Crónica judicial
Las tarjetas black y lo intocable
Esteban Ordóñez San Fernando de Henares , 11/10/2016
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El despilfarro era virtual, ahí residía su facilidad, y su magia. Casi todos los acusados en la causa de las Tarjetas black niegan o no recuerdan haber utilizado la tarjeta para sacar dinero. Directamente, descartan que esa función estuviera habilitada. El rectangulito de plástico, o mejor, la vida que éste procuraba a sus propietarios, tenía tintes de burbuja, de elusión de la realidad. La pompa inmobiliaria generó fortunas al margen de la verdad del mercado. Y estalló. Las Tarjetas black aportaban una riqueza sin medida esquivando la correcta fiscalidad.
El funcionamiento cumplía una fantasía consumista: saltarse el paso del dinero. Comprar sin el engorro de que mengüe la pasta, sin la certeza de que estás gastando horas de trabajo, horas de vida, en adquirir productos, cosas, caprichos. O sea, eliminó la perspectiva de eso que llaman el sudor de la frente (aunque tampoco es que los de Caja Madrid y Bankia se mataran a hacer horas).
Tarjetas, burbuja, adjudicaciones, financiación ilegal; corrupción. La debacle moral, política y económica de este país ya existía en los años de supuesta bonanza, el camino hacia el abismo estaba desbrozado. El desastre vivía ya, pero era invisible, intocable, como la fortuna de las black. Al referirnos a las tarjetas, hablamos de cantidades, de montos, y es necesario hacerlo, pero distorsiona la verdad. Los consejeros no recibían riadas de dinero, sino un derecho de adquisición sin fin: lo más parecido a un derecho de pernada que ha habido nunca en el capitalismo nacional.
Lo intocable de ayer, se ha hecho carne en la Audiencia Nacional de la calle Límite. Ayer, el exalcalde de Majadahonda, Guillermo Ortega, se enfrentó al arco de seguridad de buen humor, cumpliendo mucho las normas y procurando que se le notara. Para las vistas, ha optado por un look de bibliotecario conformista: rebeca de lana ancha, verdosa, que le hace faldón a pesar de su corpulencia, gafas de cerca colganderas… Ortega llegó a la entrada y se desembarazó de los bultos y los metales, simpatiquísimo:
Lo intocable de ayer, se ha hecho carne en la Audiencia Nacional de la calle Límite
—Y llevooo —hundió la mano en los bolsillos, tintinearon monedas, sacó un puñado y las depositó sobre la caja de cartón—. Llevo como si hubiera ido a las maquinitas, como cuando éramos jóvenes.
No se percató de la ironía, de que regalaba una metáfora patética. Él estaba en otra cosa: en acumular karma, en armonizarse con el mundo legal. Había que verlo. Juguetón, exhibía una sonrisa de consumo propio: ninguno de los guardias le daba cancha, permanecían serios, ajenos. Por eso Ortega no levantaba la vista, para no certificar que vive bajo una especie de encierro: el aura de presunto delincuente es ya inseparable de él.
Antes del comienzo del juicio, los periodistas nos repartimos por sillas, barandillas, columnas; acechamos. Buscamos material, revelaciones en los gestos de los acusados, miramos quién habla con quién. Nadie conoce todos los nombres. El exceso de corruptos ha arruinado la profesión periodística: documentarse es un infierno, no se da abasto. Hasta los más avezados andan desorientados.
El primero en declarar en las Black fue el antiguo Secretario General de Caja Madrid, Enrique de la Torre. Trató de ajustar cuentas. Intentó desmontar las defensas de los consejeros. Las tarjetas no eran un complemento de la retribución, sino un instrumento para el pago de gastos derivados del cargo. Algunos procesados lo habían señalado como responsable de indicar si los usos de las tarjetas se adecuaban o no a su propósito, y él se defendió definiéndose como un mandado. “Yo era un empleado, un subordinado, yo no daba instrucciones”. En su defensa, cargaba los hombros para disimular cierta irritación acumulada. Las preguntas de su letrado se dirigieron a vaciar de contenido el cargo de la Secretaría General. De la Torre no sabía nada, él tampoco controlaba. En un correo electrónico del que renegó durante la fase de instrucción, pero que ahora acepta como propio, se refería a “tarjetas black a efectos fiscales”.
Enrique de la Torre trató de ajustar cuentas. Intentó desmontar las defensas de los consejeros. Las tarjetas no eran un complemento de la retribución, sino un instrumento para el pago de gastos derivados del cargo
Ante el fiscal, defendió aquella expresión culpando al contexto: el mensaje, para su sucesor, se envió desde su cuenta personal y, por lo tanto, no se formuló con una escritura formal. Esgrimió el coloquialismo como defensa.
De la Torre también había calificado como “delicado” el tema de las tarjetas. El fiscal, Alejandro Luzón, le pinchó para que desvelara qué aspecto consideraba “delicado”. Habló de la posibilidad de filtraciones de los movimientos. Luzón insistió. La sala se removió en los asientos, esperando especificaciones sobre tiendas de lencería, joyerías, locales de lujo, clubes nocturnos... Sin embargo, se refirió al problema de que trascendieran movimientos y viajes de los consejeros que estuvieran implicados en procesos de fusión de cajas. Una lástima.
Sobre el banquillo, atestado de hombres, estallaban toses esporádicas. Una de ellas era muy mocosa, sonaba una flema que el propietario no conseguía despegarse de la tráquea. Los carraspeos y las expectoraciones se irían repitiendo durante toda la vista como si quisieran, desde el plano del sonido, echar el freno a la ilusiones de renovación del país y recordarnos que la cumbre del sistema se compone de señores cascados y pálidos: de cardenales del capitalismo.
