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Yo habría preferido Niza: una playa envuelta en una ciudad con cines, cafés, avenidas y amigos. Vincent se ha empeñado en venir al sur de España. Bien, aquí estamos. Nerja no es una ciudad, es una playa con servicios para turistas: heladerías, pizzerías, tiendas con burritos y toreros, y unas cuevas que habrá que visitar algún día de viento o de nubes. O quizás es que con tanto calor el pueblo parece una fachada blanca que no me deja entrar en su interior.
No me gusta Vincent por las mañanas. Con él es como si el día ya amaneciera cansado, como si fuese un día que ya hubiéramos vivido y hubiera que repetirlo por un error, como ocurre con las escenas fallidas. Debe ser que le pesa el plan de bajar a la playa y no tener a nadie con quien hablar más que a mí, a quien ya me lo ha dicho todo. Nos tropezamos en el cuarto de baño, él se afeita con rutina como si fuera a trabajar, me pregunta dónde deja la ropa de ayer como si la ropa fuese mi negociado y sube a la terraza a desayunar: su café, su periódico, cosas a las que se agarra para no marearse en una mañana entera en la playa conmigo. Quizás se trataba de esto. “Nos hacen falta unos días solos”, dijo él, y por eso descartamos Niza.
Yo habría preferido Niza. Aquí estaríamos bien si estuviéramos juntos, pero estamos separados, cada uno en su libro, en su chapuzón, en su plato. Me habla para que no parezca que no hablamos, y yo le contesto para que no se sienta mal, pero nos aburrimos. Y como nos aburrimos, él no quiere sentirse culpable, y por eso se aparta, se da un paseo, se pone a pensar en sus cosas, se agarra a su café y a su periódico, así hasta que se acerca la hora de comer. Entonces parece que se anima, propone ir a algún sitio que ha visto mientras daba su paseo, se pone parlanchín cuando nos sentamos en una mesa bien escogida y pensamos qué plato elegir: “voy a probar el salmorejo, dice la guía que está muy rico”. Y mientras, yo miro el cerro que hay enfrente y me gustaría ponerme unas zapatillas, meter un bocadillo y agua en la mochila y subir a ver el mar desde lo alto. Pero él prefiere pedirse otra cerveza y alargar el rato de la comida en un chiringuito en el que hay gente fea jugando a los dados y bebiendo whisky. Él no entiende que no basta con que se vea el mar, que a mí también me importa la música que se oye, el calzado de la gente que está a mi lado, el diseño de las sillas y las mesas, o que el camarero no esté dando voces hacia la cocina, sudoroso, mientras suelta el plato en la mesa con prisa sin encajarlo bien entre los cubiertos. Pero no quiero reprocharle nada, Vincent no tiene la culpa de que en este tiempo busque el glamour en la gente de nuestro alrededor o en el detalle de una lámpara, en vez de en nosotros dos. La culpa es mía. La culpa es mía. Si Vincent no me gusta por las mañanas es porque hemos soñado por separado, sin haber hecho antes el amor. Si no le hablo de La rue des boutiques obscures es porque ya sé qué va a decirme: él me dirá que hay otras novelas mucho mejores de Modiano. Si lo dejo en el chiringuito con su café y me vuelvo a la playa a seguir tomando el sol es porque de repente me ha parecido uno de esos belgas feos con tatuaje que están jugando a los dados, y eso es injusto. Él no tiene la culpa. Vincent es guapo, sabe conversar, se pasa la vida pensando para que todo tenga algún sentido, y es mi hombre. Llevamos casados tres años y nos han pasado muchas cosas que me han hecho intensamente feliz a ratos. Pero este verano yo habría preferido Niza, amigos, glamour, en vez de este pueblo pintoresco de pescado frito y supermercados de playa con chanclas y pelotas hinchables donde no puede pasar nada que no seamos capaces de provocar entre los dos. Quizás es que ya me está pasando lo que dice Claire: que la pareja, en algunos momentos, sobre todo cuando ya quedan lejos los tiempos de la exploración y el descubrimiento, se convierte en una isla de contornos demasiado conocidos. Entonces te quedas mirando el mar y te preguntas qué habrá al otro lado del horizonte al que te has acostumbrado. Y miras a los aviones del cielo preguntándote hacia dónde irán: a Estambul, a Madagascar, a Río de Janeiro.
Philippe, en cambio, dice que eso les pasa a las parejas que no se quieren. Philippe está convencido de que encontrará a una mujer con la que hacer un agujero en el cielo, una mujer en constante aventura, una mujer con la que el viaje del amor tenga muchas estaciones pero ningún destino. Pero yo creo que eso es una coartada para romper cada relación en cuanto aparecen los primeros síntomas del desgaste: “no es ésta”, se dice, cuando ya el sexo no brota con urgencia, cuando se han atravesado los primeros desiertos de apatía, o cuando uno se siente más entero en el enfado que en la reconciliación. Philippe prefiere salvar su idea del amor en vez de adentrarse en las durezas de la pareja, y por eso se pasará la vida haciendo surfing sobre las olas de la vida fácil. Lo suyo es el cortejo, la seducción. Es verdad que tiene todas las armas. A cuántas chicas les habrá contado su fascinante idea del amor, a cuántas ha dejado como un niño caprichoso al que deja de gustarle el juguete cuando se han acabado las pilas. Debe ser que no le va mal así. Es guapo, es divertido, las hace sentirse queridas. Es curioso: a mí en cambio alguna vez me podría gustar tener una aventura con Philippe, pero nunca una relación de pareja, porque lo bueno de él es el primer plato. Vincent, en cambio… Pero no, no quiero pensar en Vincent justo después de haber pensado en Philippe. Mejor me dejo llevar por el sueño.
- Parte I
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Yo habría preferido Niza: una playa envuelta en una ciudad con cines, cafés, avenidas y amigos. Vincent se ha empeñado en venir al sur de España. Bien, aquí estamos. Nerja no es una ciudad, es una playa con servicios para turistas: heladerías, pizzerías, tiendas con burritos...
Autor >
Miguel Pasquau Liaño
(Úbeda, 1959) Es magistrado, profesor de Derecho y novelista. Jurista de oficio y escritor por afición, ha firmado más de un centenar de artículos de prensa y es autor del blog 'Es peligroso asomarse'. http://www.migueldeesponera.blogspot.com/
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