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Por más que luche contra mi yo ñoño, ese reducto tumoral hace metástasis en mi ánimo y me convierte en un cursi radical en cuanto me descuido. Y cuando me doy cuenta de que estoy siendo muy cursi y reprimo el impulso (porque tengo la convicción de que detrás de todo cursi hay un hijo de puta), más fuerte se hace la cursilería en mí. Así que, cuando noto que me sube lo cursi, lo dejo correr. Aprendí el método de los actores cuando tienen ataques de risa: hay que sacar toda la risa, hasta más allá del flato, porque, si se reprime, no da tregua.
Uno de los pocos días que sé que voy a sufrir de cursilitis es la noche de Reyes. En concreto, el momento de la cabalgata. Llevo con cierta dignidad la parte íntima y doméstica del rito. Puedo ayudar a mi hijo a preparar los zapatos, la leche y los polvorones para los reyes (y las zanahorias para los camellos, aportación nuestra) como un padre profesional cualquiera. Diligente, atento al detalle, preciso. Incluso llevo razonablemente bien la mañana de desenvolver regalos y de histeria infantil. Lo que me descompone es la cabalgata, y me da mucha rabia, porque es sin duda la parte más hortera y prescindible de todo.
Me descompone es la cabalgata, y me da mucha rabia, porque es sin duda la parte más hortera y prescindible de todo. Qué feas son
Qué feas son las cabalgatas, incluso cuando quieren ser bellas. Ritmo y volumen de rave party sin pastillas (quizá los caramelos cuenten como versión infantil del éxtasis), números a medio camino entre una clase de zumba y la versión top manta del Cirque du Soleil y unos reyes que a veces parecen zombis drogados que no ven a los niños que saludan con sus manos pendulares. Eso, en el desfile, porque entre el público el panorama es peor: abuelas de fuerza hercúlea que acaparan todos los caramelos, padres que aplastan a sus hijos contra las vallas para que no se pierdan ni un detalle, madres que pisotean y aplastan hijos ajenos para colocar a los suyos. Los niños pequeños son los únicos con modales civilizados: pacientes, respetuosos con los de al lado, estoicos ante el frío.
Y, cuando crees que ya no puedes soportarlo más, aparecen los reporteros de las teles, con su alcachofa y su cámara, haciendo equilibrios, diciendo sandeces y dinamitando con muecas y gritos la escasa vocación periodística que quedaba en ellos, que se habían metido en el oficio después de leer a Gay Talese.
Todo se mezcla en una batidora de mierda deprimente que, en circunstancias normales, combatiría con sarcasmo y cinismo. Pero no me sale. Estoy ahí, helado de frío, sordo y agredido por ancianas con paraguas, y de pronto siento ganas de llorar. Pero de emoción, no de lástima hacia mí mismo, como los reporteros de las teles. De emoción genuina. Sostengo a mi hijo de cuatro años, de pie sobre un parapeto, y grito con él a los reyes. ¡Melchoooooor! ¡Gaspaaaaaar! ¡Baltasaaaaaaaaaaaaaaaar! (Baltasar es el favorito, por eso lleva más aes). ¿Qué me está pasando? ¿Qué es ese nudo que se me ha puesto en la garganta? La noche de Reyes funciona como la Luna llena para un hombre lobo: me transforma en un animal ñoño y pelele.
En circunstancias normales, combatiría todo esto con sarcasmo y cinismo. Pero no me sale. La noche de Reyes funciona como la Luna llena para un hombre lobo: me transforma en un animal ñoño y pelele
Creo que lo que me pasa es que percibo el calor de la tribu. Todo ese lío se ha armado con el único propósito de hacer felices a los niños. No hay intereses ulteriores y los participantes ni siquiera pueden fardar mucho: el rey Melchor no puede decirle a sus sobrinos al día siguiente: ¿sabes que el rey Melchor era yo? ¿A que estuve genial? La gracia del asunto es que el rey Melchor es de verdad Melchor. Todo el mundo está conchabado, es una conspiración enorme que nadie traiciona. Si a alguien se le escapa en la tele o en la radio que los reyes son los padres, es amonestado y tratado como un patán, casi escoria. Será ruidosa, horterísima, incómoda y hasta competitiva y ruin, pero hay miles de personas en el ajo, miles de personas poniendo la ciudad del revés con el único propósito de que los niños crean que los juguetes que encontrarán al día siguiente los dejaron los reyes. Un consenso social que suspende todas las diatribas y conflictos para escenificar una ficción masiva que concederá a los niños un rato fugaz (incluso fugacísimo) de felicidad.
Es eso lo que me emociona y saca el cursi insufrible que llevo dentro. A pesar de todo, me siento arropado en la tribu. Es un instante que se diluirá tan pronto pasen los servicios de limpieza barriendo el confeti, pero un instante que ha existido. Por eso me desbordo y por eso me cabreo tanto con quienes intentan utilizar ese instante para crear cizaña o para darle bola a sus obsesiones particulares, con farolillos, banderas o cualquier otro elemento de discordia que olvide que la única razón por la que aguantamos los codazos de las abuelas y nos helamos de frío ante la música de Enya a todo volumen es ese niño de cuatro años que grita Melchoooooor.
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Autor >
Sergio del Molino
Juntaletras. Autor de 'La mirada de los peces' y 'La España vacía'.
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