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Vista sobre el río Tévere
Elisa MoraEn CTXT podemos mantener nuestra radical independencia gracias a que las suscripciones suponen el 70% de los ingresos. No aceptamos “noticias” patrocinadas y apenas tenemos publicidad. Si puedes apoyarnos desde 3 euros mensuales, suscribete aquí
Paquetes de viaje con todo incluido. Todo está resuelto. No tienes que pensar mucho, cada día a la hora prevista sucederá lo que está escrito en el folleto, harás muchas fotos y las compartirás. Al final, volverás tan satisfecho como te prometía la propaganda del viaje que habías comprado. Y darás la lata a tus amigos varios días. Pero, ¿y si viajar consistiera en otra cosa? ¿Si prefirieras no saber muy bien qué va a pasar, ni dónde vas a ir, ni dónde vas a dormir, ni con quién vas a estar? ¿Qué pasaría si eligieses llenarte de la experiencia de conocer otros sitios, conectar con otras personas y otras costumbres? Claro que para eso hay que atreverse.
Dicho esto viene al caso traer a estas líneas algunos recuerdos de un viaje a Italia en 1978. Tenía muy poco, o casi nada, previsto. Un billete de tren, con la vuelta abierta, en el transalpino con destino a Roma; una bicicleta que iba en el vagón trasero para moverme por las ciudades y poco dinero. Sin compañía, aunque cierto es que había comentado en algunas reuniones de amigos que estaría por Roma en el verano y a lo mejor alguien aparecía en una cita imprecisa del tipo: «Por la tarde pasaré por las escaleras de la Piazza degli Spagnoli a tal hora». Paquete «poco incluido», por tanto. Es decir, que lo único esperable era que a cada día le diera por sorprenderme.
Dos días viajando en un compartimento para ocho personas, en el que entraba y salía gente que hacía trayectos más cortos, eran como personajes de comedia que entraban en escena, representaban su papel y acababan saliendo. En aquellos tiempos, el buen gusto consistía en saber guardar las distancias y poner a la gente en su sitio. Cuando se daba este caso imperaba la incomunicante situación de las caras impasibles y las miradas furtivas. Pero también había quien irrumpía diciendo «Aquí estoy yo», sin pudor alguno. O los grupos, que invadían el compartimento trasladándonos su juego de relaciones dentro del escenario, sin importarles que hubiera observadores no participantes. Confieso que aún hoy en día me gusta ir en metro y cruzarme con otras vidas y sentir que la mía es una más, imagino quiénes serán ellos y qué les ocurre en la actualidad; normalmente esto ocurre hasta que se disipa su presencia en la siguiente parada.
Tenía en aquella ocasión, además, un propósito muy erudito para mi visita a Roma. Yo era así, por las mañanas, un apretado programa muy pensado: que si ver cómo Niccolò Circignani representa el tratado de los instrumentos de martirio de Baronio en la basílica de Santo Stefano Rotondo, que si visitar el Oratorio de los Filipenses para comprender al Borromini más delicado, o comprobar cómo envolvían la fachada de Santa María della Pace los edificios circundantes, y así sucesivamente. Un plan para parte del día, no lo puedo negar, y lo fui cumpliendo con gran placer.
Procuraba reducir mis gastos a nada, por eso, tras una primera noche de pensión, preferí dormir en los jardines de Villa Borghese. Muy ingenuo. Bien entrada la noche, sentí cómo alguien estaba cortando mi saco de dormir para sacarme la cartera mientras dormía y tuve que coger la cadena de la bicicleta para enfrentarme a un grupo que pretendía robarme. No tuvieron éxito y se dieron a la fuga, pero ya no pude dormir. Las siguientes noches salía a las afueras de Roma con la bicicleta y dormía en los parajes aislados y solitarios que me parecían más seguros. Era el atrevimiento del que piensa que a él no le puede pasar nada ―pienso ahora―, esa patología temporal a la que llaman «complejo de invulnerabilidad».
