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CRÍTICA / 'Primera Página', de Juan Luis Cebrián

Periodistas de Salamina

Guillem Martínez 11/12/2016

<p>Juan Luis Cebrián.</p>

Juan Luis Cebrián.

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El problemón del género memorialístico, desde que San Agustín dejó empaquetado el pack, es que es un conflicto del yo. Es decir, un conflicto ético. Es posible que cuando ese conflicto no existe no hablemos de memorias, sino de otro género —algo parecido a una autowikipedia—, que no tiene por qué ser literario. Por cultura católica, o por la cultura local de lo público o, glups, por una idea canija de la ética, el género no ha tenido grandes explosiones de calidad por aquí abajo.

Se diría que el canon moderno lo crea Torres Villarroel, en el siglo XVIII, con unas memorias de su tiempo, divertidas, apasionantes, progresistas —es decir, que aportan una idea de progreso, de evolución personal—, cercanas en cosmovisión a las de Franklin —no te digo más—, pero inoperativas como memorias. No sirven para visualizar a un autor, que acota sus conflictos y elide más que habla. Pere Gimferrer, de hecho, opina que las únicas memorias españolas conflictivas en esos términos, es decir, las únicas memorias españolas no-españolas son las de Zorrilla, que elabora en el XIX un producto raro y no comprendido. Unas memorias en las que el yo se expone al fracaso, a la contradicción, a lo negativo, y en las que no justifica opciones, sino que se expone a zonas oscuras, en ocasiones con todo lo contrario a la épica y a la promoción personal.

Por lo que sea, en fin, no hay mucha tradición local al respecto como para que existan, en la cotidianidad editorial, memorias que miran el mal rollete de cara, como hace Coetzee en su Infancia, su Juventud, y en sus últimos textos, en los que explica su senectud. Se produce en ellos un yo perturbador, pero también la sensación de que lo peor que te puede pasar en la vida es acabar en una boda sentado al lado de Coetzee.

El nivelón español del género memorialístico, ausente, incluso, de tradición apetitosa, ya es de concurso canino cuando uno observa lo que la Transición ha dado de sí al respecto. Si la Revolución devora a sus hijos, la Transición es más gourmande, y sólo les devora la memoria. Los textos memorialísticos de ese segmento histórico son, cuando se producen —los protagonistas I+D de la Transi, por razones que se me presentan inquietantes, carecen de memorias; incluso, en algún caso, de memoria— son de una calidad —literaria, histórica, memorialística, ética—, por lo común, ínfima. Meras agendas, mera autojustificación, mero surfeo por mitos fundacionales. Mero trámite.

Laín, nn fascista de catálogo, laureado, sin problemas con el Régimen y cuya trayectoria intelectual es, ni más ni menos, la del franquismo

En defensa de esos autores mediocres, cabe señalar que la memoria de los políticos locales, sin ser muy impresionante, empezó a fallar mucho antes. Cuando el yuyu. Sí, están los diarios de Azaña, una seta inexplicable, de gran calidad, que recurre al género ético creado por San Agustín con las incorporaciones aportadas por las memorias de Rousseau —ese tipo que no duda en explicar al lector que, en ocasiones, es posible que se mienta a sí mismo—. El exilio posterior no da para mucho, con la parcial salvedad de García Oliver. Abad de Santillán, por ejemplo, cierra su volumen de memorias, con un par, en el 36. El otro bando, el bando que se quedó con el Estado y, ya puestos —y ya vamos entrando en materia—, con el crimen de Estado, con un Estado criminal, es mas parco aún. Están las memorias de Ridruejo —pesadas y pensadas para otro futuro y otra trayectoria, que no tuvo tiempo de recorrer—. Y —con esto ya nos acercamos al libro de Cebrián otro cacho— las de un intelectual que no sólo forjó el género de las memorias del franquista al uso sino, me temo, del transicionista ad-hoc.

Se trata de Laín Entralgo, el inventor de —como fija Gregorio Morán— conceptos como Generación del 98 y Generación del 27 —joyas falangistas que explican, respectivamente, un modernismo sin anarquismo ni Europa, y una ruptura cultural sin República—, sino también de otro concepto marciano, deshonesto, asumido por el Estado y la sociedad e igualmente triunfador: la "resistencia silenciosa" frente al franquismo. Un paraguas actual que no existió un solo segundo cuando llovía —hay datos para sospechar que la única resistencia franquista al franquismo no fue silenciosa, sino muy ruidosa y con consecuencias personales, como es el caso de Ridruejo, lo opuesto a Laín—, pero que se reveló como un filón no solo para el autor —un fascista de catálogo, laureado, sin problemas con el Régimen y cuya trayectoria intelectual es, ni más ni menos, la del franquismo—, sino también para sus compañeros de viaje de un Régimen a otro —muchos; muchísimos; ministros, gobernadores civiles, periodistas, escritores; alguno llegó a ser, incluso, Jefe de Estado—.