La sesión entró en un debate continuo sobre si las tarjetas servían para gastos de representación o si constituían una parte de la remuneración. El fiscal exploraba la diferencia entre las tarjetas de gastos de representación y las tarjetas comodín. Uno a uno, los declarantes indicaban que los gastos de representación debían justificarse, mientras que los otros, en tanto que pertenecían al salario, eran de libre disposición. Eso sí, el importe no aparecía en las nóminas.
La mayoría de acusados describía que el sueldo se partía en dos y una de las partes se entregaba en la tarjeta. Los portadores de las black son casi unánimes: en cada ejercicio, apuraban hasta el último euro del límite de la tarjeta.
La sesión entró en un debate continuo sobre si las tarjetas servían para gastos de representación o si constituían una parte de la remuneración
Las defensas sacaban a colación, aunque ya lo hubiera hecho la fiscalía, el documento Excel que facilitó Bankia. Les convenía. Un archivo que resalta la frivolidad y el cinismo con que se despilfarraba el dinero, una lista que viste a los privilegiados con su verdadero traje está menoscabando la acción acusatoria por culpa de extraños solapamientos y de gastos imposibles.
Declaraciones como la de José Ricardo Martínez Castro, exmiembro de la Obra Social de Caja Madrid por parte de la UGT insinúan que el Excel no debe desautorizarse a pesar de sus errores. Castro entró en un rifirrafe con el fiscal (soso, como toda pelea que pueda ubicarse en la sala) en el que, al final, se escapó de comentar detalles de sus gastos como le pedía Luzón. Martínez Castro, como buen socialdemócrata venido a menos, se puso a filosofar: “La totalidad se compone de detalles”.
Ramón Martínez Vilches, viejo responsable de riesgos de Caja Madrid, se sentó ante el tribunal dispuesto a lucirse. Relató su trayectoria, exhibió currículum y dio una clase de economía y gestión empresarial al personal. Se fue por las ramas, durmió a la sala mencionando números, barras, fechas, citas. Presumió de córtex cerebral. Alejandro Luzón, el fiscal, se desazonó. Ángela Murillo se irritó. El acusado no contestaba a nada. “He publicado tres libros. Yo soy economista”. Su letrado le consultó sobre el Excel y Vilches habló del tiempo. Murillo le cortó y le reclamó que se ciñera al tema. Al acusado no le hizo gracia, era su momento: pidió que se repitiera la pregunta para darle en los morros a la jueza: “Si usted me permite puedo ampliarlo”. Qué remedio, pensaría Murillo.
Aquel divagó de nuevo.
—¿Usted reconoce los gastos o no?— terció la jueza.
La sala murmuraba, la atención de los presentes se distendía. Se temía que Vilches hubiera descubierto una forma de castigarnos en pleno juicio, que le diera la vuelta a la tortilla y a través de un monólogo sin fin (amparado por el derecho de defensa) acabará condenándonos a todos al hastío por culpa de nuestra propia expectativa. Al volver a su sitio, el acusado no tenía cara de desahogo, sino de venganza a medio saciar.
Al volver a su sitio, el acusado no tenía cara de desahogo, sino de venganza a medio saciar
Muchos de quienes declararon, a pesar de considerar que no le debían nada a nadie y que habían obrado con corrección, habían aportado en su día cantidades que pretendían restituir el daño causado. Un caso extremo fue el de Virgilio Zapatero, exconsejero de Caja Madrid, exministro de Felipe González y exdiputado. Aseguró haber devuelto muchísimo más dinero del que había recibido. Contó que no gastó ni la mitad de su límite. En dos años podría haber dilapidado 100.000 euros y apenas superó los 30.000, y a pesar de eso afirmó haber devuelto (regalado) a Bankia 274.000 euros entre un reintegro y renuncias a derechos, seguros y a la retribución variable.
A Virgilio Zapatero le temblaban las manos, pero tenía el bigote como una piedra. Demostró raza política, levantó risas en la sala y clavó mensajes sobre su dignidad y su buen obrar que hicieron asentir a algunos periodistas. Desde el principio, relató, se sintió incómodo con una tarjeta que, como dice, era parte del “paquete de bienvenida” del consejo de Caja Madrid. “Me impuse a mí mismo la norma de actuar con ella sólo con gastos relacionados a mi función de consejero”. Acumuló todas las facturas de sus compras, pero nadie quiso recibírselas. Ahora, le sirvieron para desautorizar el documento Excel.
La forma en que procedió el exministro, al margen de posibles irregularidades, demostró una cosa: había materia para sospechar. Algunos como Martínez Castro o Rodríguez González se agarraron al prestigio centenario de la entidad como estrategia para eludir la responsabilidad propia. Cabe preguntarse si para ellos lo que la caja garantizaba era el respeto a la ética o la bicoca de la impunidad.
Quedaría bien, para cerrar la crónica, decir que el señor de las toses (que no conseguimos identificar) pudo liberarse al fin de su flema, pero todo apunta a que hoy seguirá intentándolo. El juego literario resulta fácil: también el país está intentando desprenderse de algo que tiene tan adherido que casi forma parte de su organismo, y que, por mucho que suene, todos sospechamos que acabará resultando inaccesible.
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Esteban Ordóñez
Es periodista. Creador del blog Manjar de hormiga. Colabora en El estado mental y Negratinta, entre otros.
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