Tribuna
La función de la cultura en la crisis de Europa
La cultura debe contribuir a una salida de la crisis con más democracia, empoderando a las mayorías sociales para que rescaten y transformen las instituciones políticas secuestradas por las élites
Marcelo Expósito 26/03/2017
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Nos encontramos en un momento complejo para hablar de cultura en Europa. Sobre todo si bajo la amplísima denominación de “cultura” nos referimos principalmente a las políticas culturales de las instituciones nacionales y supranacionales europeas. Es complejo porque se está produciendo a lo largo de los últimos años un lento cambio de orientación en el discurso de la administración cultural de Europa. También lo es por la situación general de crisis, una crisis cuyas conexiones con la propia incertidumbre acerca del papel actual de la cultura no siempre se hacen evidentes en debates como el que ahora nos convoca.
El protagonismo que ha tenido durante largo tiempo la jerga derivada del paradigma de las industrias culturales se está viendo matizado. Por fortuna, parece que ahora cuesta hablar de industrialización de la creatividad sin acompañarla de reflexiones sobre cómo la cultura puede contribuir a la estabilidad social, la integración del continente o la definición de un nuevo tipo de diplomacia europea. Incluso de apelaciones a la condición de la cultura como un bien común del que la ciudadanía en su conjunto merece disfrutar. No es un cambio menor, teniendo en cuenta que las políticas de fomento de las industrias culturales y creativas han sido el instrumento mediante el que se ha propagado internacionalmente durante tres décadas una ideología orientada a facilitar la emergencia de lo que Richard Florida denominó la “clase creativa”. Un curioso tipo de “clase” social cuya función sería en última instancia contribuir con sus prácticas culturales competitivas a los procesos de regeneración urbana. A la gentrificación y a la especulación inmobiliaria a gran escala, en definitiva: ahora ya podemos describirlo de esta manera descarnada. Cuando el modelo de las políticas culturales orientadas al fomento de las industrias creativas toma cuerpo en los años 90, lo hace —no por azar— en los años todavía duros de la hegemonía neoliberal y de la conversión de las ciudades en marcas que necesitan destacar en los mercados de la globalización. Teóricos como Angela McRobbie o George Yúdice han analizado con detalle cómo la industrialización de la creatividad ha colaborado con la desindustrialización de las periferias o la devastación mercantil de los centros urbanos, y ha arrojado a los hijos e hijas de las clases medias a una vida de precariedad laboral e inestabilidad existencial vividas contradictoriamente en una burbuja de euforia. Es la burbuja de una promesa de ascenso social y acceso al bienestar mediante la educación superior, la adquisición de competencias creativas y el cultivo de la capacidad de innovar, que ha estallado por la onda expansiva de las políticas de austeridad.
El enfrentarse a la muerte y la destrucción masivas produjo un shock colectivo de tal envergadura que bloqueaba cualquier capacidad de expresión
Pero este progresivo cambio de paradigma todavía me parece una modificación insuficiente, y ello nos conduce al motivo por el que resultan impotentes muchos debates actuales sobre la cultura. Me gustaría plantearlo bajo la forma de una pregunta sencilla: ¿cuáles son las razones de este suave tránsito de paradigma? ¿Es posible impulsar un cambio real de la cultura y de las políticas culturales en Europa sin constatar cuál es el motivo por el que, precisamente, sentimos que estamos obligados a plantearnos la transición a un nuevo escenario? A la hora de reflexionar sobre la crisis de los paradigmas hasta ahora dominantes en las políticas culturales europeas, ¿podemos permitirnos ignorar que nos encontramos en una situación general de crisis? La condición crítica de Europa sobrevuela hoy día cualquier debate sobre nuestro futuro, incluso los debates en torno a la cultura. Pero no es siempre un hecho que se ponga de manifiesto. Y sin embargo no es posible entrar a discutir detalles de fondo sobre la función de la cultura en el futuro de Europa sin afrontar algunos problemas de carácter político e incluso filosófico acerca de la relación más general entre el estado dubitativo de la cultura, la inestabilidad de la construcción europea, el resquebrajamiento de nuestro sistema democrático y las razones de la actual crisis sistémica y civilizatoria.
