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250 años después de la aprobación de la primera ley de transparencia en Suecia, parece que el concepto sigue sin asentarse en España. En 2013 nos convertimos en el penúltimo país de la Unión Europea, tras Malta, en adoptar una medida similar. La ley aprobada es tan deficiente que prácticamente todas las Comunidades Autónomas han optado por superarla con una ley propia. Todas menos la Comunidad de Madrid, que por no tener, en estos momentos no tiene ni órgano garante que se ocupe de las reclamaciones. Pero lo importante en este país es decir que se ha aprobado una Ley, independientemente de si esta tiene el efecto deseado o no. Este es el caso de la ley de 2013, que alcanzaba la posición 72 en un ranking de 95 países y nos sitúa por detrás de Ruanda.
La Ley excluye demasiadas instituciones y excesivos tipos de información pública. El acceso a la información se ve limitado por un gran número de mecanismos de inadmisión. La obligatoriedad de usar una firma digital, que según el Defensor del Pueblo tiene “efecto disuasorio”. Todo ello contribuye sin duda a torpedear la petición de cuentas a los gobernantes. Además, el Consejo de Transparencia no es independiente, ni por la forma de nombramiento ni por su dependencia orgánica. Este es, paradójicamente, un defecto de diseño a largo plazo que está funcionando bien a corto plazo: debido a la incertidumbre sobre la formación de Gobierno, la presidenta del Consejo se debe ganar la renovación cada día actuando con autonomía. Y es que con todo, la regulación del acceso a la información ha supuesto un avance importante. Tan cierto como que se trata de una ley que tenemos la obligación de reformar.
En el mundo del periodismo, muchos profesionales ya ejercen regularmente su derecho de acceso a la información mediante peticiones a las administraciones públicas. Pero son pocos los periodistas que pelean por desentrañar los motivos detrás de una decisión política, basados en documentación que con frecuencia las autoridades públicas se resisten a entregar. Lamentablemente, a menudo la transparencia llega banalizada ante el lector como un ejercicio de destape contable en el que cualquier detalle morboso sobre salarios o declaraciones de bienes de cargos públicos sirve de titular.
El auge de la transparencia también ha hecho florecer multitud de organizaciones proveedoras de servicios que se aprovechan de la lógica desorientación ciudadana. El método es simple. Se crea un ranking de transparencia de administraciones públicas que en el fondo sólo sirve para organizar eventos y hacer relaciones públicas, en los que se premia a la menos mala de las administraciones públicas. Si los que otorgan premios acaban con una adjudicación ṕublica, todos contentos y santas pascuas. Lo de menos es que estos rankings valoran igual dar un email de contacto que desglosar los presupuestos municipales.
No resulta extraño encontrarnos una ciudadanía que se escandaliza por el saldo de una cuenta bancaria de un político…, pero que desconoce que es imposible encontrar la ejecución detallada del presupuesto de la Administración del Estado. Cuando los portales de transparencia están repletos de información anecdótica, es fácil ahogarse en un mar de números. Cuando no se consiguen datos en formatos fáciles de tratar y comparar, nadie es capaz de sacar conclusión alguna. Transparencia puede ser tuitear ofertas de trabajo o publicar el cumplimiento de un programa electoral en un portal público. Poco importa confundir la institución con el partido, o que no existan criterios objetivos de veracidad y validez para lo que se publica.
La transparencia no es un significante en disputa, sino que después de tanta disputa política se ha quedado sencillamente sin significado. Hoy, Día Internacional de la Transparencia, es urgente recuperar el sentido fundamental por el que el derecho de acceso a la información nació hace un cuarto de milenio: la profundización democrática, la extensión de derechos de la ciudadanía y la democratización del conocimiento.
Este 28 de septiembre más que nunca debemos apostar por una sociedad basada en el conocimiento compartido como fuente de modernización, progreso y equidad social. Ejercer un mandato democrático supone aceptar controles de la ciudadanía frente a la maquinaria del Estado y reconocerle la propiedad de la información gestionada en su nombre por la Administración.
Es hora de dotar de significado a la transparencia, que no es otro que el derecho fundamental al acceso a la información pública. Alcanzaremos el más amplio reconocimiento de ese derecho de la misma forma que se han conquistado todos los derechos: ejerciéndolos.
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Miguel Ongil es diputado de Podemos en la Asamblea de Madrid.
250 años después de la aprobación de la primera ley de transparencia en Suecia, parece que el concepto sigue sin asentarse en España. En 2013 nos convertimos en el penúltimo país de la Unión Europea, tras Malta, en adoptar una medida similar. La ley aprobada es tan deficiente que prácticamente todas las...
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Miguel Ongil
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