RELATOS MELÓMANOS
Un disco de Jorge Drexler me trajo hasta aquí
Juanjo Cubero 5/10/2016
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Es martes, 27 de septiembre de 2016 y Diego Bernal rebaña el tomate que cae de una rebanada demasiado tostada, mientras apura un zumo de naranja teóricamente poco concentrado. A continuación, cebará prolijo el mate, preparará el termo, se ajustará la corbata frente al espejo y, antes de irse, abrirá la ventana para comprobar si definitivamente la mañana clareó.
Diego Bernal se percatará de que al otro lado de la calle hay un operario colgado de una farola. El tipo estará instalando el enésimo cartel publicitario con el rostro de Luis Suárez. El jugador del Barcelona ha promocionado ya aerolíneas, bebidas azucaradas, una red de locales de pagos y cobranzas, equipamiento deportivo y centros auditivos. Esta vez sostiene un celular y Diego Bernal se preguntará si acaso Suárez no publicitó ya en su momento la otra empresa de telefonía móvil que opera en Uruguay.
“No tengo la certeza, pero podría ser” le contestará luego su compañero de trabajo Pablo Grimaldi cuando le plantee la cuestión “teniendo en cuenta que acá, en el paisito, las agencias de publicidad no andan sobradas de ídolos”.
Diego Bernal se dispondrá a abandonar su departamento en la calle Soriano -no excesivamente lejos de la Ciudad Vieja- pero se percatará de que la radio permanece encendida en el living. Dará media vuelta y cuando esté a punto de girar la rueda para acallarla –se trata de un aparato antiguo, pero no obsolescente- surgirá una canción.
Diego identificará al instante las notas que preceden a un texto indisoluble en su recuerdo: “El deseo sigue un pulso paralelo. Y la historia es una red y no una vía”.
Se sonreirá y dejará sonar la canción un poquito, concretamente hasta que llegue esa parte de “La vida también es aquellos mensajes (…) Clara, evidente, manda la libido. La fidelidad, brumosa palabra, con su incierta lista de gestos prohibidos muerde siempre menos de lo que ladra”.
Bernal atrancará la puerta del departamento, bajará las escaleras y caminará dos cuadras para tomar un ómnibus hasta el puerto. Allí subirá al buque en el que labura cinco días por semana.
Casi dos años antes, en la medianoche española del 23 de octubre del 2014 —jueves— Diego Bernal embarcaba en un Airbus A330 de Aerolíneas Argentinas, operado por Air Europa, con destino al Aeropuerto Internacional de Ezeiza, en Buenos Aires.
Su asiento 27 A, con vistas privilegiadas al océano, carecía de compañeros de viaje, así que las previsiones de Diego eran bastante halagüeñas: podría pasarse las doce horas venideras en posición horizontal, sin rubores.
La escucha de 12 segundos de oscuridad había confirmado sus sensaciones a ras de cielo. Estaba obsesionado con el disco
Diego Bernal trabajaba en el Museo del Greco, en Toledo, España, y entre sus obligaciones figuraba la de acompañar a las pinturas en los viajes a exposiciones temporales. Ejercer, por ejemplo, de guardaespaldas de la Vista y plano de Toledo le había permitido, entre otras cosas, bañarse en las playas de Creta, visitar la plaza Garibaldi o encallar en los cayos de Florida.
En esta ocasión, Diego debía custodiar Las lágrimas de San Pedro hasta el Museo Nacional de Bellas Artes de Buenos Aires donde se había organizado una muestra que conmemoraba el IV centenario de la muerte del artista.
Cada vez se le hacía más cuesta arriba viajar sin Candela a Diego. Insistió mucho, pero a ella no le concedieron tantos días libres. “No todos tenemos trabajos tan interesantes como el tuyo” le había soltado en un tono un tanto apesadumbrado en la terminal aquella noche.
Diego maldijo no haber traído somníferos porque a pesar de que el avión había despegado en un horario muy propicio, no lograba engatusar al sueño. Se levantó infinidad de veces, recorrió el pasillo central, fue al baño, volvió a su asiento, se apretó dos güisquis, escrutó la revista de la aerolínea, diseccionó las instrucciones para los aterrizajes de emergencia, recordó aquella escena de El club de la lucha en la que Tyler Durden explica que respirar por una mascarilla le hace a uno ser más dócil y aceptar su destino; se atemorizó, creyó por un momento que el avión perdía altura, acribilló a preguntas a la tripulación, logró tranquilizarse, se propuso dormir, recolocó el manual de emergencias en el bolsillo del asiento y comprobó que allí dentro alguien había olvidado un disco: 12 segundos de oscuridad de Jorge Drexler.