En un ensayo escrito en 1936, Walter Benjamin explicaba cómo los soldados que regresaban a sus hogares desde los frentes de la I Guerra Mundial volvían enmudecidos, sin capacidad de relatar lo que habían vivido. El enfrentarse a la muerte y la destrucción masivas produjo un shock colectivo de tal envergadura que bloqueaba cualquier capacidad de expresión. Benjamin pensaba que este shock emocional marcaba un punto de inflexión histórico en nuestra capacidad de poner en relación la experiencia personal con la construcción de un sentido de comunidad, porque imposibilitaba que se reprodujera la figura tradicional del narrador. No existe la posibilidad de relatar, no puede darse fenómeno artístico alguno ni puede transmitirse experiencia bajo formas culturales si se bloquea la capacidad expresiva de los seres humanos. Tras la II Guerra Mundial y la experiencia concentracionaria, T.W. Adorno se preguntaba por su parte si podía seguir siendo posible la poesía después de Auschwitz. Adorno no se cuestionaba tanto, como sí lo hacía Benjamin, sobre las condiciones subjetivas para dar forma a una expresión creativa después del Holocausto. Lo que planteaba era más bien el problema político de si tras ese cataclismo civilizatorio podíamos permitirnos todavía la producción de una lírica europea, actuando como si la fabricación industrializada de la muerte de masas no hubiera sucedido. Y no porque ese derrumbe moral constituyera una excepción histórica, sino justamente por lo contrario, porque había emergido con toda evidencia el lado oscuro de la modernidad europea.
Las políticas culturales por sí solas no pueden hacerse cargo de una crisis que ha venido provocada por un neoliberalismo al que han estado durante décadas estrechamente ligadas
Me parece que son preguntas pertinentes de nuevo hoy día, salvando las distancias. ¿Es posible seguir hablando sin más sobre políticas culturales tras la violencia desencadenada por la gestión neoliberal de la crisis contra las mayorías sociales de Europa? ¿Sin afrontar la complicidad de los paradigmas dominantes en las políticas de las instituciones culturales con el sistema financiero que ha entrado en crisis? ¿Ignorando que cierto cambio de lenguaje administrativo sobre la cultura viene provocado justo por la manera en que el neoliberalismo ha colapsado, desmoronándose principalmente sobre las espaldas de los pueblos del Sur? No podemos seguir ocultándonos por más tiempo que las políticas desarrollistas en materia cultural de las décadas pasadas han estado estrechamente ligadas al predominio del capitalismo financiero en la globalización y la evolución de las economías locales hacia una centralidad de la especulación inmobiliaria. El crecimiento enorme de los equipamientos museográficos; la expansión de las bienales sobre la creación contemporánea; la financiación extensiva de empresas culturales que ha provocado la hipertrofia de unas “clases creativas” las cuales, en un efecto de retroceso, se ven ahora duramente golpeadas por la crisis de un modelo de desarrollo económico del que se alimentaron y, a su vez, contribuyeron a sobredimensionar... Tiene que ponerse en evidencia esa relación de retroalimentación entre la cultura y el neoliberalismo responsable de una crisis que también afecta a la cultura, si queremos avanzar de veras hacia un nuevo paradigma de las políticas culturales europeas.
Como he mencionado al principio, “cultura” es un término demasiado amplio, que no siempre resulta fácil desambiguar. Propongo que pensemos ahora sobre todo en tres componentes. Cultura serían los comportamientos, actitudes, valores o formas estéticas —en un sentido amplio— mediante los cuales una sociedad se expresa. Cultura sería también la tradición de las prácticas reconocidas por ciertas instituciones. Es por ello que hablamos de la historia de la literatura, de la música o del arte: porque existen instituciones que a lo largo del tiempo sancionan, con criterios cambiantes, lo que una sociedad reconoce como bienes culturales. El término “cultura” se remitiría también a las políticas y las reglas, las directrices escritas de manera manifiesta o los comportamientos establecidos por costumbre que rigen el funcionamiento administrativo, profesional o económico de un campo especializado. Si de veras consideramos que las políticas culturales europeas han de orientarse por principios como la salvaguarda del bien común y la integración política del continente, la sostenibilidad social y la justicia global, lo que se requiere es una revolución cultural que con carácter más general contribuya a revertir la violencia de la crisis experimentada por las mayorías sociales de Europa. Las políticas culturales por sí solas no pueden hacerse cargo de una crisis que ha venido provocada por un neoliberalismo al que han estado durante décadas estrechamente ligadas. Esa revolución cultural sólo será posible si pensamos de manera interrelacionada las tres dimensiones que he descrito. Necesitamos, simultáneamente, promover nuevos valores compartidos frente a la cultura neoliberal que fragmenta e individualiza en pos del beneficio propio; recuperar críticamente nuestra historia creativa, arrancando de los relatos petrificados de la tradición aquellos momentos que, reavivados, puedan resultar más iluminadores para nuestra emancipación en el futuro; y promover unas políticas públicas culturales orientadas no sólo a la mejora de los sectores especializados, sino también y sobre todo al empoderamiento de la ciudadanía en estado de shock.
