Controversias / Nuevas identidades políticas en Europa
Más allá de UKIP: el populismo en el Reino Unido
La historia de la extrema derecha en el Reino Unido es una manifestación del descontento vinculado al thatcherismo, pero Theresa May puede ser la verdadera herencia que Nigel Farage está dejando a la política su país
Javier López Alós 14/12/2016
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Se discute a menudo si lo que prima en el populismo de derechas británico es el factor económico o el cultural, entendiendo también por éste la identidad étnica y religiosa. ¿Pero no es ésta una falsa disyuntiva? El resentimiento frente a quienes se considera el origen de un malestar social siempre difuso rara vez se pliega a una sola causa. En efecto, el populismo de derechas británico, como el de los demás países, más aún debido a su pasado imperial, tiene unos orígenes racistas innegables. Ahora bien, los cambios culturales más profundos en la sociedad británica vienen derivados de las transformaciones en el sistema económico capitalista, incluida la llegada de trabajadores extranjeros. Las formaciones identificadas como populistas de derechas o de extrema derecha son el resultado de la combinación de varios factores, entre los que paradójicamente habría que incluir también tanto la orgullosa tradición antifascista de los británicos como al populismo tory.
Política, social y mediáticamente, el consenso neoliberal es tan sólido que cualquier demanda que se salga de la lógica económica imperante es despreciada. No hay respuesta política al malestar popular, pues éste en realidad no existe más que marginalmente, como un molesto suplemento de un orden de las cosas en vías de naturalización. Traducido electoralmente tampoco es representativo porque el sistema británico prima las mayorías con mucha desproporción. Así, por ejemplo, el UKIP obtuvo cerca de cuatro millones de votos en las elecciones generales de 2015, más del 12% del total, y sólo un escaño en el Parlamento. Desde este punto de vista, con el poder sindical reducido a la insignificancia y, al menos hasta la llegada de Jeremy Corbyn, con el Partido Laborista entregado al mismo dogma económico, no parece tan extraño que muchos británicos hayan desarrollado un profundo sentimiento antiestablishment. Cosa distinta, que no menor, es cómo lo hayan canalizado y si las consecuencias de su expresión no van sino a reforzar aquello que querían rechazar. Con todo, por más que el camino que muchos de ellos parecen haber escogido nos parezca un error, no lo parece tanto el que se sintieran marginados y faltos de representación, y que expresaran su descontento en cuanto tuvieran la oportunidad. Ésa la dio el Brexit, auténtico momento populista de la política en el Reino Unido. Pero veamos de dónde viene todo esto y a qué puede conducir.
Genealogía del populismo británico
El UKIP es un desarrollo lógico y coherente del populismo tory de Margaret Thatcher
Si abrimos el foco histórico unas décadas y observamos su evolución en el tiempo largo del proceso neoliberal, podremos notar algo que de otro modo resultaría chocante: buena parte de los rasgos que identifican al populismo de UKIP no son sino un desarrollo lógico y coherente del populismo tory encarnado por Margaret Thatcher. En éste se encuentran los antagonismos básicos que aún hoy articulan una forma de entender la política a partir de una división radical entre “ellos” y “nosotros” en clave reactiva. Además del nacionalismo y de la apelación a un pasado idealizado y a un sentido común que no se detiene en los peajes de la corrección política, tanto Thatcher como Farage despliegan una retórica contestataria y contraria a quienes parasitan el sistema. Para “la dama de hierro”, como para sus admiradores de hoy dentro y fuera del Reino Unido, los grandes beneficiarios no son quienes viven asociados a la plutocracia o los que de un modo intuitivo llamaríamos “los poderosos”. Se trata, más bien, de los que de algún modo u otro promueven, defienden, representan o se benefician de medidas correctoras de las múltiples desigualdades sociales. Así, por privilegiados no se entiende ni a las grandes corporaciones ni a los principales detentadores de la riqueza nacional, sino a los sindicatos, los funcionarios, los perceptores de subsidios sociales, las minorías beneficiadas por la discriminación positiva o los burócratas de Bruselas, según la circunstancia. Tales antagonismos han servido para construir una oposición entre el pueblo (la gente normal, que se esfuerza por progresar, autoidentificada con la clase media) y un otro favorecido que lo amenaza mediante sus conductas parasitarias. En su formulación más ortodoxa, la sociedad frente al Estado, identificado como el auténtico peligro para la pervivencia de los valores genuinamente liberales que definirían el ser británico.
