RELATOS MELÓMANOS
Los actores poco memorables escuchan a Nacho Vegas
Juanjo Cubero 21/10/2016
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Sigo comprando discos porque no suelo olvidar la primera vez que los escucho. Son fotografías que asocio a un momento concreto de mi vida; me ayudan a situarme en el tiempo. Por ejemplo: sé que What´s the Story Morning Glory es de 1995 porque recuerdo estar oyendo Wonderwall tirado en la cama de mis padres, vestido de marinerito, en plena digestión del cuerpo de Cristo. Devil came to me fue el primer álbum que escuché en unos de esos aparatos que había en las tiendas para tantear un cedé antes de comprarlo. Estoy seguro de que salió en 1997 porque al final me llevé a casa el Ibiza Mix de ese año, fascinado por la grandiosa versión de El toro y la luna de Los Centellas, una canción que me cambió la vida—.
Si pienso en Resituación, el último disco de Nacho Vegas, el recuerdo, más que una fotografía, es un mediometraje. Cierro los ojos y me veo sentado en una pequeña sala de espera, con un hierro 7 y un putt en una mano, una ristra de ajos en la otra y la mirada fija en la puerta de un despacho. Se abre el plano y de un bolsillo de la chaqueta saco un cigarro, lo prendo, y mientras le doy la primera calada, pongo en el móvil la canción número cinco del disco. Entonces, una chica joven entra en escena y me dice:
—¿Señor Cabezuela? Ya puede usted pasar.
Le doy las gracias con deliciosos modales, me levanto y la cámara sigue mis pasos hasta que entro en la habitación y cierro la puerta por dentro.
—Tellín, ¿cómo vas campeón?, ¿en cinco minutos te pasas por mi despacho?
Corrí y sentí que la tristeza, por un momento, no conseguía seguirme el ritmo
Un tipo enchaquetado al que me cruzaba cada día en la oficina, pero que nunca se dignó ni siquiera a mirarme a la cara, me soltó eso, mientras yo, en calzones y con un antifaz ridículo de Spiderman, me preparaba para rodar la toma definitiva de una escena en la que, frente al espejo, debía tirar de mis michelines y decir desconsolado: con esta barriga es normal que Mary Jane no quiera estar conmigo.
Aquello, desde luego, no olía nada bien. Hacía tiempo que los rumores de despidos dejaron de ser eso: simples habladurías. Compañeros de trabajo desaparecían de un día para otro sin despedirse. Un guaje pasaba a primera hora cada mañana por sus mesas a recoger pertenencias y apagar ordenadores. El ambiente era frío y no solo en sentido figurado. La calefacción había dejado de funcionar hacía semanas. Los pocos que quedábamos por allí humeábamos al hablar y los cristales de las cámaras se empañaban en los platós. El ambiente era frío e inflamable —al borde de la combustión— y la tristeza generalizada.
Yo llevaba más de tres años trabajando para esa agencia de publicidad y nunca antes un jefe se había dirigido a mí, y mucho menos por mi apodo —me llamo Andrés Cabezuela, pero por circunstancias excepcionales que algún día contaré, todos me llaman Tellín-. Me vestí con tranquilidad. Sabía que estaba en la antesala de un momento importante, de esos a los que uno no puede ir a improvisar porque luego te carcome la desazón de no haber dicho esto, lo otro, o directamente no haberle partido la cara al sujeto allí mismo. Cuando ya tenía meditada la respuesta en el caso de que me entregara una carta de despido —concluí que "es un usted un malnacido" sintetizaba mi defensa a la perfección: sucinto, contundente e irrebatible— fui al despacho.
—¿Qué tal Tellín? ¿Cómo le va? –Me saludó con maneras exquisitas. Creo que el tipo había sido jugador de baloncesto en la década de los 90. La verdad es que aún conservaba buena planta, a pesar de que unas ojeras kilométricas le emborronaban toda la cara–. He estado echando un vistazo a las grabaciones de esta semana y tengo que felicitarle. Están genial, ¿eh? Estupendas.
—Muchas gracias. ¿Podríamos ir al grano por favor?
Claro. Le he citado aquí para presentarle una propuesta que seguro le va a resultar muy interesante. Mire Tellín, yo soy de los que piensa que a esta agencia no la representan ni sus directivos, ni las grandes estrellas que nos prestan su imagen, sino personas como usted: trabajadores obstinados, responsables y fieles.
