¿El deporte de los 'caballeros'?
El mundo del rugby suele remarcar los valores de honestidad y nobleza para distinguirse del fútbol. Sin embargo, su práctica no esta exenta de escándalos y prejuicios
Gorka Castillo 9/11/2016
COUPE DU MONDE DE RUGBY 2011 NOUVELLE ZELANDE ARGENTINE
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Existe una corriente de opinión en el mundo del deporte que suele confirmar la superioridad moral del rugby sobre el fútbol. Quienes la defienden siempre apelan a la pervivencia en este juego de villanos practicado por caballeros de una serie de valores de honestidad, nobleza y fair play que el fútbol, lamentablemente, perdió hace muchos años.
Los que creen en esto firmemente suelen lamentar, no sin cierta amargura, que el rugby no sea un deporte bien implantado en el sistema educativo de este país, porque si lo fuera los referentes juveniles no serían los estomagantes ególatras del mundo del fútbol sino tipos con aspecto de orco malvado, como el capitán de los All Blacks que, siguiendo las enseñanzas del whanau maorí, suele dar ejemplo de humildad y compañerismo barriendo y limpiando el vestuario del equipo varias veces al año.
Son normas que cualquier practicante de este deporte da por supuestas, porque se aprenden de niño como una parte trascendente del juego y que culminan arraigadas en sus propias vidas. Quien haya estado alguna vez dentro de una melé, en un ruck, en un agrupamiento; quien haya logrado concluir una carrera de 20 metros sin ser placado y reconozca una derrota honrando al vencedor con un pasillo triunfante en medio de un campo embarrado, sabe que hay leyes secretas que ninguna persona debe cuestionar. Y menos si juega al rugby.
Los integrantes del AS Bayonne se dedicaron a regurgitar su borrachera agrediendo a varias mujeres
Sin embargo, hay veces que los caballeros del rugby olvidan todo esto y se comportan como verdaderos delincuentes. Un ejemplo reciente lo han dado los integrantes del equipo vascofrancés del AS Bayonne la noche del 3 de septiembre en la localidad vizcaína de Durango. Tras disfrutar como invitados de honor de la fiesta del rugby que anualmente celebra el club local y del imperativo tercer tiempo posterior, se dedicaron a regurgitar su borrachera agrediendo a varias mujeres. Entraban y salían de los bares de las calles del municipio como antropoides, entre risas de placer cómplice y gritos de que “las querían follar”. La gente se apartaba a su paso con temor a que los bravucones les desafiaran con sus poses toreras.
“En cuanto conocimos los hechos enviamos una carta al AS Bayonne dándoles un plazo de una semana para que se posicionaran en contra de estos hechos. Tras no recibir respuesta les comunicamos que ese club no sería nunca bien recibido en Durango y nos pusimos a total disposición de las mujeres para todo lo que estimen oportuno”, explica Juan Manuel Iriondo, presidente del Durango Rugby Taldea.
Apenas unos días después, recibieron la notificación de que los jugadores franceses señalados por su participación en estos hechos ya han sido expulsados del club. De por vida. “Somos un club de cantera, que trabaja con 200 chavales a quienes educamos en valores de comportamiento basados en el respeto, el compañerismo y la solidaridad. Una agresión sexista es inadmisible venga de donde venga y haremos lo que sea necesario para que se haga justicia con las chicas agredidas”, asegura Iriondo.
También en Argentina, donde el rugby se exhibe como el antídoto más eficaz para frenar la expansión del virus violento de sus hinchas del fútbol, llevan más de un mes abatidos y abochornados por la exhibición de cobardía mostrada por tres jugadores del equipo San Cirano de Villa Celina, en el gran Buenos Aires, con una persona sin hogar a la que derribaron en plena calle sin mediar motivo alguno. La indignación ante de este hecho es que los agresores lo filmaron para subirlo a las redes sociales, donde se viralizó a escala planetaria. Uno de ellos, Julián Cirigliano, de quien se ha difundido su identidad como parte de la condena expiatoria impuesta por el club, empuja a un hombre que vive en la calle y corre para subirse a un coche en movimiento. Ni qué decir tiene que Cirigliano y sus dos acompañantes jamás volverán a jugar un partido oficial. Ni en Argentina ni en Sebastopol. Desde que cometieron su fechoría son tratados como apestados.
