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Hace unas semanas, la emisora de la SER en mi pueblo, Radio Zaragoza, organizó una serie de conversaciones entre moradores más o menos ilustres de la ciudad, para hacer un libro. Al locutor, Miguel Mena, le pareció divertido juntarme con una cantadora de jotas, Beatriz Bernad, la gran esperanza blanca del género (aparece en la última película de Carlos Saura). Le pareció divertido porque son públicos mi ignorancia y desapego por la jota y por otros muchos folclores. Hubo cierto intento de evangelización previsible: venga, Sergio, lo que pasa es que has escuchado la jota casposa, la de la virgen del Pilar, la de la exaltación franquista, la beatona, pero hay otra jota moderna, mestiza y hasta republicana. Hay jota de izquierdas, por dios, quítate la venda, me decían, como si yo no supiera eso. El problema, les dije, es que soy viejo. Uno se apasiona por la música en la adolescencia. Se me pasó el arroz, ya no puedo descubrir una música con la inocencia y la estupidez de los quince años. Porque la pasión requiere ignorancia y estupidez. Cuando la vida te ha maleado un poco y sabes demasiadas cosas, pierdes esa capacidad de disfrute. Además, seguí, mi folclore no es ese. Mi folclore es el rock. Soy súbdito del imperio, estoy completamente colonizado, crecí mamando heavy metal. La jota y todo el folclore español me suenan tan distantes como los rayos gamma que llegan de fuera del sistema solar.
Por eso mi adolescencia está de luto. El joven alienado educado en la cultura imperial siente que está a punto de romperse parte de su identidad. Un loco con tupé va a defecar encima de ella, y a mí me gustaría ofrecer mi casa si quienes me han tallado como soy, con su música, libros y canciones, deciden emprender el camino del exilio. Les acojo a todos, vivos y muertos. Mi casa es humilde, pero no les faltará un plato de comida caliente.
Bienvenidos sean Philip Roth, David Lynch, Paul Auster, John Cougar Mellencamp, David Chase, Bob Dylan, Dayna Kurtz, A. M. Homes, Joyce Carol Oates, Martin Scorsese, Gay Talese, Lauren Bacall, Woody Allen (si promete dejar de hacer películas; si no, lo dejamos con Trump), Louie C. K., Seth MacFarlane, Paul Simon, Art Garfunkel, los hermanos Coen, John Fogerty y añadan ustedes los que quieran, que caben muchos. De entre los muertos, acojo a los fantasmas de Orson Welles, Frank Sinatra, John Updike, Henry Miller, Miles Davis, Jack Kerouac y los que ustedes quieran.
Ellos son mi hogar, mi folclore, mis raíces. Qué le vamos a hacer si nacimos en este mundo, si sus mitos son los nuestros, si la jota no es capaz de removernos el tuétano como lo remueve la Creedence Clearwater Revival y si los autobuses Alsa no tienen la sonoridad épica de los Greyhound. Qué le vamos a hacer si preferimos perdernos en Death Valley antes que en los Monegros. Para todos nosotros, este Donald es nuestro enemigo.
Trump quiere hacer América grande otra vez, pero su grandeza pasa por apisonar lo que de verdad la ha hecho grande. La educación sentimental de millones de habitantes del imperio (súbditos sin derecho a voto, como yo) está a punto de convertirse en un fósil. Seremos, en el mejor de los casos, material de museo. Rezo una plegaria laica por el mundo que se acaba de ir a la mierda, y en vez de un padrenuestro, entono American pie, de Don McLean, con algunos chicos buenos bebiendo whisky de centeno.
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Autor >
Sergio del Molino
Juntaletras. Autor de 'La mirada de los peces' y 'La España vacía'.
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