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Trump, entre el autoritarismo y el caos

El nuevo presidente de Estados Unidos ha llegado a la Casa Blanca con ímpetu devorador, dispuesto a llevar a cabo su programa de consolidación oligárquica y contrarreforma conservadora

Álvaro Guzmán Bastida Nueva York , 5/02/2017

<p>Caricatura de Donald Trump.</p>

Caricatura de Donald Trump.

Luis Grañena

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“Hay un gran caos bajo el cielo; la situación es excelente”. La frase se le atribuye a Mao Zedong, pero bien podría haber salido de un salón de la Casa Blanca a finales de enero de 2017. A sus setenta años, Donald Trump ha llegado a la Presidencia con el ímpetu devorador con el que lanzó su candidatura diecinueve meses antes: señalando enemigos –fuertes y, sobre todo, débiles— agitando las bajas pasiones, desplegando sus complejos mesiánicos, mintiendo con desparpajo y dispuesto a llevar a cabo un programa de consolidación oligárquica y contrarreforma conservadora.

En los primeros compases de su mandato, Trump ha aunado la sustancia política, arte para la que es novicio, con la telerrealidad, que fue su ‘cantera’

Trump, campeón de los sofismas y la incorrección política, prometió ser un presidente de acción. Lo está siendo. En su tercer día ‘de labor’ en el cargo, ordenó por decreto construir un muro en la frontera con México, que –aunque nadie se lo recordó en campaña— demócratas y republicanos llevan levantando desde hace una década. Para entonces ya había firmado una orden ejecutiva para detener la reforma sanitaria de Obama, retirado a su país del acuerdo comercial transpacífico (TPP) o prohibido la financiación de organizaciones de ayuda humanitaria que practiquen abortos. Las dos primeras medidas apenas trascendían lo simbólico –tanto la reforma de Obama como el TPP estaban ‘tocados’ de muerte, la primera desde el cataclismo electoral de los demócratas en noviembre, o quizá mucho antes, y el segundo desde que el rechazo popular forzase a representantes electos y candidatos a posicionarse contra él. La medida antiabortista era un ‘gesto’ de buenas intenciones a las bases republicanas, que esperan mucho de Trump en ese frente, y en todos los demás.

En los primeros compases de su mandato, Trump ha aunado la sustancia política, arte para la que es novicio, con la telerrealidad que fue su ‘cantera’. Por parafrasear a otro clásico, en un par de semanas ha sucedido más que en varias décadas. Trump se ha reunido con empresarios y sindicatos, purgado a cientos de funcionarios, arriesgado a una guerra –comercial y militar—con China e Irán o nombrado un juez ultraconservador para el Tribunal Supremo.

A riesgo de perderse en el bosque de la hipercinesia trumpiana, conviene detenerse en algunas de las medidas más significativas de ‘President Trump’ para observar algunos rasgos de su mandato advenedizo. Tomemos pues tres órdenes, una ignorada por los medios, otra tomada con sigilo y la última estrepitosa.

Yemen: la vida sigue igual

La victoria de Trump responde, en gran medida, a una voluntad de ‘cambio’ imposible de ignorar. Pero lo acontecido en la franja central de Yemen el domingo 29 de enero demuestra que algunas cosas no cambian, especialmente si el presidente de los Estados Unidos es Donald John Trump: en septiembre de 2011 la guerra contra el terrorismo de EE.UU. daba una macabra vuelta de tuerca más en su engranaje. Un dron del Ejército estadounidense asesinaba a Anwar al-Awlaki, clérigo contra el que no pesaba ningún cargo judicial.

El presidente Obama había ordenado casi un año antes el asesinato. Por fin, el Ejército estadounidense cumplía su misión, decretada en uno de los ‘martes de los asesinatos’ sumarios, instaurados por el Premio Nobel de la Paz Barack Hussein Obama. Dos semanas más tarde, otro misil teledirigido por dron asesinaba al hijo de al-Awlaki, de 16 años y nacido en EE.UU., además de a una docena de yemeníes inocentes. El último domingo de enero, en la segunda semana de su gobierno, Donald Trump ordenó su primera misión ‘antiterrorista’ como presidente de los EE.UU. El ataque, oficialmente destinado a minar las filas de Al Qaeda en la Península Arábiga, se cobró entre otras la vida de una niña de ocho años, nacida en los EE.UU. Era Nasser al-Awalaki, nieta del clérigo Anwar, asesinado sumariamente por el predecesor de Trump en el cargo.

Trump no solo promete continuidad en el descenso a los infiernos de la política antiterrorista estadounidense, sino que la lleva un paso más allá. Por si a alguien no le quedaba claro, Trump utilizó su primera entrevista como presidente, en la FOX, para recalcar su postura. Si Obama prometió –y nunca cumplió, por culpa en gran parte de la oposición republicana— cerrar Guantánamo, y firmó un decreto que ponía coto a la tortura, Trump ha prometido, antes y después de ser presidente, torturar más y sin escrúpulos, porque “la tortura trae resultados”.


