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Pensar en el verano es pensar en la playa. Es inevitable. Incluso si usted es una de esas personas que prefieren pasar la época estival en algún gélido destino rodeado de nubes y caras largas, el verano seguirá rezumando a playa en su cabeza. Es precisamente el hecho de no poder dejar de asociar la playa al verano, el verano a la playa, lo que le lleva a hacer la maleta e irse. Para quienes la dicotomía entre verano y playa no es tal, les propongo un ejercicio. Traten de devolver a su mente el primer recuerdo que tengan en la playa. El primer recuerdo que les acompañó en aquel castillo de arena, les revolcó entre las olas o les sacó de la sombrilla para corretear entre neveras y esterillas.
Estoy en El Puerto de Santa María, en Cádiz. Llevo un cubo con agua en una mano. Con la otra voy recogiendo almejas y berberechos de la arena que voy metiendo dentro del cubo. Es fascinante. La arena está llena de burbujitas que me indican dónde encontrar los moluscos. Unos metros más adelante, dentro del agua, unos hombres sostienen unos pinchos metálicos muy largos que van introduciendo en la arena. Me acerco y me cuentan que los utilizan para sacar las navajas. Hacen una demostración y me dan una que, tras observarla detenidamente, va también al cubo. Continúo mi paseo bajo la atenta mirada de mi madre, que debe estar pensando en la batalla campal que se librará momentos más tarde cuando tenga que vaciar el contenido del cubo antes de volver al apartamento.
Las moscas de Roquetas de Mar. Las tardes de resaca en la playa de aquel festival de verano al que fuimos por primera vez. Los mosquitos de Matalascañas. Las tarrinas enormes de helado después de cenar. El baño de madrugada. El fuego en la playa. La música. La picadura de medusa en La Manga. Volver a La Manga, diez años después. El enésimo viaje de instituto a Nerja. Perder al grupo. Enamorarnos. Los todo incluido del Algarve. Locura portuguesa. Los todo incluido de un poco más arriba del Algarve. Encanto portugués. Los pedruscos de las playas de Granada. El agua helada gallega de Sanxenxo.
La sal pegada al cuerpo. Las chanclas llenas de tierra. El baño en la piscina del hotel después de la playa. Beber cerveza de litro tirado en la arena. La previa es a un partido de fútbol lo que la sangría a la siesta. Chiringuitos. Sardinas asadas. Humedad. Abrigos para el paseo de por la noche. Jugar a las palas. Quemarnos. Volvernos a quemar. Ver los anuncios de Estrella Damm y pensar, “mis veranos son menos glamurosos, pero al menos son de verdad”. El olor a crema solar por todo el cuerpo. El olor a agua salada. El olor a vacaciones. El olor a playa.
La playa da forma al verano. No por la fuerza de las olas, sino por su función de nexo común a nuestras historias. La suya, la mía. Las historias de quienes alguna vez se acercaron a la costa huyendo del calor y se fueron de allí deseando que hiciera sol durante todo el año. Las historias, también, de quienes pusieron todas sus ganas y esfuerzo para llegar a vacaciones e irse a la playa. Aquí sabemos de eso. Nuestras ilusiones, nuestro descanso, nuestras playas. Qué mejor marca España que esa.
Es difícil decirle algo sobre el verano que aún no haya experimentado. Ya habrá leído sobre lo desagradable que es el turismo masificado, casi despreciando a quien elige pasar sus vacaciones en uno de esos destinos; de lo poco que ve uno subido a un crucero, como si hiciera falta ver algo dentro de un barco que sirve comida y bebida a todas horas y tiene discoteca por la noche; de los eternos excesos de la juventud. Habrá leído sobre playas que quitan el sueño y sobre sueños en la playa. Sobre aquella noche de verano en la que nunca estuvo y en la que siempre quiso estar. Estaba en otra parte. Contemplando otra orilla. Otras estrellas.
Es algo mágico, casi etéreo. Algo que dejar en nuestra memoria para siempre, a lo que mirar siempre con ahínco. Esperando al siguiente. El verano es un enorme cúmulo de nostalgias. La RAE dice que la nostalgia es algo así como la “tristeza melancólica originada por el recuerdo de una dicha perdida”, pero la nostalgia es también una manera de mantenernos a flote. El combustible necesario para afrontar la pesadez y la dificultad de levantarnos cada día, en forma de reminiscencias que nos asaltan constantemente. La tristeza, sí, pero también la esperanza de volver a vivir instantes tan mágicos como los que evocamos a través de esa nostalgia. Recuerdos, al fin y al cabo, para cerciorarnos de que estamos vivos.
Pensar en el verano es pensar en la playa. Es inevitable. Incluso si usted es una de esas personas que prefieren pasar la época estival en algún gélido destino rodeado de nubes y caras largas, el verano seguirá rezumando a playa en su cabeza....
Autor >
Manuel Gare
Escribano veinteañero.
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