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Controversias CTXT

Por qué Wilders va a ganar las elecciones holandesas

El líder del Partido por la Libertad (PVV) ha sabido convertir todos los castigos, condenas y censuras en capital político. Según las encuestas, en los comicios parlamentarios de marzo se convertirá en el partido más votado

Sebastiaan Faber 25/01/2017

<p>Geert Wilders en un acto del movimiento alemán Pegida, año 2015. / <strong>Metropolico.org</strong></p>

Geert Wilders en un acto del movimiento alemán Pegida, año 2015. / Metropolico.org

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“Aquí me presento ante ustedes. Solo. Pero no lo estoy”, dijo Geert Wilders el 23 de noviembre, de pie ante el tribunal que lo declararía culpable de haber incitado a la discriminación contra los inmigrantes marroquíes en Holanda. “En 2012, me votó casi un millón de neerlandeses”, prosiguió el acusado, dirigiéndose directamente a los jueces. “Según las encuestas más recientes, [en marzo] puede que sean 2 millones. Ustedes seguramente conocen a esas personas, excelencias. Se topan con ellas todos los días. … Puede que se trate de su chófer, su jardinero, su médico o su asistenta; la novia del secretario judicial, su fisioterapeuta, la enfermera que trabaja en la residencia de sus padres o el panadero de su barrio. Es la gente común. Son los neerlandeses de a pie. Es la gente que tanto orgullo me inspira”.

La imagen que quiso pintar el líder del Partido por la Libertad (PVV) era la de una mayoría silenciosa; un ejército de ciudadanos normales, ni locos ni extremistas, que ven a Wilders como el único que entiende sus miedos y representa sus intereses. Pero para gran parte del país su descripción sugirió más bien una trama de película de horror, de ésas donde los humanos son subrepticiamente poseídos por seres extraterrestres y donde cualquier conocido puede haber caído víctima de la usurpación. Porque Wilders no yerra en su pronóstico. Una quinta parte del electorado de Holanda —país que siempre se ha enorgullecido de su progresismo y tolerancia, su creatividad y sentido común— está dispuesta a apoyar a una formación política que demoniza el islam, aborrece a las “élites progresistas” y pretende salir de la eurozona.

Según todas las encuestas, en marzo, cuando se celebren elecciones parlamentarias, el PVV se convertirá por primera vez en el partido más votado del país

Según todas las encuestas, en marzo, cuando se celebren elecciones parlamentarias, el PVV se convertirá por primera vez en el partido más votado del país, acaparando unos 30 escaños de los 150 que componen la Segunda Cámara. Mientras tanto, de los tres grandes partidos que dominaron la política nacional durante la segunda mitad del siglo XX —el liberal (VVD), el socialdemócrata (PvdA) y el cristiano-demócrata (CDA)— sólo el VVD sobrevive. Bueno, es un decir: puede perder más de un tercio de su apoyo, quedándose en un 16 por ciento. Los cristiano-demócratas se tendrían que contentar con un 10 por ciento. El PvdA, por su parte —el partido obrero centenario del puño y de la rosa que integró varios gobiernos nacionales en los años 70, 80 y 90 y gobierna el país hoy en coalición con los liberales—, está por perder más de dos tercios de su apoyo electoral. Se quedaría con un mero 8 por ciento, por detrás de seis otros partidos, incluida la Izquierda Verde (GroenLinks).