Una de las medidas estrella del presidente –el veto a la inmigración de siete países de mayoría musulmana y suspensión de la acogida de refugiados— es obra de Bannon

"La utilidad de la tortura para obtener información es discutible, lo que está claro es que es inmoral", señala Allan Nairn, periodista de investigación estadounidense que ha trabajado en numerosos países bajo regímenes totalitarios. Nairn fue encarcelado en 1999 por hacer su trabajo contra el régimen indonesio de Mohamed Suharto, apoyado por EE.UU. “Si su objetivo es aterrorizar a la gente, castigarla y obtener venganza, creo que funciona. Y creo que a veces también sirve para obtener cierta información, aunque en muchas otras ocasiones no resulta útil para eso”. “La orden de Obama ha recibido muchos halagos por ‘prohibir la tortura’”, reconoce Nairn desde Indonesia. Pero la orden de Obama, según Nairn, no supuso ningún cambio, más allá de la prohibición de que los oficiales estadounidenses la llevasen a cabo directamente. “Ni siquiera se prohibió que la tortura la realizasen militares de otros países ‘clientes’ de EE.UU., o paramilitares que trabajen de la mano de los EE.UU.: así es como se produce el 95% de la tortura, en cualquier caso”. Para Nairn, la postura de Trump no supone un cambio sustancial, “pero sí cambio cualitativo y retórico: es el tipo de acto que probablemente servirá para alentar más torturas en todo el mundo. Es un signo de la filosofía fascista del régimen”.

El ‘príncipe’ Bannon como síntoma

Todavía durante su primera semana en la Casa Blanca, Trump nombró a Steve Bannon como uno de los líderes del Consejo de Seguridad Nacional (NSC, por  sus siglas en inglés), encargado de coordinar la política exterior y de seguridad nacional, lo que incluye operaciones como la de Yemen. La luna de miel de Trump y Bannon viene de largo. Cuando el magnate le nombró director de su campaña, en agosto, Bannon migró de los márgenes de la extrema derecha a la centralidad política. Lo hizo sin alterar un ápice el mensaje nativista, nacionalista y proteccionista que le había ganado millones de clics como director ejecutivo de la web de extrema derecha Breitbart News.

El nombramiento de Bannon tiene un doble significado: por un lado, es la primera vez que un agente político no electo ocupa un cargo de tan alto rango. Por otro lado, coincide con la deposición de generales como Dan Coats y Joseph Dunford, responsables de inteligencia nacional y el Estado Mayor conjunto del ejército respectivamente, para quienes había estado reservado el cargo de principales del NSC. Bannon forma parte ahora del comité de principales, por lo que tendrá voz y voto en decisiones clave de seguridad y defensa nacional.

El veto musulmán: del caos a la resistencia

Nadie duda ya de que la otra medida estrella de Trump hasta la fecha –el veto a la inmigración de siete países de mayoría musulmana y suspensión de la acogida de refugiados— es también obra de Bannon. Igual que sucede con la orden sobre el muro fronterizo con México, Bannon redactó la norma basándose en un precedente del gobierno Obama, del que aborrece en público. En 2015, Obama restringió los derechos de los ciudadanos de los mismos siete países para obtener visados de viaje a EE.UU. En su normativa Obama excluyó, como hace ahora Trump, a países de origen de numerosos terroristas que han atacado a EE.UU. en su propio territorio, como es el caso de Arabia Saudí o Egipto, cuyos regímenes que gozan de protección estadounidense desde hace décadas.

Sin presión demócrata, la oposición a un presidente que perdió el voto popular por casi tres millones de votos es casi inexistente

Más allá de los cientos de vidas que ha puesto en el alero –incluidas las de residentes legales en EE.UU. desde hace lustros— la medida, impulsada por Bannon y firmada por Trump, refleja dos rasgos clave del nuevo gobierno: la arbitrariedad y el caos. La primera parece buscada ex profeso. Ni los líderes del Partido Republicano, cuyos votos Trump necesita para llevar adelante su programa, ni siquiera miembros de su propio gobierno, como el Secretario de Defensa James Mattis, conocieron los detalles de la orden, firmada a última hora de un viernes, hasta después de que estuviera vigente. Así pues, la acción sumió en el caos no solo a las víctimas lógicas de la medida –los viajeros de Yemen, Siria o Somalia, que en muchos casos volaban en el momento en el que la orden entró en vigor— sino también a supuestos aliados de Trump. Quizá por eso la medida provocó la insumisión de más de mil funcionarios del Departamento de Estado, además de la secretaria de Justicia en funciones, destituida ipso facto por indisciplina por el presidente.

Pero había algo con lo que Trump y Bannon no contaban: la insurrección de decenas de miles de personas, que desbordaron los aeropuertos de todo el país en pocas horas para hacer frente a la medida.

“Es obvio que les explotó en la cara”, señala Arun Gupta, especialista en movimientos sociales.