—Vaya, se lo agradezco. ¿Qué propuesta sería esa? —insistí con ceño fruncido.
—Verá, el objetivo es ofrecer al público una prueba fehaciente de que todos los productos que publicitamos funcionan. Son muchos los anuncios que usted ha rodado, con verdadera solvencia, por cierto, interpretando el papel de antes. Ahora queremos ir un paso más. Nos gustaría que usted, Tellín, comience a interpretar también el papel de después. ¿Qué le parece?
No supe qué responder. La propuesta me descolocó por completo y la contestación que tenía preparada no me servía, en principio, en ese momento. Salí con lo primero que se me pasó por la cabeza.
—¿Cómo sabe usted mi apodo? No nos conocemos, ¿verdad?
El tipo se echó a reír y entonces caí en la cuenta de que tenía unos colmillos enormes, desproporcionados y de que, en realidad, no es que hubiera sido jugador de baloncesto, sino que era clavadito a Nikola Loncar.
—Bueno, yo no estuve en aquellas fiestas de Pumarín, pero algo me han contado —dijo con gesto burlón.
—Ya. Y volviendo a su oferta, ¿qué anuncios tendría que rodar?
—Le ofrecemos el papel de después en todos los anuncios en los que usted ya ha participado como antes. Bueno, todos menos en los del Jes-Stender, que ahí seguiríamos utilizando un doble, claro —volvió a echarse a reír y sus afilados incisivos quedaron, otra vez, al descubierto—. Ahí lamentablemente no podemos hacer nada.
Es cierto. He interpretado el papel de antes en muchos de los anuncios que aparecen en la televisión de madrugada: máquinas para fortalecer abdominales, bicicletas estáticas, dietas milagrosas, depiladoras e incluso, sí, un alargador de penes.
—Y, ¿qué tendría qué hacer exactamente? Debo ponerme fuerte, entiendo.
—Exacto. Queremos a un nuevo Tellín: musculado y pletórico. Le ofrecemos una inscripción anual al gimnasio más lujoso de la ciudad, un cheque para que compre todos los trastos que necesite en Decathlon y una dirección en la que podrán asesorarle con el tema de los anabolizantes.
—Supongo que, por fin, firmaríamos un contrato.
Su pálido semblante, entonces, se tornó serio.
—Podríamos estudiarlo en un futuro, pero Tellín, créame, a todas las partes nos beneficia este acuerdo. Tengo en la calle a cientos de actores esperando una oportunidad como esta. Piénselo. Necesitamos una respuesta mañana. A primera hora.
Iba dejándome caer, de madrugada, por las entrañas del centro con la idea de tomar el aire y escuchar Resituación, el nuevo disco de Nacho Vegas que había comprado por la tarde en la librería Paradiso. Necesitaba que la tristeza supurase por algún lado. Lo intenté en La Vida Alegre, también en La Plaza, pero hacía tanto frío y estaba tan preocupado que el alcohol no me hacía entrar en calor. Un pensamiento crepitaba en mi cabeza todo el tiempo: ¿Por qué razón tenía yo que dejar mi trabajo?, ¿por qué debía traicionar un oficio —el de actor de antes— que dignificaron en sus comienzos Alfredo Landa en Alemania y todo un premio Nobel como Robert Allen Zimmerman en Dallas?
Cuando ya enfilaba la de los Moros, un coche asalvajado se me cruzó y a punto estuvo de llevarme por delante
Me puse los cascos, arrancó Resituación y no sé si fue la tensión que había acumulado durante toda la tarde, el alcohol que logró finalmente soltar mis amarras o el vértigo de desconocer a qué textos de Nacho Vegas me enfrentaba esta vez, pero sentí, de repente, una inesperada euforia, unas ganas irrefrenables de gritar desaforadamente y salir corriendo. Os aseguro —basta con ver alguno de mis anuncios— que nunca antes me había sucedido algo así. Corrí. Corrí a pleno pulmón, a galope, "como un asturcón surgiendo entre la niebla", sin mirar atrás, en un estado de plena consciencia. Corrí hasta sentir dolor en la parte posterior de mis muslos —donde se me acumula la celulitis— por los golpes certeros de los talones al compás de Polvorado y sentí que la tristeza, por un momento, no conseguía seguirme el ritmo. Atravesé la calle Munuza en éxtasis. "Polvo somos, lo sabemos y en pólvora nos convertiremos" y, cuando ya enfilaba la de los Moros, un coche asalvajado se me cruzó y a punto estuvo de llevarme por delante.