Estos antagonismos han definido los límites en los que se ha desarrollado el sentido común de la política en el Reino Unido durante los últimos cuarenta años y no han sido puestos seriamente en cuestión por sus principales partidos. Se presenta de forma dogmática una elección entre el orden y el caos, siendo cualquier alternativa o mínimo cuestionamiento del primero condenado al ridículo o la extravagancia. En realidad, la historia de la extrema derecha y el populismo reactivo en el Reino Unido bien podría leerse en buena medida como la manifestación del descontento ante una serie de decepciones vinculadas de un modo u otro al thatcherismo.
El populismo en el Reino Unido es la manifestación del descontento ante una serie de decepciones vinculadas al thatcherismo
En primer lugar, hay que referirse a los desastrosos efectos de las políticas de la revolución neoliberal de Margaret Thatcher sobre las clases trabajadoras. La desindustrialización empobreció regiones enteras y alteró las referencias cotidianas que sus gentes habían manejado durante generaciones. El aumento del paro y la desigualdad se vieron acompañados de un desmantelamiento del sector público en favor de una muy minoritaria clase media y de intereses oligárquicos. Los libros de Owen Jones constituyen narraciones muy coherentes de ese proceso, que empieza con Thatcher y se extiende hasta Cameron (y sigue hoy con Theresa May), mediante el cual se produce el enriquecimiento impúdico y tramposo de una élite a costa de la clase trabajadora y los recursos del Estado al servicio del establishment. Podría decirse que lo que hacen los conservadores es cualquier cosa menos conservar. Al menos en lo tocante a las clases populares, sus formas de vida cambian drásticamente en cuestión de muy pocos años, sin previo aviso y sin consulta. La transformación es también ideológica e implica una devaluación moral de la clase trabajadora, humillada durante décadas no sólo por la falta de empleo o la precariedad del mismo cuando se tiene, sino también por una sospecha permanente sobre sus valores y responsabilidad individual en su situación. Al tiempo que se difundía un discurso oficial que exhortaba a la tolerancia multicultural, la caricatura chav, estereotipo cultural equivalente a lo que en España, según el contexto, se llamarían poligoneros, chonis, ninis…, ha sido muy explotada durante años por los medios de comunicación y celebrada también desde cierta intelectualidad de izquierdas autocomplaciente y segura de su superioridad moral frente a estas masas alienadas y desclasadas de catetos que se empeñan en no pagar con votos ese desprecio.
Por otro lado, es preciso tener en cuenta que las transformaciones sociales y culturales de la política económica impulsada por Thatcher crearon también enorme frustración entre la base electoral más conservadora. Así, en 1982, tres años después de que la mejor amiga de Ronald Reagan a este lado del Atlántico fuese elegida primera ministra, John Tyndall, antiguo líder del National Front en los setenta, fundó el British National Party. Su liderazgo duró hasta 1999, pero sus resultados no pasaron de marginales debido, además de a problemas internos de toda índole, a sus vínculos con la violencia y el fascismo. Su sucesor durante los siguientes quince años, Nick Griffin, modernizó el discurso a través de lo que podríamos llamar un “racismo atemperado”, esto es, no biológico sino basado en criterios culturales, que es, por cierto, la forma dominante de discriminación xenófoba hoy por hoy. Contrarios a la globalización, defensores del proteccionismo comercial y tradicionalistas, obtuvieron sus mejores resultados en las elecciones europeas de 2009, con casi un millón de votos y dos escaños. El declive electoral de 2014 certificó una profunda crisis que ningún nuevo liderazgo iba tampoco a solucionar. Algunos elementos fundamentales de su credo político, como el discurso antiinmigratorio y el islamófobo (mucho más tolerado que el viejo antisemitismo del National Front), fueron asumidos por otras formaciones.
