Desigualdad sin fronteras
El cortoplacismo electoralista de los gestores de la política y la economía impide analizar las causas globales del problema e implementar medidas para abordarlo
Eduardo Bayona 3/03/2017
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Pablo Beramendi, profesor asociado de Política Social en la Universidad de Duke (EEUU), sostiene que “quienes estén interesados en la prosperidad a largo plazo –incluidos los que llevan las de ganar– harán bien en preocuparse por la desigualdad y ser menos miopes. Por desgracia, la gestión de los interlocutores económicos y políticos cortos de miras constituye uno de los retos más arduos de la economía política”. Para el politólogo, “La desigualdad es un problema, tanto de tipo económico como, fundamentalmente, político”.
Beramendi sostiene que el abordaje de la desigualdad requiere enfoques de ámbito global, vinculados a la cooperación
Beramendi, que ha analizado las quince propuestas para combatir la desigualdad que el recientemente fallecido Anthony B. Atkinson –pionero junto con Thomas Piketty en el estudio de las averías de los sistemas de redistribución de la renta y la riqueza–, lanzó hace dos años en su libro “Desigualdad, ¿qué se puede hacer?”. En él, sostiene que el abordaje de la desigualdad requiere enfoques de ámbito global, vinculados a la cooperación para explorar “las condiciones institucionales con arreglo a las cuales estas reformas pueden ser compatibles con incentivos y, por consiguiente, sostenibles, tanto para los votantes/consumidores, como para los productores”.
No obstante, este planteamiento encuentra un obstáculo tan paradójico como difícil de superar: “parece que los líderes actuales están más preocupados por sus limitaciones nacionales que por el desarrollo de una iniciativa coordinada que permita atajar verdaderamente las causas de desigualdad que rebasan las fronteras nacionales”, lo que “ensombrece las perspectivas políticas de algunas de las propuestas, con independencia de su viabilidad económica”. Para sostener esto, Beramendi se basa en una apreciación: el “escaso interés por las implicaciones distributivas de las políticas de ajuste más allá de las necesidades electorales inmediatas” que han mostrado los países comunitarios ante las crisis de deuda soberana, si bien mantiene la esperanza de que “una conmoción ocasional, como la provocada por el Brexit, puede suscitar algunas reflexiones sobre las causas del descontento de los ciudadanos con las presentes pautas de desigualdad económica y la inacción política para combatirlas”.
Riesgo de pobreza para la cuarta parte de los europeos
Varias realidades corroboran estos planteamiento del profesor de la Universidad de Duke sobre a la desigualdad. Entre otras, el hecho de que, según datos de Eurostat, más de la cuarta parte de los ciudadanos comunitarios que forman parte de hogares con un solo adulto –incluye a los que viven solos–, o uno de cada ocho en los que hay dos o más –y mayor capacidad de ganar dinero–, sufran riesgo de pobreza por cobrar menos del 60% de la mediana de ingresos –ayudas sociales incluidas–. Esta tendencia, que alcanza a entre el 15% y el 20% de las familias españolas, se ha intensificado desde 2010, coincidiendo con el endurecimiento de la crisis.
Mientras tanto, solo cuatro de los países comunitarios que forman parte la OCDE –Dinamarca, Bélgica, Finlandia y Francia– redistribuyen a través de las transferencias y servicios de sus políticas sociales más del 30% de su Producto Interior Bruto, un porcentaje que en España se queda en el 26,8% pese a que el aumento del gasto en prestaciones –por desempleo, principalmente– se disparó en los primeros años de la crisis al mismo tiempo que el PIB retrocedía.
Esa escasa capacidad de reacción, lastrada por las políticas austericidas de contención del déficit que ya cuestionan incluso instituciones tan desalmadas como el FMI, que admite los negativos efectos de sus recetas para Grecia, se produce a pesar de que entre el 5,4% y el 11,6% de las familias de la UE –del 4,3% al 7,4% en España- sufran carencias materiales severas como, entre otras, no poder comer carne, pollo o pescado tres veces a la semana –la proteína es fundamental para el desarrollo físico y neurológico de los niños–, no poder calentar su vivienda, ser incapaces de afrontar un gasto extraordinario de 650 euros, retrasarse en los pagos o no tener lavadora.
