Escrito a ciegas
El anillo de bronce
José Luis Merino 3/08/2016
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I.
Dos hombres la robaron cuando había cumplido catorce años. Fue llevada a un camión. Una vez dentro, en un rincón, vio ovilladas cuatro niñas de su misma edad. Se acercó hasta ellas. Compartió silencio y sollozos. El vehículo inició la marcha.
Tras muchas horas de rodar llegó la temida noche. Más tarde el vehículo paró el motor. Les ordenaron bajar. Pisaron un suelo de cemento. A los lados discurrían múltiples lucecitas. Las introdujeron en unos barracones. Alojaron a cada una de ellas en reducidas habitaciones individuales. Se oyeron pasar los cerrojos por fuera. Cada habitación lucía un camastro, un lavabo con un solo grifo, un inodoro y una tinaja de boca de asiento con desagüe. Los útiles de aseo eran toscos. La habitación carecía de espejo.
La vida nueva de las cinco niñas robadas empezaba en ese mismo instante.
Al día siguiente, un grupo de hombres uniformados se agolpó en los barracones. Fueron entrando por turnos. Uno a uno, dominaron los cuerpos de cada mujer.
Sin ellas saberlo, sus cuerpos constituían la excusa del invasor para premiar la bizarría de sus pilotos de guerra. El trasiego imparable se daba lo mismo antes de salir a combatir, como al regreso de los combates.
El único contacto con el exterior lo producía una exigua ventana abierta en la techumbre de las habitaciones. Discurría la desgarrada rutina diaria. De pronto, el tiempo pareció pararse. Nadie entraba por la puerta. Nada de hombres con uniforme. Alguien había abierto los cerrojos. Las mujeres salieron a la luz del día. Apenas se reconocieron. Sin pensarlo salieron escapadas hacia las montañas próximas. Se toparon con un mendigo, falto de un ojo y con una sola mano. La guerra terminó dos días antes, según dijo. Las mujeres se adentraron en un bosque de abedules, sin dejar rastro alguno.
II.
Después de muchos años transcurridos, la continuación de esta historia encontró a una de aquellas mujeres. Es octogenaria. Vive en la comarca donde habitó el Buda. Sus vecinos la repudiaron durante demasiados años. En ocasiones la apedreaban como diversión.
Su dilatado padecimiento llegó al conocimiento del Buda, y éste se apiadó de ella, al punto de hacer variar la voluntad de las gentes de la comarca. A partir de entonces, los vecinos acabaron venerándola, en mérito por haber sobrevivido al mayor de los horrores.
Y ella lo compensaba contando a los peregrinos de paso hacia el santuario budista lo acontecido en los años de los vientres destrozados.
A la hora del atardecer, delante de su casa, memora la historia en el idioma del dolor. La narración va abriéndose como una navaja y las pequeñas palabras se acuñan en frases cortas, secas, huesudas. Duele oírlo a los peregrinos. Algunos lloran.
Justo en esos momentos, la mujer revela una parte del infierno que la libró del Infierno… De los centenares de hombres que me visitaron, uno de ellos alivió mi pena, regalándome un anillo de bronce y el brillo de su mirada.
Seguido de un lacónico silencio, concluye el relato: solo dos hombres endulzaron el corazón de la desdichada mujer a lo largo de su existencia; ellos fueron el Buda y aquel muchacho del anillo de bronce.
I.
Dos hombres la robaron cuando había cumplido catorce años. Fue llevada a un camión. Una vez dentro, en un rincón, vio ovilladas cuatro niñas de su misma edad. Se acercó hasta ellas. Compartió silencio y sollozos. El vehículo inició la marcha.
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