CINE DE VERANO
‘La gran belleza’. Todos los veranos de la juventud
¿Qué seguimos buscando en el carnaval diabólico de cada noche? Quizás la vieja intuición de que todo es “sólo un truco”
Miguel Ángel Ortega Lucas 27/07/2016
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Qué es lo que buscamos; qué acechamos; qué anhelamos encontrar siempre, incansables, al caer la noche azul del verano, al adentrarnos en la placenta de licor y furia de la noche del verano. Qué sortilegio o redención tratamos de apresar, como una luciérnaga imposible, por entre el bosque de los cuerpos, la madrugada escandalosa, la noche del verano como una serpiente lúbrica cerniéndose sobre la fiesta, a punto siempre de derretirla, o desvanecerse sola (ese espejismo cruel que mata el día, la primera luz del amanecer revelando el saldo del desastre).
Me pregunto todo esto, absorto, al poco de empezar la película, aquí al aire libre, en este cine en algún lugar del Mediterráneo donde parece no existir el tiempo: así estaba en mi infancia, así en la adolescencia, así todavía. Las paredes blancas, como la pantalla misma, de muros altos; sólo algún árbol o enredadera furtiva asomando sobre ellos, y arriba, por todas partes, adonde quiera que mires, el cielo solo, la bóveda anocheciendo, como una caja de zapatos a la que hubieran hecho agujeritos para que podamos respirar mejor aquí abajo, estas noches, los pájaros sin nido. También la Luna llena, los asientos que son sillas de plástico de terraza (algo hemos avanzado: antes eran potros de tortura de la Inquisición), y a nuestra espalda, justo debajo de la sala del proyector, la pequeña tienda con refrescos, helados y chucherías que todavía atiende, algunas noches, la misma belleza altiva, algo mayor que nosotros, que tanto nos fascinaba de niños. (Ahora es ella la que tiene un niño: la vi el otro día con un carricoche por el paseo marítimo; nos miramos un segundo sabiendo que los dos sabemos quiénes somos, aunque no lo sepamos.)
Los asientos que son sillas de plástico de terraza, algo hemos avanzado: antes eran potros de tortura de la Inquisición
Me pregunto todo eso, empezada ya la película, al tratar de descifrar de qué va exactamente (qué busca, qué busca) ese hombre de traje blanco y sonrisa de golfo imperial que baila (es un decir) en la pantalla, presidiendo un carnaval muy parecido al que debe de montar Belcebú en el infierno las fiestas de guardar. Pero el hombre ya entrado en años de la pantalla es un solitario rodeado de gente, un vampiro secreto celebrando una orgía de la que nadie saldrá vivo; tampoco él. Alguien que aspira –puesto que todo es embrión de un fracaso futuro, puesto que el tiempo es la recaída de una larga dolencia, según Rilke– no sólo a participar en las fiestas, sino a “tener el poder de hacerlas fracasar”. Y levantar después un vaso último como saludo a la belleza de la ruina.
Lo conocemos, sabemos quién es: forma parte de la misma cofradía. Con “todos los mapas de la carne y de la sangre colgados en la puerta” (maestro Cohen), en el crepúsculo del verano los templarios del deseo se encomiendan al dios que tengan más cerca, se preparan para la vieja ceremonia –siempre distinta, siempre la misma– de buscar lo que rara vez existe, de esperar lo que saben no llegará (casi) nunca. Pero en ese casi entre paréntesis velan su fe descomunal: puede aparecer, eso que buscan –esa mujer o ese hombre, esa aventura, ese otro vampiro mellizo–, en cualquier rincón de la madrugada espectral, justo cuando menos se esperaba el milagro. Por eso fatigan, si es necesario a solas, la noche del verano hasta el último antro disponible, hasta agotar las posibilidades últimas del coraje y quizá, vencidos ya, de la humillación.
Lo normal, sí, es que acaben, como ese rey mundano de la pantalla, paseando por el amanecer flagrante y desierto de la ciudad, resistiéndose aún a volver a su guarida. Y mientras recorren las calles opacas del sol, insolentes de nada, que horas antes parecían esconder tantas cosas, vuelven a preguntarse qué es lo que les ha llevado a repetir otra vez, otra vez mil el círculo diabólico; la derrota supurándoles y poniendo todo perdido mientras se miran al espejo negando, antes de llegar a la cama.
Pero lo tuvimos alguna vez, eso que buscamos sin tregua: la fe que nos sostiene radica precisamente en que fue real, estuvo aquí alguna vez. Alguna vez nos bañamos, como el joven Jep Gambardella, en una cala agreste, o junto a las rocas del espigón del puerto, bajo la mirada atenta de una muchacha rubia acompañada de un perro pequeño y blanco. (Era justo enfrente de este cine, en un jardín con poca luz, donde aprendíais los dos juegos de manos, en noches así, con el rumor único de la película a lo lejos: quizás Nicole Kidman gritando despavorida al descubrir que todos somos fantasmas). Puede que al volver a tu pueblo en septiembre le escribieras una carta desaforada jurándole amor eterno y que ella no te respondiese jamás; puede que fuera ella la que volviera a buscarte, algunos veranos después y cuando ya nadie la esperaba: nunca se sabe.