"Mucha gente va a seguir sufriendo, pero hemos visto a la fiscal general negarse a aplicar el veto, y sobre todo una gran masa de gente protestando en los aeropuertos, coordinándose con una huelga de taxis. Fue todo un enorme caos”. Al grito de Let them in! (¡Déjenlos entrar!) y en coordinación con decenas de abogados voluntarios en todo el país, los manifestantes pusieron a la recién estrenada administración entre la espada y la pared, y lograron forzar un cambio de rumbo: el gobierno echó marcha atrás en lo relativo a los residentes legales, declarando que podrían entrar, mientras en paralelo media docena de jueces suspendían la medida tras proliferar las demandas por inconstitucionalidad.

El magnate neoyorquino tiene la costumbre de sobrevivir. De momento, conviene no subestimarlo. Ni a él, ni a su programa

Pese a mediar órdenes judiciales, decenas de oficiales de aduanas se negaron a dejar entrar en el país a ciudadanos musulmanes, o incluso a permitirles ver a sus abogados. Una vez más, dicha insumisión refleja otra de las fallas abiertas por el gobierno Trump: le apoyan, por un lado, los sindicatos de la guardia fronteriza. Pero, por otro, la mayor parte del alto funcionariado, la maquinaria de la política exterior estadounidense, ha dado un plantón público y notorio a su agenda y sus modos, nunca visto desde la época del Watergate.

Para el lunes 30 de enero, un millar de funcionarios del Departamento de Estado habían firmado un memorando de disenso con el presidente, solidificando la fractura entre las instituciones del Estado. Dicha ruptura no es un hecho aislado, sino que refleja el enfrentamiento soterrado entre el FBI y la CIA, desde los que emanaron filtraciones capciosas que parecían destinadas a hacer descarrilar las campanas de Hillary Clinton y Trump, respectivamente.

La presión popular parece estar surtiendo efecto en las filas del Partido Demócrata. Sus líderes, como el senador por Nueva York Chuck Schumer, habían hecho cierta oposición retórica a Trump, al tiempo que votaban sin demasiados aspavientos a favor de nombramientos como el de Mike Pompeo, ardiente defensor de la tortura, para dirigir la CIA. Pero Schumer y sus colegas se han visto desbordados por las movilizaciones en las calles y el aluvión de llamadas a sus despachos exigiéndoles una oposición más firme. En los últimos días, los demócratas han virado en su estrategia. Se les ha visto –a menudo, incómodos, y recibidos con reticencias— en las movilizaciones callejeras. Han puesto en marcha iniciativas para boicotear algunos de los nombramientos más polémicos de Trump.

“Las movilizaciones callejeras son un buen comienzo”, señala Allan Nairn, que compara las “tendencias totalitarias” de Trump con otros regímenes a los que le ha tocado enfrentarse, en Asia o Centroamérica. “Pero para derrotar a Trump y la agenda republicana hay que atacar en todos los frentes, tanto desde dentro como desde fuera de las instituciones”, advierte. Nairn reconoce que los líderes demócratas están “completamente desacreditados” tras la últimas elecciones. “Demostraron ser incompetentes desde el punto de vista técnico, cuando decían: ‘nosotros sabemos ganar las elecciones, no como vosotros los idealistas’, pero han demostrado que no son capaces de hacerlo”. Por eso, apunta, “las bases tienen que tomar el Partido Demócrata, y acto seguido tomar el control de los congresos estatales, mientras se moviliza la gente en las calles: hay que atacar desde todas las direcciones”.

El cambio de táctica demócrata es solamente simbólico. Los republicanos gozan de una sólida mayoría en ambas cámaras, y al contrario que los demócratas hace ocho años, galopan hacia la implementación de su agenda desreguladora, privatizadora y reaccionaria. Pero sin presión demócrata, la oposición a un presidente que perdió el voto popular por casi tres millones de votos es casi inexistente. Queda por ver si surgirán fisuras en el rodillo republicano que, de momento, funciona con precisión quirúrgica.

Con una hiperactividad sarkoziniana, Trump ha abierto tantos frentes –en la calle, en el Estado, en la geopolítica, en los mercados— que no resulta difícil imaginárselo engullido por sus propios castillos de arena. ¿Será capaz de sobrevivirlos? Sólo el tiempo lo dirá. Trump tiene la costumbre de sobrevivir. Nadie daba un duro por él cuando se presentó, y ganó la nominación republicana sin hacer apenas concesiones a los líderes del partido. Ahora es presidente, y tiene a los líderes del partido mayoritario lamiéndole la mano. Por algo ha salido indemne de 4.000 pleitos y seis bancarrotas en sus empresas. De momento, conviene no subestimarlo. Ni a él, ni a su programa.

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Álvaro Guzmán Bastida

Nacido en Pamplona en plenos Sanfermines, ha vivido en Barcelona, Londres, Misuri, Carolina del Norte, Macondo, Buenos Aires y, ahora, Nueva York. Dicen que estudió dos másteres, de Periodismo y Política, en Columbia, que trabajó en Al Jazeera, y que tiene los pies planos. Escribe sobre política, economía, cultura y movimientos sociales, pero en realidad, solo le importa el resultado de Osasuna el domingo.

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