En el caso de España, entre 2009 y 2014 las políticas sociales pasaron de equivaler al 26,1% del PIB a suponer el 26,8%, con un pico del 27,3% en 2013. Parece que crecieron cuando ocurrió lo contrario, ya que el Producto Interior Bruto cayó en ese mismo periodo casi cuatro puntos al reducirse en 42.000 millones de euros. Eso significa que las escasas y menguantes políticas redistributivas se redujeron en 3.705 millones cuando más necesitada de ellas estaba el país por el avance de la pobreza y la desigualdad.
La riqueza y la capacidad de obtener beneficios
El diagnóstico de Atkinson sobre las causas del aumento de la desigualdad considera fundamental diferenciar entre “la riqueza y la capacidad real de obtener beneficios del capital” –la segunda se ve directamente afectada por los flujos de ingresos–, señala Beramendi, que llama la atención sobre otros aspectos como el hecho de que “las elecciones maritales se han transformado en matrimonios inter pares, con la consiguiente polarización de las riquezas de cada hogar”; la debilitación del poder de negociación entre sindicatos y empleadores; tendencias como las que llevan a que “los impuestos cada vez son menos progresivos (fruto de una reducción de las bases y tipos impositivos), y las prestaciones cada vez son menos generosas (fruto de un recorte de los niveles y de la cobertura)”.
Atkinson propone garantizar que los flujos económicos no se estrangulen, asegurando rentas en lugar de una reducción de costes
Los planteamientos de Atkinson, recogidos por el digital mexicano Horizontal, difieren, obvia y diametralmente, de las recetas de los comisarios europeos, la Troika y los equipos económicos de Mariano Rajoy y José Luis Rodríguez Zapatero. El economista propone garantizar que los flujos económicos no se estrangulen, asegurando rentas en lugar de una reducción de costes, con propuestas innovadoras como la garantía de una “herencia mínima universal” financiada vía impuestos que sirva de capital inicial para cualquier persona al alcanzar la mayoría de edad. También la configuración del Estado como un “empleador de última instancia” que ofrezca y garantice un salario mínimo a quien le demande un puesto de trabajo, adecuar el nivel salarial mínimo a unos estándares de vida, limitar los sueldos máximos o lograr que los países con mayores niveles de ingresos destinen el 1% de su PIB a programas de cooperación internacional contra la pobreza y la desigualdad.
Esas iniciativas, y otras de carácter tributario –impuestos progresivos, adecuar a la realidad los tributos sobre el patrimonio, garantizar una renta mínima vía impuesto negativo o incentivar el ahorro–, se completan con algunas que ya han entrado en el debate público en occidente –renta básica y pensión universales– y otras que comienzan a asentarse: que el Estado intervenga en el cambio tecnológico con el objetivo de reorientarlo hacia el empleo garantizado. De esta forma, los avances generan para el trabajador unas rentas susceptibles de convertirse en fuentes de ingresos para el capital.
Coordinación y cooperación
“El objetivo, detallado explícitamente, ‘consiste más en una reforma progresista que en una optimización trascendental’, lo que exige modificar el diálogo sobre los factores que generan desigualdad y las estrategias para combatirla”, señala Beramendi sobre el trabajo de Atkinson, ya que esta “es un problema tanto de tipo económico como, fundamentalmente, político”. Su abordaje, añade, requiere “esfuerzos de coordinación entre los interlocutores políticos y económicos locales dentro de cada nación, así como elevados niveles de cooperación internacional (por ejemplo, en la Unión Europea)”.
Para Beramendi, los argumentos más habituales contra ese tipo de propuestas, basadas en su presunta insostenibilidad económica y en eventuales efectos reductores para la renta nacional, se caen por su propio peso: “estudios transnacionales revelan que las naciones más igualitarias crecen más y mejor que las más desiguales”.
No obstante, advierte de que el esfuerzo que haría falta para implantar las propuestas lanzadas en el libro de Atkinson “parece situarse más allá de los horizontes temporales de los políticos que aspiran a ser elegidos”.
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Espacio de información realizado con la colaboración del Observatorio Social de “la Caixa”.