¿Qué está pasando en Holanda? Es tentador ver a Wilders y su partido como los equivalentes neerlandeses de Donald Trump, Marine Le Pen, AfD y UKIP: una manifestación perversa, y relativamente reciente, de un nuevo populismo de derechas xenófobo, cuya aparición en los Países Bajos sería todavía más reciente y más perversa que en otros países con tradiciones ultraderechistas más establecidas, como Francia o Bélgica. En realidad, sin embargo, el éxito de Geert Wilders —cuya carrera política arranca en 1990, como ha explicado David Morales en estas páginas— tiene raíces culturales más profundas. No se entiende cabalmente sin tomar en cuenta la peculiar trayectoria de la sociedad y política holandesas de los últimos treinta años. Aquí hay tres elementos clave: una corriente cultural subterránea de orgullo nacional que enarbola la tolerancia como valor pero que incluye como cara oculta un terco rechazo de lo diferente; el choque transformador que supusieron los asesinatos de dos figuras públicas en 2002 y 2004 –Pim Fortuyn, líder ultraderechista, y Theo van Gogh, cineasta y periodista– ; y la importancia en la política holandesa de un sentido de la respetabilidad asociada desde hace mucho tiempo a la memoria histórica de la Segunda Guerra Mundial.

Para empezar por este último punto, es importante dejar claro que el auge de Wilders no supone un rechazo de esa memoria histórica de la guerra, sino más bien una sesgada relectura de ella. A Juan Carlos Monedero le gusta referirse al “ADN antifascista” de las naciones europeas que se liberaron del dominio de Hitler y Mussolini en 1945. Según el historiador Tony Judt, la identidad colectiva de la Unión Europea se fundamenta no sólo en el triunfalismo de la victoria sobre el fascismo sino también en la asunción de la corresponsabilidad por el exterminio de los judíos. “En la actualidad”, escribía Judt hace diez años en su libro Postguerra, “el reconocimiento del holocausto es el billete de entrada en Europa … Negar o menospreciar la shoah”, en cambio, “… es situarse al margen del discurso civilizado público”. En países como Holanda —entre los que más colaboraron con los nazis—, la memoria histórica de la Segunda Guerra Mundial se convirtió en imperativo moral y cordón discursivo. Funcionó: durante muchos años supuso algo así como una poderosa vacuna contra cualquier manifestación de racismo o nacionalismo radical. Ahora bien, si en los últimos años esa vacuna ha perdido fuerza, se debe a que el virus del fascismo se ha venido mutando.

“El gran reto para la derecha populista en Europa ha sido verter su discurso en formas que sean digeribles para la población de sus respectivos países”, dice Koen Vossen, politólogo de la Universidad de Nimega que ha seguido al PVV desde sus comienzos. “Y eso Wilders lo ha sabido hacer muy bien para el contexto holandés. Ha sido muy efectiva, por ejemplo, la idea de centrar el debate en el tema de la libertad de expresión. También lo es que el PVV haga su llamamiento por limitar la inmigración islámica en nombre, precisamente, de valores progresistas. Para Wilders y sus seguidores, la situación es clara. Estamos viviendo otra guerra contra el fascismo, contra la ideología totalitaria que es el islam. Y ellos son los únicos que se atreven a luchar contra él. En ese marco, los demás somos Chamberlain, mientras Wilders se ve a sí mismo como Winston Churchill”.

Fortuyn pasó por los partidos socialista y liberal antes de que, en 2002, se presentara a las elecciones parlamentarias con su propio partido

Wilders no inventó este marco. Se lo debe a Pim Fortuyn (1948-2002), padre fundador del populismo xenófobo holandés actual. Profesor de Sociología y alto funcionario del Estado, Fortuyn pasó por los partidos socialista y liberal antes de que, en 2002, se presentara a las elecciones parlamentarias con su propio partido, una plataforma antiinmigrante y de discurso políticamente incorrecto. Holanda, decía, estaba “llena” y el islam le parecía “una cultura retrógrada”. Como académico, homosexual y libertario —decía que rechazaba la intolerancia de los musulmanes pero que, personalmente, le encantaba acostarse con chicos marroquíes— cambió de forma radical la imagen del nacionalismo derechista holandés, que hasta ese momento se había asociado con la figura de Hans Janmaat, un político anodino y cutre, de carisma cero y con una presencia mínima en el parlamento, donde fue aborrecido por todos sus colegas.