Entre éstas, la English Defence League, fundada en 2009, que no es tanto un partido como un movimiento, se compone mayoritariamente de jóvenes hooligans y tiene una proyección notable en las redes sociales. Frente a partidos del mismo espectro y perfil violento, como los ultras del Britain First, se muestran abiertos en cuestiones como la homosexualidad y los derechos de las mujeres, así como projudíos. Todo ello les sirve para subrayar la intolerancia islámica al respecto. La salida en 2013 de su hasta entonces líder Tommy Robinson en busca de vías de expresión que excluyan la violencia física no ha supuesto la desaparición de la EDL, ahora dirigida por Tim Abblitt, que sigue encabezando marchas por el país.
El UKIP aparece como moderado y ha sabido sacar provecho de una creciente desconfianza en el proyecto europeo a partir de la ampliación en 2004
A pesar de compartir algunos rasgos con estas formaciones, el UKIP tiene una línea diferenciada y se esfuerza por marcar distancias con ellas. El origen del United Kingdom Independence Party, fundado a principios de los noventa por el historiador modernista Alan Sked, es indisociable del llamado euroescepticismo y es también una consecuencia de la derrota de las posiciones de Margaret Thatcher al respecto de lo que culminaría en el Tratado de Maastricht. Su apoyo electoral fue creciendo a medida que su discurso incorporó al nacionalismo euroescéptico de los primeros años nuevos ingredientes como un marcado conservadurismo en lo social y una “xenofobia blanda” que invoca criterios técnicos como capacidad y cualificación para seleccionar qué inmigrantes deben ser aceptados y cuáles rechazados. El UKIP aboga porque el Reino Unido se desmarque de los acuerdos internacionales relativos a la protección de los derechos humanos, la Convención Europea para los Refugiados o la lucha contra el cambio climático, formas todas de interferir en la soberanía de los británicos. Se definen como libertarios demócratas, partidarios de la economía liberal desregulada, lo que sin duda ha resultado clave en su progresión y proyección mediática. Magnates como Aaron Banks y el propietario del grupo Express Newspapers se cuentan entre los benefactores que han ido forjando un halo de respetabilidad en torno a un partido perfectamente funcional al sistema.
Frente a sus competidores de extrema derecha, a pesar de todas sus batallas internas, en alguna de las cuales recientemente les hemos visto llegar a las manos, y en las que intervienen tanto cuestiones personales como políticas, el UKIP aparece como moderado y ha sabido sacar provecho de una creciente (pero no nueva) desconfianza en el proyecto europeo a partir de la ampliación en 2004 a veinticinco miembros y los efectos de la “crisis” de 2008. El partido de Farage ganó las elecciones europeas de 2014, donde obtuvo veinticuatro diputados, y fue tercero en las generales de 2015 con apenas uno. Un año después se erigía en el ganador de una consulta en la que su principal rival, el primer ministro David Cameron, demasiado atildado para ser del todo creíble entre las clases populares, mostraba compartir con él percepciones básicas en torno a los peligros de la inmigración y similar inflación nacionalista. Farage había situado ya los términos del debate y a las pasiones del miedo y el patrioterismo Cameron sólo pudo oponer más miedo (expresado en magnitudes económicas incomprensibles) y más patrioterismo (en vano, pues resultaba contraintuitiva la idea de un mayor control fronterizo lejos y en manos de otros). Tras esta victoria, Farage anunció que se retiraba. El trabajo estaba hecho, dijo. Como sabemos, los interregnos son siempre proclives a los cuchillos, las conspiraciones y las intrigas, así que Farage no cumplió su promesa y volvió a la primera línea. Ha tutelado su sucesión y, tras el breve paso de Diane James, su número dos, Paul Nuttall, ha ganado con mucha claridad las elecciones internas del partido. Que esta victoria le garantice al eurodiputado norteño autonomía frente a su mentor y donantes como el millonario Banks, mucho más atentos a las dinámicas del sur de Inglaterra, es dudoso.
