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"Quizás deberíamos tener un hijo", fue lo primero que pensé cuando me desperté sudando, lleno de arenas y con un brazo dormido. A saber lo que estuve soñando. De nuevo se oyen las olas, ahora un poco más fuertes, como siempre ocurre por la tarde. Me desperezo, miro el reloj, miro a Juliette, que ha girado unos cuantos grados para que el sol no le dé oblicuamente. Tengo sed, no sé si es sed o ganas de bañarme, tanta agua fresca ahí delante. Si Juliette quisiera podríamos ir a la playa grande que hay en el extremo y alquilar una barca de pedales, pedalear mar adentro y bañarnos allí, donde el agua está más fría y más limpia. Pero no me atrevo a despertarla y proponérselo.
En fin, cuando hay olas me divierte bañarme, es como jugar, el mar te va diciendo cosas y tú tienes que contestar con saltos o zambullidas, basta con eso para justificar el baño, no hay que empeñarse, como cuando está liso, en alcanzar unas rocas que están más lejos de lo que parece y que cuando llegas te enseñan ariscamente una pared de erizos y cortantes que no te dejan subir. "Puede que sí, puede que debiéramos empezar a pensar en lo del hijo", me he seguido diciendo mientras las olas mecían mi cuerpo. Nos habíamos casado tres años antes, es posible que demasiado jóvenes para lo que hoy es normal, pero esas decisiones no las tomamos nosotros, sino que ellas -las decisiones- nos toman a nosotros. Philippe no, Philippe dice que eso lo piensa quien no ha tomado una decisión importante en su vida, y que no se casará con una mujer mientras no tenga la absoluta seguridad de que quiere morirse a su lado. Ya veremos. Los románticos como Philippe, tan prometedores y embaucadores, luego no soportan vivir sin sentimientos agudos, y los sentimientos se van redondeando con el tiempo por mucho empeño que pongas.
Juliette y yo nos habíamos conjurado para no tener hijos en unos cuantos años. A los padres no se lo planteamos así, ellos creen que lo intentamos, y empiezan a estar preocupados. Pero es bueno pasar unos años sin hijos, para vivir la relación de pareja. "La relación de pareja", menuda expresión, parece el título de un libro educativo de los años setenta en el que se diserta sobre si es o no conveniente mantener relaciones prematrimoniales. En el fondo es que tener hijos es hacerse una persona mayor y eso nos da miedo. Juliette no podría pasarse las vacaciones al sol ni leería tantas novelas, porque tendría que estar gritando todo el día a la niña para que no se ahogase o no se rompiera la cabeza. Y yo no podría levantarme los domingos a cualquier hora, porque a las ocho la niña tendría ya ganas de jugar. Además, con mis lumbagos lo pasaría mal de tanto subir y bajar a la niña, voltearla, echarla a cuestas. Ya sé que todo esto es lo de menos, que está la satisfacción, el cariño, el prolongarse en otra generación. Pero hay que pensárselo bien.
Françoise y Louis, Pierre y Anne, Claire y Jean-Luc, todos se casaron después que nosotros y ya tienen un hijo; no sé si lo han decidido, o si simplemente les ha venido, como si después de la boda hubiera necesariamente que empezar con los embarazos, las cunas, las toallitas de bebé, el patito en la bañera, el olor a papillas. Quizás sí, quién sabe, puede que el matrimonio no tenga sentido si no lo sujeta un hijo. Es curioso, salgo del agua y miro a Juliette repentinamente de otra manera, como si algún día alguien diminuto estuviese jugando conmigo en la orilla y la llamara, "mamá, ven aquí, mira cómo nado". ¿Será que me aburro, que ya no sé estar a solas con Juliette y necesito un hijo para seguir con ella?
