Análisis
El oficio más hermoso del mundo (y del año)
El último ‘Informe Anual de la Profesión Periodística’ incide en viejos males y suscita algunas reflexiones respecto al papel de servicio público
Miguel Ángel Ortega Lucas 10/01/2017
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Hay quienes siguen clamando, con fidelidad templaria, que es el oficio más hermoso del mundo, porque los caminos de la belleza también son inescrutables. Tendrá cada cual sus motivos; la realidad es que el viejo mantra suena demasiadas veces a sarcasmo si tenemos en cuenta que el supuesto oficio más hermoso del mundo es también, hoy, uno de los más desprestigiados de la Tierra. Hay quienes lo ejercen como un santo oficio, y quienes lo padecen como sacrificio (cosas que pueden perfectamente coincidir); debiera ser, al menos, y más allá de nuestros ombligos arzobispales, uno de los servicios más útiles para la comunidad a la que se dirige. Pero sigamos en misa y repicando.
Hace poco conocimos el nuevo Informe Anual de la Profesión Periodística, correspondiente a 2016. Impulsado como siempre por la Asociación de la Prensa de Madrid en colaboración con otros organismos, se basa principalmente en una encuesta en la que participaron trabajadores tanto del periodismo como de la comunicación institucional [incluía una divertidísima pregunta, cerrada como casi todas –¿Considera usted que el trabajo de comunicación corporativa es periodismo?–, que por desgracia no podemos glosar aquí; fueron mayoría los que dijeron que sí]. Respondieron contratados y autónomos –mucho más de los primeros–, reporteros gráficos, parados, prejubilados y hasta becarios y buscando su primer empleo –29 criaturas, 29, a las que mandamos desde aquí un saludo emocionado--.
Fueron 1.833 profesionales en total, un 24% menos que en 2015. “Las razones del descenso”, según los responsables, “son variadas: desde la intensidad de la situación política que ha vivido el país (los hechos absorbentes suelen afectar a los índices de respuesta de las encuestas) hasta el menor número de profesionales contactados”. [Se echa en falta otra encuesta que alumbre todos los hechos absorbentes que tanto impiden contestar a estas encuestas]. Sin embargo, da “una muestra más que suficiente para conocer la realidad de la profesión periodística”.
Cuando se preguntaba sobre cuál sería el principal problema de la profesión, en primera y segunda posición aparecían el paro y la precariedad
Vayan por delante algunos datos más que suficientes de tal realidad, por si otros hechos más absorbentes nos hacen olvidarlos después: la mitad de esos becarios afirmaron no haber recibido ninguna remuneración por su trabajo, o trabajos. Ninguna. Y no se especifica cuánto cobraron los que sí. Más datos: para quienes trabajan como autónomos [o freelance: figura ésta que el informe evita mencionar como si fuera el malo de Harry Potter], “la retribución por noticia, reportaje o crónica era de 50 euros en el 14,7% de las respuestas, de 50 a 100 euros en el 23,2%, y de más de 100 euros en el 27,1% de las contestaciones”.
La omisión de los freelance excluye de la foto a un segmento no por fantasmagórico menos real: la de todos esos que, por no llegar siquiera a alcanzar al año el mínimo neto exigible para ser autónomos, colaboran, para medios de todo tipo, muchas veces por debajo de 50 euros, o gratis; muchas veces para empresas cuyos máximos dirigentes se embolsan unos cuantos millones de euros al año. De hecho, la única vez que comparece esa palabra en todo el informe es para mencionar a los tres periodistas –López, Pampliega y Sastre– que pasaron diez meses secuestrados en Siria. A Pampliega le ofrecían –no sabemos si así las cobró– 35 euros por crónica. A su vuelta escribió en Twitter: “Que se hable de Siria y del sufrimiento de los sirios. Ellos son importantes; no nosotros”. Es el oficio más hermoso del mundo porque su estética, está visto, llena el estómago de mariposas, a prueba de hambre y de Kalashnikov.
En cuanto a los parados, “aquellos que llevan sin trabajo más de tres años han pasado entre 2015 y 2016 del 27,9% al 42,5%”. Respecto a los jubilados y prejubilados, un 57% de quienes respondieron afirma seguir realizando “alguna actividad laboral” relacionada con el oficio; de ellos, un 54% tampoco cobra un duro. Será el conmovedor ciclo de la vida: si, cuando eres muy joven, no cobras porque son ellos los que te hacen a ti el favor de dejarte trabajar, cuando ya estás supuestamente amortizado para la maquinaria volvemos al principio, y también te hacen ellos a ti la caridad cristiana de darte algo que hacer. Hay que insistir: tanta vocación por la belleza nos salvará de cualquier vileza material. Las mujeres que participaron en esta encuesta, por cierto, cobran sistemáticamente menos que los hombres.