La irrupción de Fortuyn desestabilizó un paisaje político que se había mantenido extraordinariamente estable durante décadas, con gobiernos de coalición entre los tres grandes partidos, a veces con el apoyo de los más pequeños. El sistema acabó desquiciándose definitivamente poco tiempo después, cuando en mayo de 2002, a nueve días de las elecciones, Fortuyn fue asesinado por un activista ecologista holandés. Dos años después, en noviembre de 2004, el país vivió un segundo trauma cuando el cineasta y periodista Theo van Gogh —incisivo, provocador y muy crítico del islam— fue matado a plena luz del día mientras iba en bicicleta por una calle concurrida en el este de Ámsterdam. Esta vez el asesino era un holandés de ascendencia marroquí, de 26 años, musulmán.

“Los asesinatos de Fortuyn y Van Gogh fueron como sendos choques eléctricos al cerebro colectivo holandés”, recuerda Vossen. “El politólogo Ron Eyerman, en su libro sobre asesinatos políticos, los define como eventos dislocadores. Tiene razón. Fortuyn solía afirmar que era el único que se atrevía a romper los tabúes políticamente correctos sobre el problema que suponía la inmigración masiva de musulmanes, y que ya le castigarían por ello. Para parte de la ciudadanía de a pie, su muerte llegó a demostrar que tenía razón”. El efecto del asesinato de Van Gogh fue diferente: logró atraer al campo antiinmigrante a una parte importante de la élite intelectual capitalina, empezando por los amigos desolados del propio cineasta. Con ello, la crítica del islam logró una nueva legitimidad. Al mismo tiempo, se normalizó la idea de que la política migratoria había fracasado y que la presencia de inmigrantes en el país, sobre todo de Marruecos y Turquía, constituía un problema —una amenaza no sólo en términos de seguridad sino económica y cultural— que pedía algún tipo de solución drástica. Mano dura. (Con sus casi 17 millones de habitantes en un territorio del tamaño de Extremadura, Holanda es el país más densamente poblado de Europa. En 2016, un 22,1 por ciento de la población era considerada “alóctona” —nacida fuera de Holanda o con al menos uno de los padres nacido en el extranjero—, incluidos unos 385.000 ciudadanos de ascendencia marroquí y 400.000 de ascendencia turca).

Entre los conversos intelectuales de 2004 se encontraba Martin Bosma, mano derecha de Wilders y su principal ideólogo. Nacido en 1964 en la ciudad de Wormer, a 20 kilómetros al norte de Amsterdam, Bosma es un politólogo que ha trabajado como periodista en varios medios establecidos, incluida la televisión pública nacional. Pocos días después del atentado contra Van Gogh —que se produjo a 200 metros de la puerta de su casa— Bosma dejó su trabajo para ofrecer sus servicios a Wilders, que en aquel entonces acababa de abandonar el Partido Liberal (VVD). Desde 2006, Bosma es diputado por el PVV.

Ningún otro partido ha sabido manipular el instrumental parlamentario y la cobertura mediática de forma tan efectiva

Bosma, como Wilders, tiene una apariencia peculiar. A pesar de sus 52 años luce una cara de adolescente, cuya verticalidad es subrayada por un par de hombros estrechos, un cuello de cisne, un mentón considerable y una alta frente coronada de una escoba de cabello marrón. Ha desempeñado un papel central en el éxito electoral del PVV, así como en su normalización en el paisaje político holandés. Como periodista y politólogo, comprendió desde el comienzo que la batalla era, en primer lugar, discursiva. De hecho —afirma Vossen— ningún otro partido ha sabido manipular el instrumental parlamentario y la cobertura mediática de forma tan efectiva. “Usan todos los medios disponibles para asegurarse de que siempre están en el foco de la atención” dice. “Como diputados parlamentarios son sumamente activistas. Y nunca dejan de repetir su mensaje nuclear”.