Apenas conocía Diego Bernal a Jorge Drexler. Nunca le vio en directo, ni siquiera había escuchado con sosiego alguno de sus discos, pero el inoportuno insomnio acrecentó su curiosidad.
Sacó el libreto del estuche, comenzó a leer uno a uno los textos e intentó imaginar las melodías que con esas estrofas se podían trenzar.
La primera canción con la que tropezó estaba en las páginas centrales y su título aparecía en letra negra, sobre fondo blanco: El otro engranaje. Le entusiasmó ese texto escrito, según se detallaba en el libreto, en pleno vuelo Madrid · L.A.
“El deseo sigue un curso paralelo y la historia es una red y no una vía (…) Y bajo los congresos, las giras, rodajes, las ferias agrícolas y convenciones, gira inexorable el otro engranaje, la noria invisible de las transgresiones” .
Pasó un par de páginas y se apuntó en su cuaderno de viaje, donde coleccionaba garabatos, conversaciones ajenas y reflexiones personales, el desenlace de La infidelidad en la era informática.
“La obsesión desencripta lo críptico, viola lo mágico, vence a la máquina y tarde o temprano nada es secreto en los vericuetos de la informática”.
Lo que un principio pudo parecer un pasatiempo para estimular cuanto antes la caída de unos párpados impertérritos, se convirtió pronto en una apasionada lectura. También hubo desconcierto y perplejidad. Exudaban los textos una franqueza que Diego no recordaba haber leído en largo tiempo en una canción.
Continuó manoseando el libreto. “El velo semitransparente del desasosiego un día se vino a instalar entre el mundo y mis ojos. Yo estaba empeñado en no ver lo que vi, pero a veces, la vida es más compleja de lo que parece”.
La vida es más compleja de lo que parece había sido escrita en el Cabo Polonio, un lugar situado en el país más chiquito de Latinoamérica, entre los dos más grandes, a apenas 90 kilómetros de la frontera con Brasil.
Nunca le vio en directo, pero el inoportuno insomnio acrecentó su curiosidad
Tras un escrutinio minucioso, Bernal concluyó que el Cabo constituía el corazón del disco. Allí habían sido armadas muchas de las canciones de 12 segundos de oscuridad. En otras, la inspiración había pillado a Drexler a miles de pies del suelo. De hecho, a Diego Bernal le pareció muy revelador encontrarse una composición titulada Transoceánica, escrita durante un vuelo a Los Ángeles, cuyas primeras letras decían “voy en este vuelo transoceánico oyendo tus versos melancólicos”.
En cuanto llegara a Buenos Aires Bernal necesitaba ponerle música a estos textos que ya le arrebataban.
La mañana del 25 de octubre de 2014 —sábado—, Diego Bernal entregó 100 euros a un quiosquero de la calle Florida de Buenos Aires. Los 1500 pesos argentinos que el tipo le devolvió doblados por la mitad y enrollados en una goma resultaron un cambio extraordinariamente ventajoso en comparación con el que ofrecían en la sucursal oficial del Puerto Madero. A las 12.10, y con Las lágrimas de San Pedro ya a resguardo en el Museo Nacional de Buenos Aires, Bernal tomó por vez primera el buque que parte en dos el río de la Plata. Disponía de dos días sin obligaciones laborales, así que decidió viajar hasta el Cabo Polonio. La escucha de 12 segundos de oscuridad había confirmado sus sensaciones a ras de cielo. Estaba obsesionado con el disco.
Diego Bernal disfrutó del paso de la Argentina al Uruguay, incluso hizo buenas migas con el personal del barco. Pablo Grimaldi, camarero de la cafetería de la primera planta y natural de Salto, capital del departamento uruguayo del mismo nombre, le mostraría con todo tipo de atenciones la ruta que debía seguir para arribar al Cabo.
Bernal tomaría un autobús desde la estación de Tres Cruces de Montevideo a las 7 de la mañana del 26 de octubre de 2014 —domingo—, del cual se apearía 5 horas después, en el kilómetro 264.5 de la ruta 10.