No hace falta que nadie vigile lo que escribes, para no molestar a nadie (del poder); ya lo haces tú mismo. Ya lo hace tu miedo por ti
Hay una pregunta que muchos acabamos escuchando antes o después: ¿...Pero, y te pagan por eso? Hay que explicar entonces que, aunque no lo parezca, las redacciones no son after-hours clandestinos, sino sitios donde se va a trabajar; y que escribir, aunque sea desde tu casa, no implica vivir como Bukowski –en las marcas de vino quizá sí coincidamos–. Claro que la pregunta que realmente pugna por emerger, inconscientemente, es más bien ésta: ¿Pero, y eso es un trabajo? De dónde procederá esa ancestral sospecha hispánica por las actividades relacionadas con la creación (como si hubiera que purgar con la pobreza el hecho de trabajar en cosas presuntamente artísticas como escribir, aunque sea sobre el ministro de Hacienda) daría para una reflexión que aquí no cabe. Sí caben, sin embargo, otras.
Dicen los autores que, “curiosamente, la percepción que tiene el ciudadano medio de la independencia con que trabajan los periodistas coincide exactamente con la de los profesionales: 4,3”. Puede que sea casualidad, ese suspenso exacto, pero como en este oficio –y en la vida– las casualidades suelen ser señales que apuntan hacia algo más allá, aventuremos que se trata de una buena noticia: quiere decir que tanto periodistas como ciudadanos estamos de acuerdo en algo.
¿Qué debemos interpretar aquí por independencia? Independencia sería –tanto para el emisor como para el receptor de la información– el margen de honestidad de que puede disponer un periodista para contar o interpretar lo que ve y oye. Cierto que, antes, habría que preguntarse cuánto está uno de independizado de sí mismo, de sus prejuicios, de su estupidez, de su miedo y de su manera más o menos flexible o sectaria de ver las cosas, pero, de nuevo, nos saldríamos del tema. Independencia, para que nos entendamos, sería la libertad (si uno no se siente libre para hablar, difícilmente resultará honesto) que uno tiene para ejercer honestamente su trabajo; y la honestidad que el lector u oyente o telespectador cree percibir por parte de quien lee, escucha y ve.
¿Por qué? ¿Por qué no nos ven, ni nos vemos, trabajando con la suficiente honestidad? [Lo de la objetividad debería estudiarse ya como un término de poesía modernista]. Volvamos a la encuesta. Cuando se preguntaba a esos casi 2.000 profesionales sobre cuál sería el principal problema de la profesión periodística, “la falta de independencia política o económica de los medios” quedó en tercer lugar. El primero y el segundo tenían que ver con el paro y la precariedad laboral. Que los medios sean rehenes (muchas veces con feliz síndrome de Estocolmo) de poderes políticos y financieros es algo que ciertamente resta independencia –es decir, libertad; es decir, honestidad–. Pero es que la precariedad laboral también.
El miedo es el mensaje
Nunca viene mal recordarlo, por si aún quedaran despistados en la sala: esa precariedad laboral de los periodistas se traduce luego en una serie de daños colaterales que viran desde la falta de compromiso con el propio trabajo al exceso de miedo por que te echen de él. Precariedad laboral supone, por ejemplo, que por falta de tiempo y demasiada carga de trabajo la acabes cagando, sea por una errata (cada vez más sanguinarias en los informativos y en los periódicos globales y galácticos, por cierto), sea por falta de rigor para hablar con las fuentes, documentarte como Dios manda y repasarte 300 veces la pieza que has hecho –de prensa, radio o televisión– hasta quedar en paz (como en todos, hay dos maneras de ejercer este oficio: a medias, o sea, mal, o lo mejor posible).