Qué dramático soy, qué propensión a analizarlo todo, con lo fácil que es dejarse llevar o ponerse moreno. A Juliette ya no se le nota la marca del bañador, cuando lo descubra en el espejo esta tarde se pondrá contenta. Pero no voy a decirle que el agua está buenísima ni a insistirle para que se bañe, sé que cuando estás adormilado te molesta que alguien te hable con energía y vitalidad, "vamos, despierta, aprovecha antes de que empiece a refrescar...", no nada de eso. Tampoco me echaré encima de ella así, mojado; lo hice el primer día y eso nos costó el primer enfado serio de las vacaciones: tanto que por la noche tuve que pedirle perdón como única manera de hacerla hablar. Me perdonó, sí, no faltaba más, pero toda la cena consistió en suaves reproches que dejaron muy atrás el incidente de la tarde: que tengo actitudes de niño, que no puedo entender que no siempre todos tienen el mismo estado de ánimo que yo... Después empezaron los asuntos domésticos, en los que tiene toda la razón: que mi carácter despreocupado está muy bien, pero en casa somos dos y tengo que pensar también en ella; que igual que a mi me fastidia dejar lo que esté haciendo un sábado para ir a comprar, a ella tampoco le hace gracia cuando está tranquila en casa que llegue yo con tres amigos a la hora de la cena; que está bien que yo sea noctámbulo y me guste quedarme delante del televisor o del ordenador hasta muy tarde, pero tengo que comprender que ella se levanta todas las mañanas a las siete, a-las-sie-te, y no puede seguir mi ritmo. Menos mal que se fue relajando, y sus quejas empezaron a dirigirse hacia otra parte, hacia su trabajo.
Atravesar París en el RER B desde Denfert-Rochereau hasta la Gare du Nord a las horas punta, buscar espacios neutros del vagón donde poder mirar sin tropezarse con otras miradas, subir y bajar sucias escaleras mecánicas, salir después al frío de las mañanas de invierno llenas de gabardinas grises apresuradas, alcanzar el portal oscuro del 38, rue Lebrucq, saludar a los enmoquetados Marcel y Louise que ya huelen a calefacción, sentarse a las ocho en punto en el sillón rotatorio frente a la agenda, el ordenador y el teléfono, preparar la lista de rendez-vous y llamadas telefónicas para cuando llegue Mr. Panoir, clasificar documentos y papeles, abrir y cerrar sobres, mirar cada cierto tiempo por la ventana cómo abre el comercio de telas de enfrente, cómo pasa el autobús número 67, cómo llueve, saludar por fin, a las nueve menos cuarto, a Mr. Panoir, unos días dicharachero y otros ofuscado, siempre con los dientes tan blancos y la sortija compitiendo en brillo con las uñas, comenzar a pasarle llamadas, aguantar los estúpidos chistes de Marcel y las miradas recelosas de Louise, escribir los interminables requerimientos a los desconocidos deudores, Mr. Lavastier, Mme Fauget, Mr. Kazhar-Aqbahr, Mmlle Simenon, Société Les Rochards, muy señor mío por la presente pongo en su conocimiento que, tenga a bien recibir nuestra consideración y estima, del referido escrito con número de salida, por lo que le requiero para, a fin de que en el expresado plazo. Juliette no está a gusto en su trabajo y sólo le compensa cuando vuelve en el RER B desde la Gare du Nord hacia Denfert-Rochereau a las cinco y media de la tarde con un libro de bolsillo y una barra de pan atravesando inmensas carteleras de películas prometedoras y pensando en lo que vamos a cenar o en los días de playa que pasaremos en verano en Niza o en el sur de España. Pero cómo decirle que si no le gusta el trabajo que lo deje. Cómo recordarle que estaba advertida, que los primeros empleos se presentan como una oportunidad pero acaban encarcelándote en el sueldo a fin de mes. Cómo decirle, desde mi cómodo y gratificante puesto de profe satisfecho sin aspiraciones de ascenso, que entrar en el mercado de trabajo es dejarse en la puerta trozos y jirones, encantos e ingenuidades, belleza y sensibilidad que se quedan ahí para siempre. Y, sobre todo, cómo descubrirle el engaño de su "quiero trabajar para sentirme útil" sin herir su sensibilidad de mujer moderna que sabe que también es un engaño el "no trabajo para dedicarme a mi misma"...
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"Quizás deberíamos tener un hijo", fue lo primero que pensé cuando me desperté sudando, lleno de arenas y con un brazo dormido. A saber lo que estuve soñando. De nuevo se oyen las olas, ahora un poco más fuertes, como siempre ocurre por la tarde. Me desperezo, miro el reloj,...
Autor >
Miguel Pasquau Liaño
(Úbeda, 1959) Es magistrado, profesor de Derecho y novelista. Jurista de oficio y escritor por afición, ha firmado más de un centenar de artículos de prensa y es autor del blog 'Es peligroso asomarse'. http://www.migueldeesponera.blogspot.com/
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