RELATOS MELÓMANOS
Xoel siempre se está yendo
Juanjo Cubero 4/09/2016
En CTXT podemos mantener nuestra radical independencia gracias a que las suscripciones suponen el 70% de los ingresos. No aceptamos “noticias” patrocinadas y apenas tenemos publicidad. Si puedes apoyarnos desde 3 euros mensuales, suscribete aquí
Recuerdo perfectamente aquel día porque sufrí uno de mis primeros ataque de ansiedad —y eso nunca se olvida—. Había pasado la mañana entera espiando las cuentas de Facebook de mis compañeros de colegio de Badajoz. Julián era ya un traumatólogo de cierto prestigio, a tenor de las fotos que publicaban los futbolistas del Barça, acompañadas con toda clase de parabienes y agradecimientos. Isa escribía historias para la Fox y había colgado una captura de pantalla con su nombre en los créditos de la nueva temporada de Fargo. Jorge era un capo de Endesa. En su foto de perfil aparecía abrazado al Chacho, celebrando la última liga del Madrid, y el fatuo de Martín —el más bobo de la clase— se vanagloriaba de haber conseguido llenar el Circo Price una vez más.
Recuerdo el tremendo desasosiego, la sensación de ahogo, la angustia. Recuerdo que estrellé un vaso contra el suelo, que arrastré sobre los cristales mi pie izquierdo y que tras tomarme un par de pastillas, por fin, conseguí descansar. A partir de ahí tengo algunas lagunas, pero puedo intentar haceros una composición de lugar de lo que sucedió después.
Reconozco que soy un tipo muy cinematográfico cuando me pongo triste, pero aún no logro explicarme —ya digo que tengo algunas lagunas— cómo llegué a Barajas. Si fui en metro, en BiciMAD o, si acaso, abrí la ventana y desplegué mis alas como Riggan Thomson antes de convertirse en Birdman. Lo cierto es que me presenté en un mostrador de Iberia Express y le solté a una chica morena, con gafas de pasta.
—Deme, por favor, un billete. Necesito coger el próximo vuelo. El destino me es indiferente.- La verdad es que la chica ni se inmutó. Entiendo que en Barajas deben estar acostumbrado a situaciones mucho más surrealistas.-
—En 45 minutos, aún le da a tiempo, sale un vuelo a Badajoz.
—¿A Badajoz? —fue pensar que podría cruzarme por la calle con más compañeros de colegio y empezar otra vez a temblar.
—Vale. Deme un billete para el próximo vuelo que no vaya a Badajoz. Me es indiferente el destino.
—¿Granada?
—Fabuloso.
Y así es cómo llegué al Aeropuerto Federico García Lorca aquella tarde. Y así, de auténtica casualidad y por recomendación del taxista que me acercó al centro, acabé reservando una habitación en un hotel que había sido la casa de infancia del poeta.
No tenía ningún plan. No tenía billete de vuelta. Por no tener, no tenía ni equipaje. Había salido con lo puesto, así que tampoco había cogido ansiolíticos, ni pasta suficiente. Debía encontrar una farmacia y un cajero. Después, quizá, un H&M, aunque, eso no era tan prioritario.
Aproveché que el recepcionista del hotel andaba ocupado con un cliente para reflexionar acerca de la manera en la que podía explicarle todas estas necesidades sin que llamara inmediatamente a la policía. Cuando ya tenía mi esquema más o menos definido, me di cuenta de que el huésped con el que hablaba me sonaba de algo. Tanteé al botones.
—Oiga, este hombre es famoso, ¿verdad?
—Bueno, famoso. Es músico. Xoel López. Toca esta noche en el Teatro Isabel La Católica.
—¿Y está muy lejos de aquí ese teatro?
—Es ese edificio que ve usted allí, en la acera de enfrente.
Lo siguiente que recuerdo es estar sentado en la última fila del Teatro Isabel La Católica y ver aparecer a un tipo muy similar a don Ceferino, el hombre orquesta del pueblo de mi padre, que tocaba la flauta, el bombo y marcaba el ritmo con una pandereta anclada al tobillo. Y si le pisabas el pie, dejaba de tocar.