La "resistencia silenciosa", algo que sólo puede existir en un fascismo pocho, pero sin juicios de Nuremberg —es decir, sin memoria, sin condena legal ni moral—, nace con las memorias de Laín, en la Transición. Es, de hecho, la primera mentira de la Transición. Tal vez, la clave de su arco. La "resistencia silenciosa" es una lacra, el sello que explica que la cultura española, su cultura política, su periodismo, su literatura, su corpus memorialístico, tienen algo que huele a muerto. Concretamente, a cientos de miles de muertos. Es un problema ético de la cultura española, no solucionado.

Aplaza para otro volumen la deconstrucción del diario, la participación del grupo en negocios regulados por el Estado, la guerra televisiva, el acceso a la riqueza personal, el ERE y otras formas de represión laboral

Por lo mismo, ese concepto es el motor de este primer volumen de las memorias de Cebrián, que abarca desde su infancia hasta su salida como director de El País, casi 13 años después de su fundación. Desde los años 40 a los 80 del siglo XX. Es decir, abarca unos años y temas fundamentales —el periodismo predemocrático, la Transición misma, la fundación del diario que, hasta poco antes de la crisis económica, social y democrática, moderó y modeló, sin precedentes ni paralelismo con otro país, el debate político, social y cultural; la transformación de ese diario en un grupo empresarial—, y aplaza para otro volumen, se supone, otros temas también importantes, como la deconstrucción y anquilosamiento de ese diario y esa cultura, la participación del grupo empresarial en negocios regulados por el Estado, la guerra televisiva, la crisis democrática, el acceso a la riqueza personal, la posible evasión de capitales por parte de su entorno y, a la par, la introducción del ERE y otras formas de represión laboral en la profesión, la reducción explícita de temas, la toma de partido por, precisamente, partidos, la defensa de un Régimen en crisis, más dado aún a hablar de resistencias silenciosas de otras épocas, que de resistencia ruidosa a la reformulación de la democracia en el Sur de Europa. Se podría pensar, por tanto, que la división en dos volúmenes es para dosificar una información nueva y llamativa, contrastada con un aparato ético, que es lo que --recuerden-- en otras culturas justifica la aparición de unas memorias. Pero la primera sorpresa es que no es así.

El volumen carece de datos determinantes. No abre ningún paréntesis ni duda histórica o personal. Arranca con la infancia del hijo y nieto de un vencedor —no elude ese dato, si bien se eluden, se diría, preciosismos y erosiones al respecto; el de vencedor era un oficio de 24 sur 24—. Sigue con la transformación de ese adolescente en un católico creyente de la época, vinculado a una congregación marianista, y de cómo ese joven empieza a participar en algo que, sólo con el tiempo —mucho— se podría haber llamado democracia cristiana.

Explica su participación en Cuadernos para el Diálogo, y su entrada en el periodismo. Primero como hijo del cuerpo —su padre era staff de Arriba, el diario fundado por José Antonio—, y luego en publicaciones como Pueblo e Informaciones. El volumen no dibuja el periodismo durante el franquismo, no explica su naturaleza ni su cotidianidad. Ni su inmundicia, ni su posible épica o valor. Ni tampoco parece dibujar la singularidad del autor en aquel momento, un joven que va escalando puestos a la sombra de Jesús de la Serna, y que en tanto que vencedor tiene relación natural con el mandarinato franquista —en especial, se diría, con Ruiz-Giménez y, de forma más determinante, con Fraga, ese filántropo; pero también con próceres y futuros próceres, como Martín Villa, a quienes conoce de cuando el SEU u otros Bocaccio del franquismo y/o focos de la resistencia silenciosa ésa—.

Llega a practicar la resistencia silenciosa por un tubo, como jefe de informativos de TVE, durante la etapa del Espíritu de 12 de Febrero, ese periodo de represión —para los resistentes no silenciosos— iniciado el 12 de febrero de 1974, con unas cuantas frases de signo aperturista emitidas por Arias Navarro, y en las que el autor creyó, al parecer, con la fe del carbonero. Sin muchas explicaciones, y reduciendo o ampliando, según el fragmento, la importancia de Fraga al respecto, es elegido por los accionistas —algo parecido, según se lee, a una democracia cristiana que no cristalizó, al franquismo cristalizado en Opus y postfalangismo, y a la presencia de algunos exotismos como el comunista Tamames, o el catalanista Pujol— director de un nuevo diario, aún carente de permiso gubernamental, que se llamaría El País.

Con Polanco, alguna punzada, de orden personal y anecdótico

Sin muchas explicaciones, salvo los mitos al uso, confía en el rey Juan Carlos, como antaño se creyó el Espíritu del 12 de etc. Por axioma, por lo que MVM denominaba el cuento del rey bueno. Describe con cierto espacio el papel de El País durante el 23F, pero no aporta nada nuevo sobre el cada vez más cuestionado papel del rey en esa fecha. Omite el redactado de la Constitución, como omite los Pactos de la Moncloa. Pero resalta secuestros y atentados. A partir de la victoria del PSOE, el autor anteriormente autodefinido como demócrata-cristiano se autodefine como socialdemócrata.