—Buenas noches, ¿nos muestra su documentación, por favor? —dijo uno de ellos, con trato algo displicente.
—Pero, ¿qué he hecho? —añadí exhausto, sin haber podido recuperar todavía el aliento.
Enseguida llegó el "póngase cara a la pared", el "separe las piernas", el "enséñame las manos", el "móntese en el coche" y el "entrégueme su teléfono móvil".
Pensé en Muñoz Molina. Creo que fue a él al que le leí que pasear tranquilamente por algunas ciudades norteamericanas te convierte en un sujeto del que la policía suele desconfiar "porque no hay nadie más sospechoso que un hombre que no va a ninguna parte".
Rapaza de San Antolín, Runrún, Luz de agosto en Gijón. El que iba de copiloto había olvidado quitar la música de mi móvil y las canciones de Resituación iban cayendo como susurradas desde la parte de delante del coche. Yo estaba razonablemente tranquilo —supongo que por el efecto anestésico del alcohol—, aún no era capaz de encajar el sinsentido que estaba viviendo.
El coche paró en una plaza y uno de ellos —el copiloto— se bajó presto. Yo arrimé la cara a la ventanilla y escuché perfectamente lo que le preguntaba a un sereno.
—¿Ha sido él? —dirigió su mirada hacia mí.
El paisano me enfila, se lo piensa y responde:
—No.
—¿Está seguro? —insiste—. Le hemos visto corriendo por los alrededores.
—Sí, claro que estoy seguro. Este es el Tellín, el de los anuncios.
Entonces el otro se baja también del coche, abre mi puerta y me indica que salga.
—Así que tú eres el famoso Tellín. Yo no estuve en esas fiestas de Pumarín cuando te subiste a cantar El toro y la luna.
—¿De dónde se cree usted, agente, que le viene el mote? Centella, Centellín, Tellín. Yo sí estuve allí. Fue glorioso.
Ni abrí el pico. Simplemente lancé una mirada de desprecio cinematográfico —como las de Christopher Walken— a todos los que participaban en aquella escena ridícula. Salí del coche, agarré mi teléfono, levanté la mirada y entonces me di de bruces con el escaparate del Decathlon de la plaza de Seis de Agosto, el mismo que tendría que saquear al día siguiente si finalmente aceptaba la oferta. Una pintada descomunal con la frase Matar vampiros ocupaba toda la puerta de la tienda y no pude sino sentir orgullo por la idea de que las fuerzas y cuerpos de seguridad del Estado pudieran haber pensado en mí como artífice de semejante obra de arte.
Saldremos esta noche a destripar y exigir que nos devuelvan la ciudad
Busqué un banco en el que sentarme, entre el intenso trasiego de policías, paisanos y vecinos en bata de boatiné. Luego encendí un piti, me puse los cascos y, mientras la policía buscaba culpables por el barrio, puse Resituación. Al rato sonó Ciudad Vampira, la canción número cinco. "Saldremos esta noche a destripar y exigir que nos devuelvan la ciudad".
Entonces brotó en mí uno de esos chispazos de lucidez casi irrepetible, lo entendí todo y tracé un ambicioso plan. Esperaría allí sentado toda la madrugada, hasta que el Decathlon abriera sus puertas. No compraría pesas, bandas elásticas o balones medicinales, sino palos de golf: un hierro 7 y un putt, el más puntiagudo que tuvieran. Luego me pasaría por el Alimerka: necesitaba una ristra de ajos por si la situación se ponía tensa. Desde allí iría directamente a la oficina. Tenía una cita a primera hora de la mañana y yo soy una tío serio y puntual. No me gusta hacer perder el tiempo a la gente.
Nunca olvido la primera vez que escucho un disco. El día que compré Resituación, de Nacho Vegas, ultimé los detalles para decapitar mi primer vampiro.
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Juanjo Cubero
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