo Domingo, los espejos urbanos más cercanos.
A Pedro Juan Gutiérrez (Matanzas, Cuba, 1950) le gusta tal y como es: sucia, vivaracha y hedónica. Así la radiografió hace casi veinte años en su Trilogía sucia de La Habana (Anagrama, 1998) –el libro que le condujo al éxito internacional– y así la sigue disfrutando hoy desde su azotea con vistas al malecón.
Por las calles desconchadas del centro de La Habana, el espectáculo humano es estridente: un hormiguero en plena ebullición, decorado con fachadas neoclásicas carcomidas por el salitre, una basura omnipresente, las prendas de colores que cuelgan en los balcones, el ruido y la furia del sol que hierve cráneos y provoca lipotimias hasta en la noche. Nadie tiene prisa porque nadie va a ningún lado, todos parecen tramar algo en la quietud alborotada de las calles: ese negro con porte de boxeador que te mira amenazante, ese viejo santero que parece hablar con las abejas y hasta esa mulata despampanante que se contonea con superioridad y alevosía.
Allí, en lo alto de un edificio mordido por el tiempo, vive Pedro Juan Gutiérrez, uno de los escritores cubanos más respetados y traducidos en el extranjero. El centro de La Habana es el escenario de casi toda su obra, desde la mencionada Trilogía, hasta El Rey de La Habana (1999) y Carne de Perro (2003). Hace pocos meses salió a la luz su última obra, Fabián y el caos (Anagrama), que nos ubica en Matanzas, la provincia de su infancia.
Gutiérrez abre la puerta en tirantes, con gesto fruncido pero amable, luciendo en su brazo derecho un tatuaje de una serpiente enroscada en una espada. Tiene 66 años, pero uno puede divisar el porte del antiguo bucanero, mujeriego y peleador: es corpulento y calvo, algo pálido pero indudablemente caribeño; en su rostro irradia el fulgor de algún antepasado negro, ojos grandes, nariz chata, mandíbula potente, cráneo esférico y rotundo. Algo en él –su mirada, su sonrisa, su energía– recuerda poderosamente a René, el vocalista de Calle 13.
Enseña orgulloso su azotea, desde la que se disfruta de una vista panorámica y privilegiada al malecón habanero, al faro y a la muralla colonial. Allí vive desde hace treinta años. Ese es el eje neurálgico de tantas borracheras, orgías y excesos materializados en una prosa directa que fluye como un tsunami, golpea y arrasa con todo.
–¿Cómo llegó el éxito de Trilogía sucia de La Habana?
–Me era imposible publicarlo en Cuba, así que lo envié a Barcelona. Yo soy escritor gracias a que existe Herralde, Anagrama y España, porque este libro aquí nunca se hubiera permitido. Allí salió sin censura. No me quitaron ni una palabra.
Antes de convertirse en escritor, Gutiérrez malvivió como vendedor de helados y periódicos, instructor de kayaks, cortador de caña de azúcar, obrero agrícola, soldado, locutor y periodista. También, si nos fiamos de los relatos que él mismo reconoce autobiográficos, ejerció de jinetero ocasional, compitiendo con los negros superdotados por captar extranjeras calientes y adineradas. El autor se desnudó en cada una de las páginas de Trilogía, que aún hoy pulula como versión pirata en las esquinas de La Habana. En 2018 el libro cumplirá 20 años y no ha dejado de reeditarse en el extranjero. “Ojalá para entonces la apertura sea mayor en Cuba y acepten publicarla aquí”, me cuenta cuando nos sentamos en el salón de su casa. “Las autoridades le siguen teniendo pánico a mi novela. Siempre se niegan a editarla. Dicen que no es el momento todavía”.
La vida de Pedro Juan, como la de todo Cuba, experimentó un punto de no retorno a partir del llamado periodo especial de los años noventa, años de hambre y penurias coincidentes con la desintegración del gran aliado: la Unión Soviética. “En ese momento hay una decepción generalizada”, me cuenta.
–¿Creyó en Castro alguna vez?
–Yo de joven estaba completamente entregado al proyecto revolucionario, pero tras la caída de la URSS la vida cambió abruptamente, violentamente. Hasta ese momento había un gobierno paternalista, pero de repente cayó y fue un shock: no había nada para comer, todo se volvió difícil. Muy difícil. Yo empecé a escribir la Trilogía en el 94 al amparo de esta frustración. Fue el año de los balseros, del éxodo. Fue muy humillante. Me sentí muy, muy, muy mal. Escribí como una venganza, con mucha furia, sin concesiones.
A partir de entonces, el pueblo cubano se desencantó: los homosexuales empezaron a hacerse respetar más. También los santeros y los opositores.
–¿Cuál fue el momento más duro de su carrera?
–Esa etapa en la que escribí la Trilogía fue una etapa de crisis, mucho alcohol, depresión e ideas suicidas. Estoy vivo de milagro: era muy borracho y tenía mucha promiscuidad. Fue un momento tope, un frenesí, un veneno. El exceso y la euforia me llevaron demasiado lejos.
Leyendo sus historias de lujuria y ansiedad extrema, sorprende aún más escuchar su voz pausada, clara, su acento preciso, su quietud serena.