Dicen que todo recuerdo tiende a la exageración desmesurada, pero créanme que ver a Xoel López en solitario es un desafío para desmemoriados.
Yo vi a un hombre coquetear con todos los verbos de la primera conjugación sobre un escenario. Le vi tocar el piano, estrujar la guitarra, cantar las estrofas en un micrófono y corear en otro, con eco catedralicio. Le vi silbar, marcar el ritmo con una pandereta incrustada en la puntera de su zapatilla derecha, puntear, soplar una armónica, bailar, dar palmas, acariciar un ukelele, marcar el ritmo con la puntera de su zapatilla izquierda, jugar con la intensidad, disfrazar a la guitarra de cajón flamenco. —Don Ceferino, que en paz descanse, tendría usted que haberlo visto—.
Le vi tocar el piano, estrujar la guitarra, cantar las estrofas en un micro y corear en otro, con eco catedralicio
Yo vi a un hombre al que es muy difícil seguir la pista porque siempre se está yendo. Cuando aún intentas digerir el final de Caballero, —rabioso, frenético—, surge desnuda Ver en la oscuridad. Cuando aún estás salivando por la versión a piano de Tendremos que esperar, va y se pone eléctrico para dar la bienvenida a Un año más. Y cuando tú aún estás flipando con el falsete de “todo va a salir mejor”, de repente, cambia el tempo con la pandereta, se hace un solo de guitarra, y —muy tranquilo— se pone a silbar. Luego pide “un poco de luz” y una lucecilla —como de mesita de noche— le ilumina la cara. Y le da por cantar aquello de “yo soñaba con un día poder alcanzar la playa” y la escena se funde a negro entre una algarabía descontrolada con acento nazarí.
Yo vi a un hombre cantar por Lorca La canción del jinete, llenar él solo el escenario de un teatro en el que La Barraca estrenó La vida es sueño y susurrar Postal de Nueva York con la misma desazón con la que el poeta escribió en Manhattan.
Yo vi a un hombre desaparecer entre bastidores después de jurar y perjurar que no creía en los fantasmas.
Yo vi a un hombre ofrecer uno de los mejores espectáculos a los que he asistido últimamente. Si los discos en directo alguna vez tuvieron un sentido —más allá de obligaciones contractuales con las discográficas— fue para plasmar y recordar momentos como estos. —Así como te recuerdo, es como quiero recordarte—.
A la salida, en la puerta del teatro, sus compañeros de viaje ya cargaban los trastos en la furgoneta. Estaban todos menos él, que entiendo había tirado primero hacia alguna parte, porque Xoel siempre se está yendo. Yo, aún un poco aturdido, eché la mano al móvil, que es lo que se supone que hay que hacer cuando no sabes qué hacer, y abrí el Facebook para comprobar si ya había colgado en su cuenta oficial la canción de Héctor Lavoe que nos había prometido durante el concierto. Lo que me encontré en mi muro fue una carta de despedida de un compañero de colegio, Adrián, que se marchaba a Estados Unidos con una beca del banco en el que trabajaba. Entonces, comencé, otra vez, a temblar, y casi sin querer abrí el Tinder. Una tal Natalia me había hecho un match y al final, qué queréis que os diga, el fin de semana, entre una cosas y otras, no se dio ni tan mal.
Recuerdo perfectamente aquel día porque sufrí uno de mis primeros ataque de ansiedad —y eso nunca se olvida—. Había pasado la mañana entera espiando las cuentas de Facebook de mis compañeros de colegio de Badajoz. Julián era ya un traumatólogo de cierto prestigio, a tenor de las fotos que publicaban los...
Autor >
Juanjo Cubero
Periodista y melómano.
Suscríbete a CTXT
Orgullosas
de llegar tarde
a las últimas noticias
Gracias a tu suscripción podemos ejercer un periodismo público y en libertad.
¿Quieres suscribirte a CTXT por solo 6 euros al mes? Pulsa aquí