La agonía del mediapunta
Cicatrices
En muchas ocasiones, las prisas nos impiden volver a mirar nuestras cicatrices. Caeremos y nos levantaremos, prometimos. Ya estamos de nuevo en pie
Emilio Muñoz 15/06/2016
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De repente un día, al levantarnos, nos dimos cuenta de que la herida había dejado de sangrar. La carne maltrecha había sido capaz de sanar, a pesar de que en su momento pensamos que nunca lo haría. El tejido no llegó a infectarse pese a la injusta insalubridad del mordisco que el rival nos propinó. Donde antes había una lesión fresca y viva, quedaba ahora una cicatriz a la que nos acabaremos acostumbrando, como a todas las demás.
Los espejos guardan en su interior miles de cicatrices en las que diariamente no nos fijamos. Hay ciertos días en los que uno vuelve a descubrirlas como si fueran totalmente nuevas o tal vez antiquísimas. Las hay, incluso, que nos son devueltas cuando nos miramos pese a no ser nuestras propiamente. Son las de nuestros mayores, como la de Bruselas. La mía de esa final está en el costado derecho y recorre las dos últimas costillas antes de llegar al abdomen. Tiene un aspecto irregular, como si hubiera sido mal cosida. Juraría que puede leerse en ella un nombre impronunciable. Algo así como Schwarzenbeck, letra más, letra menos.
A lo largo del cuerpo encuentran cobijo muchas otras cicatrices que causaron dolor, pero en una medida menor. Tenemos marcas de arbitrajes parciales, tenemos un gol legal anulado a Perea en una rodilla y hasta un recuerdo de la intervención judicial que probablemente apareciera cuando la Guardia Civil entró en la zona noble del Calderón con el ímpetu que sus ocupantes merecían sobre una ceja. Hay un par de ellas a las que tenemos especial cariño. Una se manifestó tras un descenso anunciado en Oviedo y tiene la misma forma que aquellas lágrimas de Hasselbaink. La otra es más parecida a una quemadura producida por el sol de una tarde de Getafe en la que la ilusión se tornó impotencia. Nos gusta revisarlas de vez en cuando para saber de dónde venimos y dónde estamos.
La mayor de todas las que teníamos hasta hace unos días venía de Lisboa. Se encuentra al lado del corazón. Parece la cicatriz resultante de una herida hecha cuando nadie lo esperaba. Una herida en el descuento. Nunca pensamos que pudiera haber ninguna que doliese tanto como esa. Nos equivocamos. La nueva cicatriz, la que ha dejado de sangrar hace unos minutos, como quien dice, superó con creces el dolor de la anterior. El desgarro fue más profundo, más lacerante. Recorre en paralelo el camino del esternón y finaliza su trazo casi en el estómago, allí donde nos dejó el nudo inexplicable con el que volvimos de Milán.
Cada mañana, todos nos enfrentamos con nuestra imagen reflejada. En muchas ocasiones, las prisas nos impiden volver a mirar nuestras cicatrices, pero a veces, como hoy, uno encuentra un momento para estudiarlas de nuevo. Allí están todas. Mirándonos como testigos mudos. Fueron dibujadas en nuestra piel con infinito dolor. De vez en cuando, nos hacen sentir un cosquilleo atenuado por el tiempo, un recuerdo del daño pasado. Al mirarlas, volvemos a pensar en que no fueron capaces de matarnos, por increíble que pareciera. Hemos sido capaces de acostumbrarnos a ellas y, mientras tanto, ocupamos la mente en pensar en un nuevo goleador, en descifrar las palabras de Simeone tras la final o en pasar el verano de la mejor manera posible, siempre con la abstinencia rojiblanca acechando. Caeremos y nos levantaremos, prometimos. Ya estamos de nuevo en pie.
Emilio Muñoz es autor del blog La agonía del mediapunta
De repente un día, al levantarnos, nos dimos cuenta de que la herida había dejado de sangrar. La carne maltrecha había sido capaz de sanar, a pesar de que en su momento pensamos que nunca lo haría. El tejido no llegó a infectarse pese a la injusta insalubridad del mordisco que el rival nos propinó....
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