Como consecuencia, sus términos clave se han colado en el debate político, naturalizándose. Se trata de conceptos como “islamización”, “inmigración masiva” y “aficiones izquierdistas” (islamisering, massa-immigratie, linkse hobby’s), que sirven de base para un marco narrativo alarmista de gran tirón electoral. Según Wilders y Bosma, el flujo masivo de inmigrantes musulmanes está a punto de convertir Holanda en una nación islámica, con la complicidad directa de las élites culturales y políticas del país, en su mayoría progresistas, aupadas al poder en la estela de los 60. Estas élites, en lugar de atender a las necesidades de sus conciudadanos holandeses, dedican su tiempo —y el dinero público— a satisfacer sus manías: los subsidios públicos al arte y la cultura; la defensa de la multiculturalidad; la ayuda a países en vías de desarrollo; la acogida de refugiados; o filosofías pedagógicas modernas que erosionan la calidad de la educación. Además, obedeciendo a los mandatos económicos de Bruselas, sacrifican el bienestar de su propio pueblo. Recortan los servicios públicos para la ciudadanía holandesa al mismo tiempo que miles de refugiados —desagradecidos, malcriados y peligrosos— reciben comida, ropa y techo gratis. Mientras tanto, el pueblo holandés está siendo arrollado y marginado en sus propios barrios por las hordas musulmanas. “El PVV sigue al pie de la letra las lecciones de Ernesto Laclau”, dice Vossen, refiriéndose al teórico argentino del populismo. “Han conseguido forjar una cadena de equivalencias entre el islam y la izquierda, contra la que oponen los intereses del pueblo”.

Bosma, el politólogo, ha tenido un papel central en revestir este relato de cierta legitimidad intelectual. En 2015 publicó un libro de más de 500 páginas, titulado Minoría en el propio país, que compara Sudáfrica con Holanda. El Congreso Nacional Africano (ANC) —afirma— pudo hacerse hegemónico en el movimiento anti-apartheid mediante métodos terroristas. Para esta campaña violenta, recibió apoyo económico y moral de la élite biempensante de la izquierda holandesa. Bosma mantiene que la Sudáfrica actual, gobernada por ese mismo ANC, es al menos tan racista como el régimen del apartheid: discrimina de forma sistemática contra los afrikaners, los colonos de origen holandés que, según Bosma, tienen tanto derecho al territorio como la población negra, pero cuya cultura está siendo exterminada. Y ese “etnocidio”, concluye, es la misma suerte que amenaza a los holandeses autóctonos: convertirse en minoría perseguida en su propio país.

Aunque el votante medio del PVV es de educación e ingresos relativamente bajos, el auge del partido crece entre las clases medias. Quizás el sentimiento más compartido entre los seguidores de Wilders es el sentirse excluidos por un sistema político que se ha mostrado incapaz de representar sus intereses y resolver los graves problemas del país. Varios politólogos han señalado las correspondencias entre el discurso del PVV y el del Nationaal-Socialistische Beweging (NSB), el movimiento nacional-socialista de los años treinta que simpatizó con Hitler y que colaboró con los nazis cuando éstos ocuparon el país durante la Segunda Guerra Mundial. Así como el PVV, el NSB se resistió a adoptar una estructura de partido (el PVV no tiene afiliados); también comparten una visión de una “gran Holanda” que incluiría los territorios flamencoparlantes de Bélgica.

¿Cómo clasificar al PVV? “Para mí, no tiene demasiado sentido llamarlo fascista”, dice Vossen, “a menos que queramos definir el fascismo de forma tan amplia que pierde su significado. Para ser fascista un partido tiene que tener un claro componente antidemocrático. Y por más que la organización interna del PVV es todo menos democrática, en términos de programa el PVV no agita contra la democracia, ni mucho menos. Ni tampoco es antisemita; de hecho, ha sido muy pro-Israel”. Por otra parte, Wilders y sus seguidores expresan un desprecio continuo por las instituciones del Estado de Derecho, incluidos el parlamento y el poder judicial.

