SIEMPRE TERCERO
Luz en las ventanas
Por mucho que la defiendan, la verdad suele ser bastante más aburrida que las mentiras
Hugo Izarra 9/11/2016
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En el verano de 1977, David Bowie llevaba ya varios meses viviendo en Berlín. Cuentan que una tarde, asomado al ventanal de la sala de grabación de los estudios Hansa, vio a una pareja en la calle, junto al Muro, besándose bajo la torre de vigilancia de la Köthener Strasse. Aquella imagen, dicen, dio pie a la creación de una de sus letras más celebradas: Heroes. Durante décadas esa fue la versión oficial, pero no fue exactamente así. En realidad, Bowie mintió, porque no tuvo que asomarse a ninguna ventana para ver a aquella pareja que le hizo recordar el beso de los Amantes entre los muros del jardín de Otto Mueller.
Para empezar, las ventanas de la sala de grabación de los Hansa estaban a más de dos metros de altura. Tendría que haberse encaramado al piano o trepar por la pared hasta llegar a la repisa y, aun así, difícilmente podría haber mirado hacia abajo. Los amantes –Tony Visconti, su amigo y productor, y Antonia Maas, una de sus coristas– estaban besándose en la misma sala que él. El muro en que se apoyaban no era otro que la pared de los ventanales. Como Visconti era un hombre casado, Bowie optó por inventarse una historia con más poesía y menos verdad. Casi treinta años después, admitiría en una entrevista que lo había hecho para protegerle. Si hubiese sido así, jamás lo habría reconocido.
Por mucho que la defiendan, la verdad suele ser bastante más aburrida que las mentiras. La realidad supera a la ficción en contadas ocasiones; el resto del tiempo es la cosa más lenta, prosaica y repetitiva que existe. Bowie echó mano de una imagen tan poderosa como el Muro porque decir, sencillamente, que la canción habla de dos alcohólicos que intentan rehabilitarse y que se la inspiró el escarceo de dos compañeros de trabajo habría tirado todo el romanticismo por la ventana.
Muchas historias empiezan con una ventana. También en Berlín, pero en 1961, las ventanas de la Bernauer Strasse marcaron durante semanas la frontera entre la libertad y la sinrazón. La calle pertenecía al sector francés, pero a muchos de los edificios se accedía desde el sector soviético. Las fachadas daban a Mitte, al Berlín Oriental, y las traseras, a Wedding, del lado Occidental. El Muro se había construido precipitadamente y atravesaba varios de aquellos edificios. Muchos utilizaron sus ventanas para huir al lado Oeste. Diez personas murieron en el intento. Aquel mismo otoño se vació la última vivienda de la llamada calle de las lágrimas. Luego tapiaron con ladrillos las ventanas, bloquearon las puertas e impidieron el acceso a los tejados. Dos años más tarde se derribaron todos los bloques para poder levantar un Muro mucho más grande, más alto y más atroz. E incluso después de eso hubo quien intentó pasar al otro lado.
En Berlín, las ventanas de la Bernauer Strasse marcaron la frontera entre la libertad y la sinrazón
A mi gata, Sammy, le encanta subirse a la ventana y mirar a los pájaros. No importa que llueva o haga sol, podría pasarse horas mirándolos. Los observa volar, los mira ensimismada cuando se apoyan en los cables del tendido eléctrico o en las viejas antenas de televisión y con curiosidad científica cuando crían a sus polluelos en las chimeneas del tejado de enfrente. Los mira a veces con un aire tan melancólico que me hace sentir compasión por ella. Hasta que me doy cuenta de que yo soy un humano mirando a una gata que mira pájaros por la ventana y me compadezco a mí mismo.
Leí una vez a Truman Capote que la noche convierte en espejos a todos los cristales. Cuando llegué a esta casa, hace ya ocho años, un viejo solitario vivía en el piso de enfrente. Desde mi dormitorio podía verle pasar las horas en su cocina. Leía, veía la televisión, miraba mucho por la ventana. Poco después, mi futura exmujer dejó su ciudad y se vino a vivir conmigo. Él nos observaba desde su cocina un poco como Sammy mira a los pájaros, de reojo, con una mezcla de embeleso y resentimiento. A sus ojos, probablemente, ella y yo no éramos mucho más que peces en una pecera. Asomarse a una ventana, de hecho, tiene un tanto de pegar la nariz en el cristal de un acuario. Nos veía hablar de nuestras cosas, nos veía reír, leer, abrazarnos, hacernos fotos, hablar por teléfono. Él siempre estaba serio y solo. Siempre tenía la misma expresión.
A veces la realidad imita a Kieslowski. Un día cualquiera dejamos de verlo. No le dimos importancia. Algunos meses después vi su persiana bajada y no la volví a ver subida nunca más. Hasta esta semana. Acaba de mudarse una pareja joven, ni siquiera habrán cumplido los treinta. Hace dos noches estaba leyendo en mi dormitorio cuando vi luz enfrente y me asomé. Había olvidado que una vez hubo luz en esa habitación. Los vi, entonces, a los dos. Todo el tiempo besándose, abrazándose, sin dejar de tocarse. Veían algo en el teléfono móvil de uno de los dos, ella sentada en las rodillas de él. No podían hablar sin dejar de besarse. Están en esa fase del amor en que el cerebro sale a la calle a fumarse un cigarro y se le hace tarde. Llevaba ya un tiempo mirándolos cuando se dieron cuenta de que estaba allí. Él se levantó, se acercó a la ventana y corrió el estor. La luz siguió encendida durante horas. Yo me quedé un rato sentado al borde de la cama, pensando en aquel viejo solitario que nos miraba y en aquello que decía Capote sobre la noche y los espejos.
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Hugo Izarra
Hugo Izarra es escritor, periodista y poco más. Ha escrito algunos de los libros más leídos en su casa, entre ellos, 'Gominolas para los patos', 'Música para atravesar los túneles' y 'Por lo menos estás vivo', con Luis Felipe Comendador.
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