¿Y ahora qué?
Conscientes de que, toda vez que los tories no parecen dispuestos a dar marcha atrás en el Brexit (lo que permitiría al UKIP presentarse como la única voz legítima del pueblo frente a una élite que desprecia su mandato democrático), el partido de May está incorporando de facto las grandes demandas que ellos han estado defendiendo durante años, el UKIP parece querer sobrevivir a una previsible muerte por éxito a costa de los laboristas. En esta estrategia también siguen los pasos que antes dio el BNP, que llega a definirse en su propaganda como “el Partido Laborista que votaba tu abuelo”. Al contrario en esto que los tories, que al fin y al cabo tienen el poder y, pese a todo, han hecho este viaje sin demasiados problemas y en muy poco tiempo, la única esperanza para los laboristas es demarcar una posición propia y alternativa al populismo reactivo ahora mismo ya hegemónico.
May se exhibe como garante de la voz del pueblo frente a quienes la quieren acallar
El pasado 2 de octubre, en la convención del Partido Conservador celebrada en Birmingham, la líder del partido se dirigió al auditorio como la garante de los derechos de los trabajadores mientras sea primera ministra, en una apelación a la clase trabajadora que resultaría sorprendente si no recordáramos cómo unas pocas semanas antes su ministra del Interior sugería a las empresas que hicieran públicos sus registros de empleados extranjeros. Un mes más tarde, la Corte Suprema alteraba sus planes para tramitar por vía ejecutiva, gracias a una prerrogativa regia, la activación del artículo 50. La reacción de la prensa y algunos políticos conservadores sólo puede calificarse de brutal. Expresiones como “enemigos del pueblo” o “traidores” se leyeron y escucharon para titular la noticia, entre acusaciones de parcialidad y ataques a la democracia. Preguntada al respecto, May apeló al principio de la libertad de prensa (prensa sin cuya participación, en especial los tabloides, difícilmente se habría producido esta situación), y no puede decirse que hiciera gran cosa por diluir la línea que marca la relación de amigo-enemigo en la política británica actual. Del mismo modo, May se exhibe como garante de la voz del pueblo frente a quienes la quieren acallar, lo que le sirve para justificar el recurso del Gobierno a dicho veredicto y mantener la agenda prevista para marzo de 2017. Por lo demás, como en buena medida hizo el propio Cameron durante su mandato y en la campaña para el referéndum en junio, está mostrando unos planteamientos convergentes con el UKIP en cuanto a la cuestión migratoria, así como una gestualidad en sus relaciones con la Unión Europea mucho más desenvuelta que la de su predecesor. La torpeza y falta de diplomacia que algunos altos cargos de la UE han mostrado estos meses al traslucir cierto desdén hacia los británicos, cuando no antipatía o ansias de revancha, no ha hecho sino reforzar las posiciones más intransigentes y nacionalistas entre éstos. Que al mismo tiempo media Europa se ande preguntando cómo es posible el auge del populismo de derechas a estas alturas parece un sarcasmo.
Ya retirada, Margaret Thatcher llegó a presumir de que el jefe de filas de sus adversarios políticos en la Cámara de los Comunes, el laborista Tony Blair, era el mejor legado de su carrera. Viendo la deriva del Partido Conservador y la primera ministra tras el referéndum del Brexit, cabe preguntarse si, mucho más que el ya cuestionado Paul Nuttall, no será Theresa May la verdadera herencia que Nigel Farage está dejando a la política su país.
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Javier López Alós
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