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-III-
Estoy convencido de que si tuviéramos allí este mar lo acabaría encontrando molesto, y desde luego no iría nunca con Juliette a pasar una mañana entera tumbado en la arena. Aunque lo de tumbado en la arena es un decir, porque apenas aguanto más de diez minutos quieto. Vengo provisto de periódicos, novelas, aletas y gafas de bucear. Juliette también trae revistas y libros, pero lee sólo mientras se lo permita la estrategia de bronceado: cuando convenga a algún costado o a la espalda adoptar la posición de leer. Pero es una catástrofe intentar leer el periódico en la playa. El viento, la arena, la dificultad de encontrar una postura cómoda, el sol reflejándose como un cuchillo en el blanco del papel... Al rato ya estoy otra vez dando una paseo por la orilla, o incluso tomando el camino que recorre las calas, achicharrado por las chicharras, y compruebo que si hubiéramos seguido un poco más habríamos encontrado otra más bonita, o más tranquila, o con bañistas más agradables. Quizás entonces también soy yo un mirón, y otros hombres miran cómo estoy mirando a sus mujeres, detenido en el pretil de las escaleras que bajan, desviando la vista cuando la rubia de bañador rojo se dispone a cambiar de postura, para que no se cruce con mi mirada y se crea que soy un mirón. Entonces sigo, o doy media vuelta, localizo un chiringuito (se llaman así, chiringuitos) donde poder después tomar una cerveza, y empiezo ya a pensar en el mediodía, la comida y la sobremesa.
Si por ella fuese, comeríamos todos los días en la cala bocadillos de queso fundido por el calor y granitos de arena, empanadillas y agua recalentada. Ella no entiende que para mí, en vacaciones, "comer" no es la comida, sino el momento y el lugar. A veces se impacienta, porque tardo demasiado tiempo en elegir el chiringuito, y, dentro de él, la mesa. Igual que ella escoge minuciosamente el lugar exacto donde tumbarse al sol, yo también tengo mis caprichos, y prefiero comerme las sardinas o los boquerones en una mesa en la que después pueda seguir un rato, con un café y un libro, viendo el mar desde la sombra. Poco a poco nos vamos entendiendo, ya hemos renunciado a pretender que al otro le entusiasme lo que a uno le gusta.
Juliette dice que la deprime esa pareja de belgas con tatuajes en los hombros que están jugando a los dados, bebiendo whisky y haciendo exclamaciones cuando ella o él consiguen una buena jugada. "Para esto no me desplazo yo tantos kilómetros, para jugar a los dados", dijo, torciendo la boca y guardando las vueltas en el bolso como con enfado. "Mujer, cómo eres --le contesté--, ¿qué más dará en un sitio así jugar a los dados o charlar y leer?". "No digas tonterías", dijo ella mientras se levantaba y emprendía el camino hacia la siesta, que es la hora en la que definitivamente uno se quema la espalda. "Yo me quedaré aquí un rato, en seguida bajo". Ella ni se volvió. Creo que estaba enfadada, la conozco, en el fondo ella se sentía jugando a los dados conmigo, por eso es verdad lo que dije, es lo mismo los dados que las novelas y que la siesta, nos estamos aburriendo en estas vacaciones en las que no pasa nada, nada más que nos ponemos morenos y que las noches son muy bonitas, que dormimos muy bien (salvo el largo insomnio de anoche) y estamos descansando con vistas al mar. Poco más se puede hacer. No tenemos amigos, no es plan de salir los dos solos a tomar una copa, las pocas calles de paseo están llenas de satisfechos jubilados alemanes mezclados con niños vestidos de domingo que quieren un helado, y lugareños que a Juliette le producen desconfianza, y en la habitación del hotel sólo puedes dormir, ducharte o asomarte al balcón. Un día cogeré la cámara de fotos y haré un reportaje de Nerja, hay algunos rincones bonitos, las calles están adornadas con macetas, las esquinas de pared blanca recortan el azul del mar; y sin que Juliette se entere, desde el camino, desde la orilla, desde las rocas, le haré un reportaje, ampliaré la que más me guste y la pondré una noche en la pared del dormitorio de nuestra casa, para que en las noches de lluvia y televisión nos acordemos de los días de verano tan tranquilos que pasamos en Andalucía.
Antes, viajar con Juliette era diferente. Sobre todo cuando los viajes eran clandestinos. Salíamos sin saber siquiera dónde íbamos a alojarnos ni cuánto tiempo, nada de reservas ni de planes, unos cuantos billetes en el bolsillo, unos cuantos días por delante, Juliette en minifalda o en vaqueros, y lo demás marchaba solo: se trataba de estar juntos y lejos de los demás. Se trataba de enseñarnos uno a otro los lugares que en el pasado nos habían gustado por separado. Se trataba de saltarse los márgenes de las citas de siete a diez que nos imponía la disciplina del trabajo y la familia. Se trataba también de la excitación de una improvisada habitación de hotel con una cama inmensa para nosotros dos, toda una noche durmiéndonos y despertándonos, buscándonos, bailando entre sábanas, besándonos todo el cuerpo, dejándonos llevar hasta muy entrada la mañana. Casi siempre nos avisaban de que teníamos que desalojar la habitación porque era la hora límite para la limpieza. Ahora somos marido y mujer. Ma-ri-do-y-mu-jer. Me preocupa que cuando uno se convierte en marido de su mujer, es en la casa donde está mejor con ella, y no de viaje, cenando fuera, tomando copas, yendo al teatro. Alguien debería advertir de esto a los solteros, porque en las películas los maridos y las mujeres son felices cuando van de viaje a Roma o a Atenas o cuando atraviesan con un coche descapotable las carreteras de paisaje marrón de Texas. O quizás es que yo no soy un buen marido.
Todavía queda mucha tarde por delante, pero algo me dice que hay que volver a la cala, que no está bien que cada uno pase el día entero por su lado. Cuando llego, ella está durmiendo. Inevitable darle un beso, después de todo lo que he pensado. Ella sonríe con los ojos cerrados, murmura, cambia de postura. Hace un calor tremendo, Juliette está sudando entera. Me gusta ver a Juliette sudando, y si estuviéramos solos en la cala mezclaría mi sudor con el suyo, bajaríamos rodando hasta la orilla, y allí, bueno, allí nada, porque con el frío Juliette gritaría y se nos contraería el deseo. A duras penas logro colocar la toalla, me dejo caer, y ahora no importa la postura, ni los picores, ni el calor: en unos segundos estoy profundamente dormido. Entre sueños, Juliette reúne fuerzas para advertirme de nuevo: "deberías echarte la crema", pero es imposible, cualquiera se pone ahora a buscarla en el fondo de su bolsa, entre peines y lápices de labios, cualquiera logra a estas horas distribuírsela uniformemente por la espalda. Así que mientras pienso en ponerme la camiseta, me duermo.
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Estoy convencido de que si tuviéramos allí este mar lo acabaría encontrando molesto, y desde luego no iría nunca con Juliette a pasar una mañana entera tumbado en la arena. Aunque lo de tumbado en la arena es un decir, porque apenas aguanto más de diez minutos quieto. Vengo...
Autor >
Miguel Pasquau Liaño
(Úbeda, 1959) Es magistrado, profesor de Derecho y novelista. Jurista de oficio y escritor por afición, ha firmado más de un centenar de artículos de prensa y es autor del blog 'Es peligroso asomarse'. http://www.migueldeesponera.blogspot.com/
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