El problema terminológico refleja la relativa impotencia ante el auge de Wilders del establishment político. “Bosma ha conseguido para el PVV lo que los politólogos llamamos issue ownership: ciertos temas son ya prácticamente propiedad suya”, dice Vossen. “A estas alturas, incluso si otro partido político reconoce, digamos, que la inmigración constituye un problema, o que hay que revisar la política de asilo, el que marca los puntos políticos es Wilders”. Para los partidos de izquierda, el rechazo contundente del PVV sirve para resaltar su propio perfil moral, afirma Vossen, y les rinde. “Para el VVD, de centroderecha, en cambio, la presencia de Wilders supone un desafío mucho mayor porque son competidores directos”.

En 2010, el PVV prestó apoyo parlamentario a una coalición entre liberales y cristiano-demócratas. Cuando lo retiró dos años después, causó una crisis de gobierno

A comienzos de enero, el líder del VVD, el actual primer ministro Mark Rutte, prometió que su partido nunca entraría en una coalición con el PVV. La táctica es clara: a dos meses de las elecciones, Rutte busca atraer al voto útil. Espera que los votantes potenciales de Wilders se lo piensen dos veces si saben que el PVV no podrá entrar a ninguna coalición de gobierno. Rutte, por su parte, tiene mala experiencia con el equipo de Wilders, cuyas tácticas de provocación y sabotaje no encajan en la cultura política holandesa, basada como está en el diálogo y los compromisos. En 2010, el PVV prestó apoyo parlamentario a una coalición entre liberales y cristiano-demócratas. Cuando lo retiró dos años después, causó una crisis de gobierno. Según las encuestas actuales, en marzo hará falta una coalición de otros cinco partidos para condenar al PVV a la oposición.

Aun así, el pasado reciente indica que el intento de cordón sanitario no debilitará a Wilders, que hasta el momento ha sabido convertir todos los castigos, condenas y censuras en capital político. De todos los líderes de la nueva derecha europea es, además, el que mayor perfil internacional tiene. Goza de excelentes relaciones con el entorno inmediato del presidente Donald Trump, cuyo gabinete y equipo de asesores —entre ellos, el exizquierdista David Horowitz, amigo y admirador de Wilders desde hace años— comparte elementos importantes de su ideario: su postura radicalmente antiislámica, así como el lema “el propio país, primero” (eigen land eerst). Al día siguiente de las elecciones norteamericanas, Wilders tuiteó: “¡Una victoria histórica! ¡Una revolución! ¡También nosotros devolveremos nuestro país a los holandeses!”. Y el día después de que Trump asumiera el poder en Estados Unidos, Wilders se reunió en la ciudad alemana de Coblenza con Marine Le Pen, Frauke Petry (AfD) y Matteo Salvini (Lega Nord). “Amigos”, proclamó allí, “estamos viviendo tiempos históricos. La gente de Occidente se despierta. Se libra del yugo de la corrección política. Quiere que se le devuelva su libertad, su soberanía nacional, y nosotros, los patriotas de Europa, seremos el instrumento de su liberación”. La ironía no puede ser mayor: envalentonados por el triunfo de Trump, Wilders, Le Pen y demás están forjando una alianza europea para acabar no sólo con la Unión Europea sino con los valores de solidaridad que la inspiraron. Saben que todavía no han alcanzado su techo electoral. Mientras tanto, las izquierdas —divididas e impotentes— se desviven en busca de una nueva vacuna antifascista.

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Autor >

Sebastiaan Faber

Profesor de Estudios Hispánicos en Oberlin College. Es autor de numerosos libros, el último de ellos 'Exhuming Franco: Spain's second transition'

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7 comentario(s)

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  1. Lydia

    Hay que agradecer muchísimo al renacimiento de la barbarie a Merkel y al resto de gobiernos europeos vasallos. Una cosa buena, espero al menos de estos degenerados: que al menos se carguen de una puñetera vez la UE. Algo harán bien y habremos conseguido.