Su penosa historia podría haber acabado con el escarnio público al que fueron sentenciados y la suspensión de por vida, pero no. Tenía que haber algo más que al menos sirviera para mostrar la grandeza del rugby, los valores que todavía conserva y que lo hacen inigualable. Así que el club afectado publicó una posdata a las sanciones disciplinarias en la que se indicaba que los tres agresores también habían sido obligados a cumplir “tareas comunitarias como acción reparadora” durante varios meses en dos fundaciones que trabajan con gente sin hogar de la capital argentina. ¿Alguien puede imaginar qué sucedería si Cristiano Ronaldo, Neymar o el trío de De Gea, por poner algunos ejemplos, fueran castigados a realizar estas tareas por comportamientos impúdicos?
¿Alguien puede imaginar qué sucedería si Cristiano Ronaldo, Neymar o el trío de De Gea fueran castigados a realizar estas tareas por comportamientos impúdicos?
El de Durango y San Cirano sólo son dos casos. Quizá los últimos de un extensa letanía de escándalos impresentables que el rugby pocas veces deja pasar por alto sin impartir justicia modélica ni ser sometidos a la autoridad de sus dirigentes, algunas de ellas destinadas a demostrar cuál es el fundamento espiritual de este deporte. Dentro y fuera del estadio. Que se lo pregunten si no al delantero irlandés Trevor Brennan, un flanker colosal que vistió muchas veces la verde camiseta del XV del Trébol, por el desenlace de su agresión a un aficionado del Ulster durante el calentamiento de un partido de la copa Heineken, la Champions del rugby: Brennan, en pleno cenit de su carrera, fue suspendido a perpetuidad, aunque la sanción fue rebajada posteriormente a cinco años, y multado con 17.000 libras. Algo difícil de ver en el fútbol, sobre todo si tiene como protagonistas a una de esas figuras galácticas a quienes el talonario ha convertido en seres intocables. Ahí es donde el árbitro galés Nigel Owens suele encontrar su analogía favorita para aplacar las tibias críticas que extrañamente reciben los colegiados durante un partido incendiario. La más memorable ocurrió durante el último mundial de Inglaterra, un Sudáfrica-Escocia.
En un momento del partido, que se jugaba en el campo de fútbol del Newcastle, el zaguero del XV del Cardo Stuart Hogg simuló recibir un golpe de Tendai Mtawarira, pilier de los Springboks. Tras protestar a Owens, éste le llamó, le apuntó con el dedo y le dijo frente al micrófono que utilizan para pedir la ayuda del vídeo en las jugadas decisivas: “Vi lo que pasó. Saltó a bloquear y no hay nada malo en ello. Si te vas a tirar así, vuelve en dos semanas a jugar aquí (al fútbol, se entiende). Por favor, hoy no”. Y el joven Hogg bajó la cabeza ante la autoridad casi sagrada del árbitro y se largó inmediatamente en medio de la ovación cerrada de un público mayoritariamente escocés.
Owens. Nigel Owens. Toda una garantía en la aplicación del reglamento y también todo un personaje. Además de estar considerado como uno de los mejores árbitros de rugby del mundo, es homosexual. Lo confesó en 2007 ante las cámaras de la CNN en hora de máxima audiencia. El relato de cómo despejó sus dudas y la manera en la que encaró el impacto de su revelación sexual en un mundo tradicional y muchas veces machista como es el rugby se convirtió en una historia sobrecogedora. “Yo no quería ser gay”, comenzó Owens su emotiva exposición. “De hecho, fui al médico durante un tiempo para ver si podían castrarme químicamente de algún modo, por si eso me ayudaba a dejar de serlo”.
