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A mí los dramas rurales siempre me han dado un poco de yuyu. Así, en principio. Soy urbanita y moderna, es un prejuicio, o dos, y lo sé. Porque a ver si hay algo más rural que Cien años de soledad, o que Yerma, o que Luz de agosto. Y mira.
Viene esto a cuento de un novelón maravilloso que acabo de terminar, El carbonero, de Carlos Soto Femenía, recién aparecido en Destino, donde se demuestra que el tema es importante —está en las tripas del libro, en la pasión terrible de una historia terrible— pero no lo más; el escenario es importante —esa Mallorca profunda, de los pequeños pueblos serranos, de las casas aisladas, de las clases sociales férreamente marcadas—; y la época —los años 40, estraperlo y contrabando junto a los viejos oficios, como el de los carboneros de encina, o los buhoneros, o si se me permite extrapolar, los capataces y los señores—; la época, digo, también lo es: pero tampoco lo más.
Las editoriales descubren un genio por estación, pero esta vez es verdad
Lo más importante, a mi manera de ver, está en la manera en que Soto Femenía ha construido una historia minuciosamente cruel y ferozmente hermosa. En la profundidad de los abismos abiertos en las almas, desde una perspectiva rigurosa, de una sinceridad aplastante. La primera persona de ese joven narrador y protagonista de una venganza oscura y tanto tiempo demorada, que habla desde sus adentros, desde lo que siente y lo que ve y lo que escucha. Y lo que piensa. Pero que no se mueve de ahí.
Esto no le impide a Soto Femenía trazar unos diálogos jugosos y rápidos, de una oralidad natural, y unas descripciones —el paisaje, los bosques, el río y hasta las estancias de la casa señorial— sueltas, precisas, y en las que no se pasa un pelo con la lírica. Que podría. Ni le impide tampoco un desvío cíclico a lo onírico, que la historia justifica, porque cada sueño recurrente, cada delirio contado por el único que lo puede saber, forma parte de la historia, es decir, explica también, como la acción —hay mucha— el desarrollo de la trama. Un desarrollo que está en la acción, pero también en los cambios sutiles y en la extrema conciencia del protagonista y narrador.
Ese es, seguramente, el mejor logro de la novela, que tiene muchos. Y que le lleva a un curioso balanceo moral, entre el deber —la venganza a muerte, en este caso— y la conciencia del horror de lo que hace, de su inmoralidad, por decirlo así. En frío, consciente, juzgándose y sin perdonarse. Cargando con las pérdidas y las consecuencias, que yo creo que es un tema crucial en la novela. La pérdida de que parte, las pérdidas que produce, la pérdida que le acarreará. En fin, que no voy a contarles la historia, que hay que leerla.
Y el otro gran logro es el lenguaje. Prístino, y no digo más. Con un ritmo no por trepidante menos literario. Vamos, que a mí me ha entusiasmado. Las editoriales descubren un genio por estación, ya lo sabemos, pero esta vez creo que es verdad.
Y eso que entré con ciertas reservas, ya digo que por mucho García Márquez, por mucho Faulkner y mucho Lorca, la ruralidad no es lo mío. Pero esta es una de esas historias que, como las citadas antes, se te pegan, porque no la has podido soltar, y cuando acabas, ella sigue. Mi única manera de desintoxicarme de un novelón así de fuerte es abrir otro.
Los viernes en Enrico’s ha sido como volver a mi mundo, aunque yo no viva ni en Portland ni en San Francisco. La novela de Don Carpenter, terminada por Jonathan Lethem, va del mundo de los escritores y guionistas de los años sesenta y setenta en USA. Y de esos años que forman parte de mi educación sentimental, y en los que reconozco sueños, proyectos, frustraciones y hasta vicios. Es una novela de escritores, de éxitos de cuarto de hora y de fracasos un poco más largos. Y de editores, y de la industria del cine y de la editorial, y de la prensa, en fin. El mundo de una.
La sensación de despojamiento, capaz de llevar a un escritor al silencio definitivo, es importantísima en la historia
La novela, que publica Sexto Piso en traducción de Javier Guerrero, apareció entre los papeles de Don Carpenter a los diez años de su suicidio, en 1995, a los 64 años. El manuscrito fue ordenado y a lo mejor reescrito por Jonathan Lethem, por encargo de la familia. Y curiosamente, este del “editing” es uno de los temas que, junto a los celos profesionales, la pereza, la infidelidad, el alcohol y otras sustancias, ocupa buena parte de la historia.
Esas “mejoras” que los editores introducen en las novelas, esos cambios necesarios en los guiones cinematográficos, en fin. Y la sensación, bastante desconocida en España, donde el oficio no es tan feroz como allá (el “editor”, es decir, el corrector, tiene la última palabra sobre el texto, lo diga o no lo diga), la sensación de despojamiento, capaz de llevar a un escritor al silencio definitivo, esa sensación es un tema importantísimo en la historia. Más que la cárcel, que lo es mucho. Más que la pasión o la falta de ella. Más que la autodestrucción, y todo eso está en el mundo de los escritores.
Me pregunto qué habría pensado Don Carpenter sobre la versión de Jonathan Lethem. Quién puede saberlo. Me pregunto, en suma, como se preguntará uno de sus personajes, quién es el autor. Y les diré una cosa: me da igual. Es una novela interesante. Es un mundo interesante. Me ha gustado y me he reconocido —y a otros muchos— en ella.
Mientras leo, mientras escribo esto, mientras peleo con mi cotidiano, España se debate en una encrucijada. Como siempre, conspiraciones y esperanzas. Y a una le da sensación de torre de marfil, aquí encerrada sobre el teclado, y cierta sensación de culpa. ¿No debería estar mitineando, haciendo un poquito de agit prop? Pues seguramente. Pero todo se andará. Y doctores tiene, aquí, en CTXT, para reconocerme en ellos.
A mí los dramas rurales siempre me han dado un poco de yuyu. Así, en principio. Soy urbanita y moderna, es un prejuicio, o dos, y lo sé. Porque a ver si hay algo más rural que Cien años de soledad, o que Yerma, o que Luz de agosto. Y mira.
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Rosa Pereda
Es escritora, feminista y roja. Ha desempeñado muchos oficios, siempre con la cultura, y ha publicado una novela y un manojo de libros más. Pero lo que se siente de verdad es periodista.
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