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En la Venta de Almadrones, sobre los terrenos donde se libró la batalla de Guadalajara, cambiaron hace tiempo los expositores de cintas de música de gasolinera por conservas de lujo, chocolatinas y vinos y licores. Nada reseñable si no fuera porque el vino destacado no es de Rioja ni Ribera ni Albariño ni de ninguna denominación de origen famosa. Y, si lo es, no se sabe, porque toda la etiqueta la ocupa un retrato de Francisco Franco y el nombre en mayúsculas de FRANCO. La etiqueta del reverso es una bandera de España, y debajo del nombre del vino (Franco, obviamente), el lema España, una, grande y libre, con multitud de signos de exclamación que excuso reproducir.
La Venta de Almadrones, más conocida como el Área 103, es una de las zonas de descanso más concurridas de las carreteras españolas, en plena Alcarria, en el kilómetro 103 de la A-2. A la hora de comer es difícil encontrar sitio. Cientos, tal vez miles, de personas pasan a diario por delante de las estanterías donde el vino Franco se exhibe con patriótico orgullo, y hasta hoy no he visto a nadie escandalizado. A lo sumo, si alguien repara, se hace una foto discretamente, sonriendo. Otros se dan codazos y señalan moviendo la cabeza, como diciendo lo que hay que ver, pero no he visto que nadie ponga el grito en el cielo. Supongo que, si hubiese muchas protestas, colocarían las botellas en un lugar menos visible.
Me resulta curioso que algo así pase tan desapercibido en esta época de ofensa permanente y de campañas de censura en change.org. Esta semana, el dueño de un restaurante me contó que tuvo que cambiar lo que se veía en las pantallas de tele del local porque algunos clientes consideraban que los vídeos musicales que salían en ellos eran pornografía inapropiada para sus hijos pequeños. En la era de la queja continua, sin embargo, nadie considera nocivo para sus hijos la venta al público de un vino que homenajea a un dictador.
Cuatro décadas después, el franquismo sigue cubierto de una capa de folclorismo y cachondeo que impide que se tome conciencia de lo atroz que fue. El propio Franco tiene la culpa, con su figura de malvado de tebeo de Bruguera y su voz de flauta afónica. Era un dictador sin escenografía de terror, incapaz de imponerse, puro esperpento y caricatura de sí mismo. Pero también parte del discurso antifranquista es responsable de esta banalización, al apostar por el humor y la parodia. Sobre todo en el cine, desde La escopeta nacional (1978) a Buen viaje, excelencia (2003), se ha incidido en el lado grotesco y cómico de la dictadura. Incluso los relatos más dramáticos han elegido la caricatura al retratar a los militares franquistas o a los prebostes del régimen.
Qué gilipollas éramos. Y qué pocas disculpas teníamos
El humor desactiva el miedo, y la burla de la dictadura ha sido un resorte crítico demoledor y necesario para acabar con muchas inercias y tentaciones posfranquistas, pero, a la larga, ha folclorizado tanto a Franco que cuesta verlo como lo que fue: un dictador temible, sangriento, implacable y sádicamente criminal. Pinochet y los milicos argentinos proyectaban una imagen un millón de veces más siniestra.
Yo mismo me tomé a guasa el asunto durante mucho tiempo. En un piso que compartía en Madrid (en una época de disipación y pereza irrepetible), mi compañero y yo decidimos decorar el salón con un cartel que anunciaba los actos de un 20-N en la plaza de Oriente, con los retratos de Franco y José Antonio. Nos parecía una broma estupenda y nos encantaba ver la cara de desconcierto, incomodidad y cabreo de quienes visitaban la casa.
Qué gilipollas éramos. Y qué pocas disculpas teníamos.
En mi novela Lo que a nadie le importa (Random House, 2014) intenté purgar esa frivolidad narrando una parte de la batalla del Ebro y retratando a un Franco aterrador inspirado en monstruos de fantasía, una especie de Sauron que mandaba a sus soldados a ser triturados como carne de cañón. Para entonces, ya estaba convencido de que a Franco le sobra caricatura. Franco nos tiene que dar miedo, porque es terrorífico, porque el relato desapasionado y descriptivo de lo que hizo provoca mil escalofríos.
Hasta el rey más cruel se apiada del bufón de vez en cuando
No creo que en España persista el franquismo, como sostienen muchos, pero sí hay un problema de asimilación. La caricatura continua produce al final un efecto compasivo. Hasta el rey más cruel se apiada del bufón de vez en cuando, y la burla costumbrista del franquismo hace que miles de personas pasen cada día junto a un expositor de botellas de vino de Franco y se rían, divertidas, como si aquello fuera una broma carpetovetónica, el exabrupto senil de un suegro facha. Algunos, tal vez, se lleven una de recuerdo, para bromear con sus amigos, para regalársela como chiste a su primo de Podemos o como humorada kitsch. Gente que no tolera un vídeo musical porque lo considera pornográfico se reirá de buena gana con un homenaje a un dictador asesino.
Y yo, que le encuentro la gracia a casi todo, no le veo la guasa a esto por ningún lado.
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Autor >
Sergio del Molino
Juntaletras. Autor de 'La mirada de los peces' y 'La España vacía'.
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