Fue entonces cuando le embargó una profunda melancolía. En el fondo, percibía que era prisionero de un mundo trivial, en cierto modo paralelo a su propia realidad. Visiblemente emocionado, el hoy venerado juez de partidos memorables como la final del último Mundial entre los All Blacks neozelandeses y los Wallabies australianos reconoció que los tiempos han cambiado mucho. Por fortuna. “A veces me molesta cuando dicen que este deporte es homofóbico. Todo el mundo sabe quién soy en cuanto a mi sexualidad se refiere y la gente se pone de pie y me aplaude en la Copa Mundial. En mi opinión, eso dice mucho”, dijo al final de aquella excepcional entrevista.
Los casos de Hogg, Brennan, San Cirano o Bayonne demuestran que el rugby no está exento de actitudes impresentables
El rugby no es excepcional. Los casos de Hogg, Brennan, San Cirano o Bayonne demuestran que, por mucha ejemplaridad con la que trate de blindarse, el rugby no está exento de escándalos, de actitudes impresentables. El caso de Owens, el valiente árbitro, demuestra que el respeto y la camaradería tampoco libran del espantoso abismo que se le presenta a todo aquel que teme ser rechazado por sentirse diferente.
Para Gareth Thomas, una leyenda viviente del rugby en Gales, declarar su homosexualidad en público fue más duro que recibir un directo entre los ojos. “Era físicamente fuerte, pero mentalmente débil y temeroso”, aclara. Su encuentro crucial con la vida llegó en 2009 durante una entrevista concedida al Daily Mail. Allí detonó la bomba de relojería que tenía escondida en las profundidades abisales de su propio ser: “Now it's time to tell the world the truth. I'm gay” (Ha llegado el momento de decir la verdad al mundo. Soy gay). No debió de ser fácil tomar aquella decisión, especialmente cuando Thomas, entonces capitán de los Dragones y de los British & Irish Lions, quería seguir compitiendo contra los deportistas “más rudos y machos del mundo”, como él mismo definía. Pero la realidad que tanto le perturbaba era inevitable. En los encuentros posteriores, todas las miradas se centraron en él, el niño prodigio que debutó en su selección con 20 años, el genio precoz que pasó su infancia encerrado entre barrotes de prejuicios en Cardiff, las llamadas de teléfono a su madre llorando de pena cuando tenía 9 años, el descubrimiento de su sexualidad a los 16 años, o los deseos de quitarse la vida cuando sólo veía grietas monstruosas entre la práctica de su deporte preferido y el deseo pasional.
Un día no soportó más aquella dualidad y se derrumbó frente al resto del equipo a la conclusión de un partido mal jugado. “No podía parar de llorar”, recuerda. El técnico le apoyó. Todos le apoyaron. “Te queremos”, le dijeron rotundos aquellos compañeros con aspecto de orcos, quizá, porque le vieron atenazado por esa inmensa ficción planetaria que se ha construido en torno al colectivo homosexual. Pero, como las grandes historias, aquella también mereció ser contada desde el otro lado de la valla, lejos de los estadios y de los campos de entrenamiento.
El lado invisible de Gareth Thomas se muestra en un curioso anuncio cervecero cargado de emoción. Son algo más de 4 minutos zurcidos con un guión perfecto, un montaje preciso, unas imágenes inolvidables y una música cuidadísima que, en las escenas finales, haría quitarse el sombrero a Woody Allen. La forma en la que se encadenan los testimonios privados de Thomas con el estilo de su juego, siempre feroz, sirve para estrechar los prejuicios infernales que separan ambos mundos y, de paso, demuele algunos diques que se resisten a abandonar el subconsciente social.
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Gorka Castillo
Es reportero todoterreno.
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