En el Cabo Polonio no hay luces encendidas, ni goteras por grifos abiertos. No hay aglomeraciones, pero sí muchos lugares comunes que pueden inspirar el poemario de un diletante. Hay gaviotas que no se apartan a tu paso, silencio, portazos, gatos asilvestrados y atardeceres y amaneceres que parecen zurcidos por Sorolla.
En el Cabo Polonio uno por fin entiende el significado de ver caer sobre sí un diluvio de estrellas.
La fidelidad, brumosa palabra, muerde siempre menos de lo que ladra
Diego Bernal siguió las instrucciones de aquel mesero al pie de la letra. Preguntó por Yanina nada más bajarse del todoterreno en el que había llegado abriéndose paso entre dunas. Le entregó 1000 pesos uruguayos —unos 30 euros— que le permitirían hacer noche en un pequeño ranchito y esperó “porque lo mejor del Cabo está en la madrugada”. Luego pasó la tarde bebiendo y caminando. Avistó lobos marinos, charló con el farero y vio el anochecer parado frente al mar, en la playa del sur. Se resguardó del viento detrás de La Nena y La Juanita, dos embarcaciones ya ancianas, y quedó en completa oscuridad, bajo la majestuosa mirada de un faro que daba la cara cada 12 segundos. En ese momento tan idílico, vergonzoso visto seguramente para los demás, prendió otra vez Diego Bernal la música de Jorge Drexler.
“Gira el haz de luz para que se vea desde alta mar (…) La noche cerrada, apenas de abría, se volvía a cerrar”. La voz de Drexler le sonaba en el Cabo aún más vencida, al borde incluso de la lágrima en canciones como Hermana Duda. “Ojalá que tú sigas mordiendo mi lengua. Pero esta noche, hermana duda, dame una tregua”.
Tras El fuego y el combustible, el Cabo quedó en completo silencio y Bernal emprendió el camino de regreso al rancho.
Tuvo que esperar Diego Bernal el paso del faro cada 12 segundos para poner “pie detrás de pie, tras el pulso de claridad” porque no había tomado su linterna, a pesar de haber sido advertido de que deambular por el Cabo Polonio de noche era una aventura, a veces, angustiosa. Caminó un par de horas siguiendo la estela que hacía la luz del faro al pasar, haciendo un alto en el camino cuando la luz le vencía y reanudando la marcha cuando la veía venir de lejos, 12 segundos después. Pero no lo logró. No encontró su ranchito. Todos le parecían iguales. Había tomado como referencia unos andamios, pero esos andamios habían desaparecido. Paró en uno cualquiera. Se sentó en el porche, con el abrigo abrochado hasta los labios porque en el Cabo el viento pega fuerte y los portazos son tempestuosos. Esperó ver amanecer, a la intemperie. Allí cayó dormido.
Diego Bernal llegó a la terminal 4 del aeropuerto de Madrid-Barajas el día 31 de octubre –viernes- a las 6.50 hora local, con un constipado espantoso que apenas le había permitido dormir en todo el vuelo. Encendió el móvil, también su reproductor de mp3. Pulsó El otro engranaje —se había convertido en algo ya enfermizo— y un mensaje de wasap —porque “la vida también es aquellos mensajes”— interrumpió eso de “El deseo sigue un curso paralelo. Y la historia es una red y no una vía”.
Era Candela: “Cariño, al final Diego llega hoy. Nos vemos mejor mañana, ¿vale? No me escribas en todo el día, por favor. Pasaré con él la noche”.
No me escribas en todo el día, por favor. Pasaré con él la noche
En un primer momento, Diego no pareció entender. Candela siempre se refería a él con el término cariño, por lo que no le cabía en la cabeza que hiciera mención después a un tal Diego. Marcó su número, y cuando ella estaba a punto de contestar, de repente, comprendió todo. Colgó. Se sentó sobre la cinta a esperar las maletas y puso otra vez la música. “El deseo sigue un curso paralelo. Y la historia es una red y no una vía”. Diego no pudo evitar sonreír al escuchar esa parte de “La fidelidad, brumosa palabra, con su incierta lista de gestos prohibidos muerde siempre menos de lo que ladra”. Nunca más volvió a ver a Candela.
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Juanjo Cubero
Periodista y melómano.
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