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Durante veinte años Carl Seelig sacó a pasear del manicomio a un hombre de letras, llamado Robert Walser, autor de las novelas El ayudante, Los hermanos Tanner, Jakob von Gunten, entre otros libros. Este hombre, admirado por Kafka, Musil, Hesse y Thomas Mann, va soltando ideas profundas sobre el hecho escriturario. Seelig vierte esas ideas en forma de aforismos.

La pareja de amigos habla mientras camina por los bosques. Un genio camina e imparte sabiduría con infinita modestia. Su pobre mente no le daba para ser él mismo. Fuera del andar su mente estaba allí para enloquecer (y lo sabía). La precariedad de su psique podía compensarla con la fortaleza de su cuerpo. El escritor suizo no sólo apreciaba el paisaje por el paisaje; era en la soledad de los andares vivificadores cuando escuchaba las voces del viento, el rumor de las hojas de los árboles, el paso de las nubes, el transcurrir de los días. Todo eso le iba hablando y, al tiempo, lo iba desenloqueciendo.

En la tarde del 25 de diciembre de 1956, vestido con ropa de abrigo, Robert Walser salió sin compañía alguna a dar su paseo. Será el último. Dos niños lo encuentran sin vida, tendido en la nieve. Desde ese momento, Robert Walser desenloqueció del todo, para entrar de lleno en la leyenda de los grandes creadores en lengua alemana.