Una noche me aposenté en una colina boscosa cerca del estadio olímpico y pude presenciar algo que nunca he vuelto a ver, por suerte, ya que me parece una de las distracciones más abominables de los europeos. Asistí desde arriba a una ruidosa manifestación de primitivismo, con gente que profería ruidos guturales y cantaba canciones simplonas. Era lo que ustedes llaman con deleite un partido de fútbol, del que recuerdo las luces y la masa de gente vociferando. Hubiera preferido olvidarlo, pero no es así.
Dedicaba las tardes estrictamente a estar, a vagar sin rumbo, a llegar a donde me llevara la casualidad o la atracción de las calles y rincones que atravesaba. Mala práctica para conseguir mantenerse en la vida solitaria que buscaba.
Me piden que recuerde un incidente en el Trastévere que generó una tensa e interminable situación. Estaba en una plaza acompañado con mi bicicleta, que siempre me seguía sin rechistar, y sentado en un rincón de las escaleras que rodeaban una fuente situada en el centro. Cerca, un grupo muy ruidoso y numeroso de jóvenes se divertía. Yo estaba contento presenciando el bullicio y viendo al fondo la fachada de Santa María in Trastevere. Un chico de torso muy fuerte y brazos musculosos se acercó en su silla de ruedas y empezó a decirme cosas que entendía a duras penas y que esencialmente creí interpretar como lo siguiente: «No hay derecho, tú vienes aquí con tu bicicleta y te mueves por todos sitios, yo en cambio no puedo porque no me lo permiten mis piernas. Y, como esto es muy injusto, me quedo con la bicicleta». En ese momento, adelantó su mano y cogió mi velocípedo por la barra central, la asió con todas sus fuerzas mientras yo hacía lo mismo para impedírselo. Al fondo el numeroso grupo bebía y se divertía observando la escena. Reuní paciencia y empezó un diálogo de sordos, dificultado no sólo por el idioma, sino también por el estado poco lúcido del fortachón, aunque discapacitado, contrincante. La absurda conversación se eternizaba y no encontraba salida. Hubo un momento en que intenté quitarle las manos de mi bici y pegué un tirón, pero no sirvió para que la soltara, al contrario, tuvo consecuencias aun más preocupantes. Al tirar, él se había aferrado más fuerte, se había caído de su silla de ruedas y podía ver que no tenía casi piernas y se había quedado colgando de la barra, sus amigos se aproximaron y todo el bullicio de la plaza empezó a converger hacia esta situación. «Un joven turista tiene problemas con Renzo», todos querían saber qué pasaba. Renzo seguía colgado de la barra y me decía que no me iba a marchar de ahí, moviendo la cabeza para remarcar el no, insistía en que era injusto. La reacción que me esperaba no se produjo, milagrosamente sus amigos no le apoyaban. Probablemente no era la primera vez que la montaba después de beber algo más de lo que podía asimilar con normalidad. Y empezó una absurda situación en la que todos intentaban convencerle de que yo no tenía la culpa de tener piernas, de que debía dejarme marchar. Pero no, la situación se había prolongado mucho; también se impacientaron sus amigos. En mi desesperación ya estaba seguro de haberme quedado sin mi instrumento de transporte. Finalmente, comenzó la tarea de arrancar a Renzo de mi bici. Pero sus brazos eran muy fuertes, sus amigos tiraban de él por un lado, mientras yo tiraba por el otro con la ayuda de otra persona. Ni aun así le desasíamos. Sus amigos fueron obligándole a soltar dedo por dedo y cuando conseguimos acabar de arrancarle cayó en un triste llanto mientras repetía que no había derecho. Podrán comprender que no me quedara a comprobar cómo terminaba la cosa y, como supondrán, escapé de tan angustiosos y prolongados acontecimientos.
Recuerdo otra noche en los jardines de Villa Ada. Éste no suele ser visitado por mucho viajeros, es hoy más bien un jardín de vecindad. Había un concierto gratuito de reggae de uno de los muchos seguidores de Bob Marley. Estaba lleno de etíopes y latinos que bailaban con tanta soltura que parecía que ni siquiera lo hacían. Me paró la policía, se preguntaban qué hacía un blanco solo en medio de un recital como ése y además un hombre que llevaba la cadena de la bici en bandolera. Debieron creer que era un racista o algo parecido. Por cierto, qué jardines más bonitos.