–Ahora se le ve muy tranquilo y sosegado.
–En 2006 perdí amigos, tuve problemas con la familia, de todo. Decidí cambiar y lo hice en un día. Me pasé un año entero sin beber y practicando budismo japonés que me ayuda mucho a estar positivo, a concentrar energía y a ser más feliz. Pero tampoco soy un santo. Tengo ratos en los que soy un diablo, otros soy un buda. A veces hay que emborracharse y otras hay que mandarle al carajo a alguien. Pero siempre mantengo un centro al que poder regresar, un equilibrio.
–¿Cómo llegó esa vocación hacia el budismo?
–Siempre tuve vocación mística, primero era religioso, después marxista y al final me incliné por el budismo. Pero al principio lo hacía mal: practicaba budismo por la mañana y por la noche me traía a las negras de centro Habana y nos tirábamos toda la noche como dos fieras. ¿Has paseado por aquí abajo? Toda la locura del mundo está en este barrio.
Este escritor duro y tierno se negó a acudir al histórico concierto de los Rolling Stones, celebrado el 25 de marzo pasado: “Ya soy un señor mayor, no me gustan las moloteras”, dice, refiriéndose a las multitudes. A pesar de su negativa, le alegra que los famosos rockeros hayan visitado su querida Habana. “He sido muy rockero, de AC/DC y Led Zeppelin. Es buenísimo que vengan los Rolling y que terminen su carrera aquí en Cuba y de forma gratuita. Además, el éxito de este concierto va a dar una lección a mucha gente oficialista y paralizada en el tiempo. Me dan repelús”.
Cuando habla de oficialistas, se refiere al sector progubernamental compuesto por asociaciones culturales y artistas amigos del régimen: “Hay en Cuba una brecha entre cultura oficial y cultura real. Los oficialistas privilegian a sus amigos artistas y escritores revolucionarios que casi siempre son desconocidos fuera de las fronteras insulares”. A pesar del maltrato y el sinsentido burocrático, el autor se muestra optimista con respecto al futuro de su país. “Poco a poco hay más apertura, cada vez hay más acceso a Internet. Soy positivo en cuanto a lo económico y lo cultural”, celebra el escritor.
–¿Tiene esperanza en el cambio?
–Sí, todo este proceso de restablecimiento de relaciones con Estados Unidos está yendo despacio, y creo que así debe ser. Porque todos los conflictos que pasaron en 50 años no se pueden resolver ahora en un año. Yo creo que necesitamos diez años. Yo creo que si regresas por entonces verás cambios interesantes.
–Dicen que Cuba va a convertirse en una especie de Barcelona con toques de Nueva York.
–No me gustaría. La prefiero tal como es, pero es imposible mantenerse aislado. Hay que aceptarlo: esto no es Macondo. Hay pros y contras en la llegada del capitalismo. El proceso civilizatorio es implacable.
–¿Nunca pensó en marcharse? ¿Ni siquiera en los malos tiempos?
–Nunca. Afortunadamente después de escribir la trilogía pude viajar a muchos países. Y cada viaje fue suficiente para amar más a mi país, a mi gente, mi casa con vistas al Malecón y al mar. Me siento muy bien aquí.
–¿Qué es lo que tiene Cuba que no tenga el resto del mundo?
–[Pensativo, aplaza su respuesta.] Es difícil de explicar. Hay como una alegría, una confianza. Es una sociedad basada en las relaciones humanas, no en el dinero. Aunque ahora probablemente cambie.
En su trilogía da otra explicación más visceral, pero también más concluyente: “Al cubano se le hace difícil vivir en otro sitio. Aquí pasas hambre y te hundes en la miseria. Pero la gente es otra cosa. Como esa mulata. Debe tener veintitrés años pero cuando tenga cuarenta o cincuenta seguirá igual de hermosa. Y sabes que está ahí y puedes amarla algún tiempo y ser felices los dos. Mientras dure”.
Las calles de La Habana lucen diferentes, después de haber leído la Trilogía de La Habana sucia: más cuando algunos nuevos cubanos escuchan algunos de los fragmentos más fuertes del libro. Hay escenas orgiásticas, escatológicas, repugnantes. Todos reaccionan con pasmo o gesto de repulsión. “Tremenda cochinada”, exclama una amiga mulata. “Se bota de salao”, añade un taxista, poniéndose el dedo en la sien. “Preséntame a ese loco”, dice un borracho en un bar.
Pero todos ellos, sin excepción, acaban reconociendo que el libro refleja a la perfección la vida cotidiana de esa urbe incomparable. Todos acaban pidiendo el libro prestado o apuntándose el título para buscarlo en versión pirata en las esquinas de la ciudad. Todos podrían ser personajes de Pedro Juan. La obra maestra del cubano aún no ve la luz en Cuba, pero su autor puede estar contento: sus letras pululan imparables por los senderos oscuros de la insubordinación habanera.
Algunos dicen que, más pronto que tarde, La Habana se convertirá en un Nueva York caribeño tal y como deseó el escritor cubano Reinaldo Arenas: una metrópoli en todo su esplendor, con fabulosos teatros, restaurantes de todo tipo e inmensos mercadillos populares. Otros la comparan con Barcelona y...
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