    Hace 7 años 9 meses

  2. Mentalmente

    Tanto la izquierda como la derecha para que funcionen tienen que tener la cantidad justa de su opuesto. Un partido que es totalmente de izquierdas o de derechas no puede funcionar. Se tiene que seleccionar el grado justo de la perspectiva política opuesta para que pueda desarrollarse todo el resto. La derecha se ha adelantado al introducir la socialdemocracia económica e incluso tocar la transversalidad entre sus fundamentos. Eso es porque la derecha no se acompleja. La izquierda tiene complejos para aceptar y expresarr cualquier idea política que no pase el filtro de lo políticamente correcto, se dobla en favor del discurso moralista artificial del sistema. Que termina esclavizando mentalmente a la gente. La izquierda defiende una libertad pero no se opone a la esclavitud mental y la c€nsura de la expresión de ideas políticas. Nada ir más lejos, incide en comportamientos intolerantes a ciertas expresiones que, curiosamente, son intolerantes también. La izquierda es como si pretendiera pensar y hablar en lugar de la gente, y eso en los tiempos presentes es inaceptable. La derecha tiene una expectativas políticas muy cortitas y simplistas, pero se presentan como más naturales y factibles para la gente, sienten que la derecha no vulnera su dignidad en tanto que no pretenda pensar y decidir por la gente.

    Hace 7 años 9 meses

  3. Albertus BCN

    Gran artículo. He vivido unos años en Holanda y doy fe de todo lo que has explicado. Lo que más me sorprendió fue la falta de integración absoluta por parte de nietos de migrantes ya nacidos y educados en Holanda, así como un profundo y latente racismo maquillado con una sutileza casi perfecta. Se va a liar muy muy gorda. Calderón, muy interesante también tu comentario.

    Hace 7 años 9 meses

  4. adelante

    En el extenso artículo, relativamente bien documentado, -lo cual es una novedad- sólo echo de menos un dato que pudiera tener interés para el público. Wilders vive bajo protección policial en su propio país por las amenazas de los musulmanes que llegarón allí hace años.

    Hace 7 años 9 meses

  5. EmigranteNL

    Extraordinaria crónica, enhorabuena Sebastiaan. Vivo aquí en Holanda desde hace algunos años y puedo corroborar esto en todos sus puntos. Lo único que se ha dejado es comentar que los 'liberales' del VVD (=PP) y los 'socialdemócratas' del PvdA(=PSOE) están gobernando aquí con una Gran Coalición a la alemana como la que, de facto, gobierna en España. Y que los 'socialdemócratas' de aquí están tan totalmente comprometidos con el neoliberalismo derechista como el PSOE en España. De hecho el espectro político aquí es notablemente derechista, con una izquierda verde (GL) que también muy a menudo se alinea con el discurso neoliberal. Sólo el Partido Socialista (SP) tiene un discurso netamente de izquierda, pero es bastante pequeño y no tiene visos de crecer mucho.

    Hace 7 años 9 meses

  6. Mentalmente

    Si la democracia no sirve para proteger la propia cultura, la propia nación, las propias fronteras, aunque sea para expulsar inmigrantes porque sí, porque la gente no los quiere. Entonces la democracia no es democracia. Sino un sucedaneo de libertad, aún más peligroso que una expresa falta de libertad proveniente de una mano autoritaria, como lo fue Fidel Castro o Francisco Franco.

    Hace 7 años 9 meses

  7. calderon

    Excelente artículo, muy ajustado a la realidad. En mi opinión, la izquierda debería revisar sus prioridades. Enfatizar cuestiones de raza, género, etc., sin tener en cuenta la clase social está pasando factura. La izquierda (tanto en Holanda como en el resto de Occidente, excepto quizá el sur de Europa) ha abandonado la lucha entre clases sociales para enfocarse en otros aspectos como feminismo, post-colonialismo, etc., lo cual está muy bien, pero deja un espacio enorme a la extrema derecha, que encuentra sus votantes entre las capas sociales más pobres (y subiendo hacia las clases medias) sean hombres, mujeres, blancos o negros. El profesor Vicenç Navarro lo explica muy bien: http://blogs.publico.es/dominiopublico/19109/los-costes-de-enfatizar-genero-y-raza-sin-considerar-clase-social-el-caso-de-eeuu/

    Hace 7 años 9 meses

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