Alude, con mayor tramo que en otros apartados, a los GAL y a la aportación de su diario al tema que, por cierto, fue aportado y modulado por otro diario. No aporta datos novedosos y determinantes sobre su relación con Felipe González. O con Polanco —alguna punzada, de orden personal y anecdótico—. O con Pradera. O sobre redactores o escritores que fueron desapareciendo del diario como ninjas —curiosamente, tiende a reproducir, tan solo, las diálogos de cada despedida—. El volumen finaliza con su paso al staff empresarial del grupo.

El volumen, vamos, es otra prescindible entrega de memorias de la Transi. Su único valor son puntuales gestos de valentía y contradicción —por ejemplo, en su verbalización como niño o joven vencedor—, y algo que, posiblemente, son lapsus. O algo culturalmente más determinante: apriorismos generacionales. Así, por ejemplo, ya en el prólogo, exhibe, en pleno siglo XXI, su brecha generacional —"(no disponer de su biblioteca para escribir este libro) me ha permitido comprobar (...) que el saber universal no está ya en los libros, sino en la Red"—, que posteriormente va exhibiendo a través de comentarios un tanto despreciativos, y sin acabar de venir al caso, sobre la época actual, que identifica con Podemos y con sus líderes, al parecer.

Quizás otro aspecto no deseado o no calculado sea la visualización que hace de algunas dinámicas que conlleva el cargo de director del diario más emblemático de la Transi, como son las visitas a Ministros y Presidentes de Gobierno --no alude tanto a visitas a cargos empresariales y financieros--, que revelan una frecuencia, una naturalidad, una frescura en las relaciones prensa-Estado, una normalidad no tan normal ni frecuente en otras culturas vecinas.

La sensación resultante es que el autor, sin saberlo, sin sospecharlo, habla sólo para un público. Para una sola generación. Hay varias que, directamente, ya no entenderán el sentido del libro, ni la vindicación de un modo de emitir periodismo y/o un Régimen que se percibe ya patológica. Y sin resistentes silenciosos. Ignoro el sentido de emitir unas memorias así. Aportan poco, exhiben mucho. Y tal vez en la dirección no deseada.

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Primera página. Vida de un periodista
Juan Luis Cebrián
Debate. Madrid, 2017

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Autor >

Guillem Martínez

Es autor de 'CT o la cultura de la Transición. Crítica a 35 años de cultura española' (Debolsillo), de '57 días en Piolín' de la colección Contextos (CTXT/Lengua de Trapo), de 'Caja de brujas', de la misma colección y de 'Los Domingos', una selección de sus artículos dominicales (Anagrama). Su último libro es 'Como los griegos' (Escritos contextatarios).

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4 comentario(s)

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  1. Uno

    Pues en aras de la ecología espero que no hayan imprimido muchos ejemplares porque me da en la nariz que se los van a comer con patatas.

    Hace 7 años 8 meses

  2. Mentalmente

    El yo es una especie de chiste que la gente no pilla.

    Hace 7 años 8 meses

  3. Tierrayagua

    Muy buena la referencia a Lain; la desmemoria de este país de siglos y por consiguiente, su falta de habilidad para el relato biográfico, la omisión de contextos reveladores y la exhibición de anacronismos y desdenes. Suculento.

    Hace 7 años 8 meses

  4. Lorenzo Discreto

    Lo que hoy se llama literaturas del yo -autobiografías, memorias, diarios, epistolarios- no son una corriente mayoritaria en el canon en castellano, es verdad. Sin embargo, hay notables excepciones. Las cartas de Juan Valera forman parte de la mejor prosa del XIX, y son más legibles hoy que sus novelas con trama teológica. De hecho, Manuel Azaña dedica sus “Ensayos sobre Valera” al novelista, diplomático y político de Cabra. Las excelentes memorias del político republicano, escritor y profesor de sociología Francisco Ayala “Recuerdos y olvidos” son otro buen ejemplo. Es recomendable leer “La ardilla y la rosa. Juan Ramón en mi memoria” de Ernestina de Champourcin para conocer el lado femenino de la Generación del 27 o momentos del exilio republicano en Estados Unidos y el Caribe. Y existen otros ejemplos notables. Otra cosa es el género de aluvión de memorias de gente pública o famosa en el momento editorial actual. Normalmente, suelen tener dos motivaciones: 1) hacer caja, ganar dinero con los anticipos; 2) mejorar la imagen del autor, que a veces sólo firma esas páginas. En el caso Cebrián no parece que el dinero le falte, por lo que tal vez la operación tenga que ver con un blanqueo de imagen. Si ha sido inteligente, es otra cuestión.

    Hace 7 años 8 meses

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