Está claro que da igual que haya millones de turistas en una ciudad. A excepción de los cuatro sitios más visitados, el resto de la ciudad queda al margen, se encuentra perfectamente a salvo para el que de verdad quiera disfrutar de algo más que de los lugares comunes.
Se viaja mejor solo, si lo que quieres realmente es lo mismo que buscaban los grandes viajeros. Cuando vas con amigos o familiares no haces otra cosa que trasladar tu habitáculo a otro sitio, pero es el mismo mundo el que trasladas aunque varíe el paisaje. Desprotegerse de esa coraza para viajar sólo se consigue si no la tienes, si no te ampara y atrapa, dificultando la tarea del que quiere hacer algo más que turismo.
Una concatenación de acontecimientos me fueron conduciendo por otros derroteros y me vi envuelto en un grupo de excelentes personas que me acogieron y me llevaron de un lado para otro. Se confirmó eso de la grandeza de la gente de Italia, su carácter amigable y desprendido.
Un día me encontré con Danilo, un joven violinista que acabó ejerciendo de titular en grandes orquestas y que, por aquellos tiempos, bajaba de vez en cuando a la Piazza Navona para sacar algún dinero. Él me brindó su amistad y alojamiento en una casa que le cedía su mecenas, allí además comíamos lo que yo compraba ya que ellos no andaban bien de dinero por aquel entonces. También conocí a Enzo y su novia Viviana, Enzo era un pintor y funcionario ―aunque no frecuentaba mucho su trabajo y eso le dejaba tiempo para acompañarme a todas horas―, que manejaba un cinquecento y se subía por las aceras. Con él viajé a su estudio que se encontraba en un precioso pueblo antiguo de las afueras de Roma, viajamos a Orvieto con un grupo grande que se había ido formando en esos días y cenamos en el sótano de una casa que era en realidad una antigua tumba etrusca. Con él participaba en reuniones de amigos en las casas, algo que les gusta a los jóvenes romanos, reuniones en las que hablaban mucho y yo no me enteraba de nada.
A mi llamada imprecisa acudió alguien desde Madrid y ya se incorporó a la vida improvisada que me había ido sorprendiendo. Mis amigos hacía tiempo que no me permitían dormir en el campo y cada noche eran unos u otros los que me invitaban a pasar la noche con ellos. Gente amigable y solidaria, muchos de los cuales luego pasaron por Madrid. Cómo me fastidiaba no entender el italiano, porque toda esta magnífica acogida estaba sucediendo entendiéndome a duras penas con mis amigos. Decidí volver varios veranos a Urbino como estudiante de idiomas. Pero eso es otra historia.
Me convertí en usuario de los infinitos rincones de la Roma no tan frecuentada, conocí el lugar donde se guarda el beso de Judas, visité los lugares de la matanza de las Fosas Ardeatinas cuando los alemanes ocupaban Roma, las facultades de una universidad que había estado sacudida por fuertes movimientos estudiantiles ese mismo año, la arquitectura fascista hecha al tamaño de la pretendida grandeza del imperio mussoliniano.
Habré vuelto en treinta ocasiones más, y pude ver muchas otras cosas, porque dejé, y sigo habiendo dejado, muchos sitios para alguna nueva ocasión y, si no, para repetir. Pero lo cierto es que nunca se repite porque tú no eres el mismo que visitó ese lugar la otra vez y ya no miras de la misma manera.
Cuando algún mentecato me dice eso de «Ya he estado allí, porque hice uno de esos tours clónicos», sólo pienso que cada uno tiene lo que se busca.
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Este artículo fue publicado originalmente en la revista Juego de Manos
Paquetes de viaje con todo incluido. Todo está resuelto. No tienes que pensar mucho, cada día a la hora prevista sucederá lo que está escrito en el folleto, harás muchas fotos y las compartirás. Al final, volverás tan satisfecho como te prometía la propaganda del viaje que habías comprado. Y darás la lata a tus...
Autor >
Benito Sansón
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