Precariedad laboral supone (también para el 40,9% de los consultados) que el periodista se haya convertido en un mero “recopilador de informaciones”. ¿Qué significa esto? Significa que, entre la falta de medios logísticos y financieros, de una parte, y la entronización de Google como oráculo de todo saber, de otra, cada vez sea menos frecuente que un medio envíe a un periodista, durante varios días, a elaborar una información que realmente pueda interesar, por original, rigurosa y hecha sobre el terreno. Es decir: cada vez es menos frecuente salirse de recopilar informaciones desde una redacción o sala de prensa con plasma o plasta hablando, lo cual viene a equivaler a que casi todos los medios de comunicación conocidos le cuenten a usted lo mismo, todos los días (con el mismo ángulo, incluso las mismas frases; habiendo agencias, para qué se molestarán).
El informe de la APM viene patrocinado por diversas entidades como El Corte Inglés, Banco Santander, Repsol, Telefónica y La Caixa
Porque la precariedad también supone mayor miedo a salirse del guión; y menos escrúpulos a la hora de plegarse a la consigna de turno, so pena de quedarte sin plaza. Precariedad supone, decíamos, miedo a dar motivos para que te echen (si es que hacen falta motivos hoy en día). ¿En qué se traduce eso para usted, señor ciudadano, señora lectora? En mayor autocensura del periodista: no hace falta que nadie vigile lo que escribes, para no molestar a nadie (del poder); ya lo haces tú mismo. Ya lo hace tu miedo por ti. [Y, como el miedo es también la única materia informativa que muchos parecen entender, convendría que en las facultades empiecen a cambiar la cansina sentencia de McLuhan (El medio es el mensaje) por el miedo es el mensaje.]
Pero dejemos de repicar (de llorar); volvamos a la misa. Cuando se preguntó a los encuestados por las causas de esa mala opinión por parte de la ciudadanía, aquellos colocaron en cabeza, antes que la falta de independencia ya mencionada, “el amarillismo, hacer un espectáculo de la profesión”, y “la falta de rigor y calidad” de las informaciones. Aventuraremos también en este punto lo deseable que sería coincidir en responsabilidades, igual que en el diagnóstico.
Queremos decir que el periodista no puede cargar toda la responsabilidad al sistema, o “los medios”, de su propia falta de rigor y calidad; de sus prejuicios, su estupidez, su miedo y su manera más o menos flexible o sectaria de ver las cosas; de tomar a los lectores por idiotas y a los telespectadores por garrulos que esperan que los platós sean –éstos sí– una discoteca continua. Dejaremos aparte los platós que no se dedican a la información stricto sensu. Pero cómo olvidar, por otra parte, esos comentarios de la buena gente que, cuando escucha la palabra periodista, imagina automáticamente a otro garrulo de discoteca berreando en un plató sobre las bragas de Maripili.
Queremos decir –aventurar– que quizás la ciudadanía debería entender mejor de qué va este hermoso oficio; el real, no el que los mismos profesionales hemos contribuido a pervertir hasta dejarlo en muchos casos irreconocible y perfectamente intercambiable con el after-hours (suele decir doña Rosa María Calaf que conviene hacerse una dieta de medios igual que se hace la alimentaria). Aun así, somos nosotros los que debiéramos recordar antes que nadie cuál es la motivación primaria de nuestro oficio. Cada cual tendrá su idea al respecto. Desde aquí proponemos, inmodestamente, hacernos cierta pregunta cada vez que estemos trabajando en algo: para qué sirve lo que estamos haciendo. Pero sobre todo –como dijo cierto profesor de Latín y Griego de este plumilla– para quién sirve.
Quizás así consigamos respetarnos más a nosotros mismos, y que por ende nos respeten más, ahí fuera. Quizás así se entendería mejor que la precariedad de este oficio la padecemos los periodistas pero también se la come, en crudo y sin saberlo, el público que lee o escucha o ve: hablamos de salud cívica, de la conversación cotidiana de toda una comunidad y del control de sus resortes de poder; viene siendo hora de que la gente lo tome (casi) igual de en serio que cuando los médicos o los profesores no hacen bien su trabajo; porque no les dejan, o porque no les da la gana.
El informe de la APM [las asociaciones profesionales de periodismo, por cierto, también suspenden en valoración por sus usuarios] viene patrocinado por diversas entidades largamente comprometidas con la comunicación corporativa; por ejemplo, El Corte Inglés, Banco Santander, Repsol, Telefónica y La Caixa. Qué bueno sería también contar siempre con tan entusiasta colaboración, en este hermoso y puñetero oficio.
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Miguel Ángel Ortega Lucas
Escriba. Nómada. Experto aprendiz. Si no le gustan mis prejuicios, tengo otros en La vela y el vendaval (diario impúdico) y Pocavergüenza.
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