Nunca se sabe tampoco cuándo puede olerse a mar en la Gran Vía, o cuándo puede uno ver romper las olas en el techo de la alcoba en penumbra de Justine (¡Ah, la miseria de los puertos y los nombres que evocan cuando no se tiene parte alguna adonde ir!). Pero habrá noches silentes en que no oiremos nada, nada; varados en una angustia que se parece demasiado a la de llegar al lunes sin los deberes hechos, o a septiembre sin el plan que nos salve de repetir curso, de repetir error. Esperaremos entonces la más mínima oportunidad para volver a la fiesta, al carnaval diabólico de la noche del verano (cualquier cosa para no caer en el vacío, para no pensar que la vida está siempre en otra parte, que nos estamos perdiendo algo que lo cambiaría todo), donde volveremos a perdernos, y a perder al fin, otra vez, al contemplar a una hetaira de Babilonia bailando entre las antorchas y los cálices: bailando, por supuesto, con el más idiota de ese bar –los idiotas siempre son los otros–.
(Recordarás entonces, como un oráculo, aquella noche en que encontraste a una zíngara de ojos verdes encendiéndose en lo oscuro; la piel de bronce ardiendo, los brazos tatuados de pantera; su voz susurrando, antes de desaparecer: Si nos debemos encontrar, nos encontraremos.)
Y no sabrás ni sabrá aquélla (¿recuerdas?), nunca, qué fue lo que sucedió esa noche del verano remoto en que perdiste el papel en que te escribió su dirección (idiota); tratando luego, como un mendigo, que fuera la luna el farol que te llevase hasta su casa. [“Madame Ardant…”, musita Gambardella, atónito, al cruzarse en la noche, en una escalinata solitaria, con un bellísimo espectro envejecido quizás en otra película. Ella le mira con ternura dos, tres segundos, infinitos, antes de decir “Bonne nuit”, darse la vuelta, y seguir camino.]
Jep Gambardella comienza a intuir que nunca se acaba nada en realidad; que nada se termina
Recuerdo, pienso, vislumbro todo esto ahora, aquí, sentado solo en este cine de verano –a media entrada esta noche–, un poco triste, un algo emocionado, echando de menos que alguien me llame ahora por mi diminutivo (“Porque un amigo debe hacer sentir al otro como cuando era niño de vez en cuando”, le dice su amiga a Jep), pues es cierto que todos estamos buscando eso, también; a veces lo tenemos: esa conmovedora tribu de cómplices en la misma derrota, en la tácita dignidad de fingir que aún puede durar la fiesta después de tanto naufragio, de tanta devastación como hubo.
Pero también pienso todo eso preguntándome qué es, qué seguimos buscando entre el perfume y la furia de cada noche, tantos siglos de corazón a pie, al tiempo que Jep Gambardella comienza a intuir que nunca se acaba nada en realidad; que nada se termina. Que seguimos bañándonos, tras tanta muerte, en la misma cala en que fuimos héroes.
–¿Por qué no ha vuelto a escribir un libro? –pregunta al paladín mundano una monja, una santa centenaria que ya conoce el nombre de todas las pasiones de este mundo.
–Buscaba la gran belleza. Pero no la he encontrado.
–¿Sabe por qué sólo como raíces? –repone ella, como si hubiera cambiado de tema–. Porque las raíces son importantes.
Tanto, como que sólo al retornar al origen encontramos el corazón del laberinto; y, si lo merecemos, si estamos listos para ello, su salida.
Regresa el viejo Gambardella a su cala adolescente, como Ulises a Ítaca (mas sabiendo bien ya, como quiso Cavafis, qué significan las Ítacas), y entendemos nosotros también, de golpe, estremecidos en el asiento bajo las estrellas, que lo que siempre hemos estado buscando no llegamos a perderlo jamás, aquí dentro, “escondido bajo los murmullos y el ruido, el silencio y el sentimiento, la emoción y el miedo; bla, bla, bla, bla…”.
Aquí dentro, palpitando aún con fuerza indemne, “los débiles e inconstantes destellos de belleza”. Todos los veranos de la juventud. Que aún pueden vivirse y escribirse e inventarse íntegros, como éste, porque todo es al fin –el verano, el cine, la vida– sólo un truco (la piel de gallina al entenderlo otra vez, amiga, al cerrar los ojos, como él en la pantalla). “Sólo un truco”.
Qué es lo que buscamos; qué acechamos; qué anhelamos encontrar siempre, incansables, al caer la noche azul del verano, al adentrarnos en la placenta de licor y furia de la noche del verano. Qué sortilegio o redención tratamos de apresar, como una luciérnaga imposible, por entre el bosque de los cuerpos, la...
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Miguel Ángel Ortega Lucas
Escriba. Nómada. Experto aprendiz. Si no le gustan mis prejuicios, tengo otros en La vela y el vendaval (diario impúdico) y Pocavergüenza.
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