Como se pone de manifiesto en las reflexiones de Benjamin y Adorno que antes he mencionado, la cultura europea ha experimentado una crisis de identidad cada vez que han emergido tiempos convulsos. Por qué hemos de preocuparnos por todo lo referido a la cultura cuando el mundo se agita en torno nuestro, ha sido una pregunta históricamente recurrente en Europa. Y ahora vuelve a serlo, por razones evidentes: ¿qué sentido tiene hablar de la cultura cuando a nuestro alrededor la economía, las instituciones y el sistema de valores se agrietan y la gente sufre, pero también se organiza para hacer frente al desastre provocado por las élites? ¿Merece la cultura formar parte de las políticas de rescate y de los programas de urgencia para salir de la crisis? ¿Puede la cultura ser una herramienta para que las mayorías sociales afronten la crisis de las instituciones políticas?
Esa estrecha relación entre cultura y educación para construir una ciudadanía emancipada constituye uno de los componentes más potentes de la tradición ilustrada europea
Para encontrar una posible respuesta a estas dudas, retrotraigámonos por un momento a la figura de Friedrich Schiller escribiendo a la luz de las velas en una noche de 1793. En su residencia de Jena se preocupa por el ruido lejano de las contradicciones que aquejan a la Revolución Francesa, mientras intenta concentrarse para escribir una carta a su mecenas, el Príncipe Friedrich Christian II von Schleswig-Holstein-Sonderburg-Augustenburg. En esta carta se pregunta justamente: “¿No es extemporáneo preocuparse de las necesidades del mundo estético, cuando los asuntos del mundo político ofrecen un interés próximo?”. Schiller se respondía a sí mismo en su Kallias —las Cartas sobre la educación estética del hombre— que “para resolver en la experiencia un problema político hay que tomarlo por la vía estética, porque es a través de la belleza como se llega a la libertad”. La idea de que la cultura puede ser el campo de experimentación donde pensar soluciones a la complejidad social y arrojar luz sobre los problemas de la política, precisamente cuando la realidad alrededor nuestro se agita, ha sido uno de los principios rectores del papel de la cultura en la conformación de la modernidad europea. En el imaginario de la modernidad, la función educativa de la cultura constituye una dinámica central en la formación de la ciudadanía. Esa ambivalente concepción emancipadora es una matriz persistente, compartida desde el uso de la cultura en algunas políticas de Estado para la afirmación de una identidad nacional, hasta la concepción de la cultura como una esfera autónoma desde la que pensar el mundo a salvo de manera distanciada. E incluso en su contrario, cuando el arte o la cultura se han comprometido como herramientas prácticas en la construcción combativa de una conciencia de clase.
Muchas cosas han cambiado desde el momento en que se alumbra esa conciencia ilustrada, y no sólo porque hemos comprobado —los PIGS del Sur de Europa en particular— el resultado aterrador de cualquier intercambio epistolar con el nuevo Príncipe Trichet–Draghi–Merkel von Troika. Pero es necesario atender todavía a esta concepción arraigada no sólo sobre cuál es la función de la cultura sino incluso acerca de dónde radica su legitimidad en tiempos de crisis. El recurso institucional a un lenguaje progresista conforme entra en crisis el paradigma de las industrias culturales y creativas se inspira justamente en ese imaginario ilustrado. Y es que esa estrecha relación entre cultura y educación para construir una ciudadanía emancipada constituye uno de los componentes más potentes de la tradición ilustrada europea. Pero dada la dimensión y las razones de la crisis actual, no se puede recuperar solamente como un mero recurso para la recomposición formal de unas instituciones políticas todavía secuestradas por las élites. Justamente porque una revolución cultural tiene el objetivo de cuestionar el control elitista de las instituciones e incluso está obligada a transformar las instituciones mismas.
Para resumir entonces mi posición: pienso que la cultura debe contribuir a una salida de la crisis con más democracia, empoderando a las mayorías sociales para que rescaten y transformen las instituciones políticas secuestradas por las élites. Me permito para acabar plantear un ejemplo práctico. Si la cultura puede volver a constituir un lugar desde el que pensar críticamente el estado de cosas, las políticas culturales deberían seguir modelos como el de la imponente exposición Un saber realmente útil, celebrada entre 2014–2015 en el Museo Reina Sofía de Madrid. Sus curadoras, el grupo de mujeres croatas WHW, concibieron un plan de trabajo articulado entre la institución museográfica y algunas prácticas artísticas que se desarrollan de manera precaria a la intemperie. El proyecto incorporaba desde el cine de Abbas Kiarostami o Straub–Huillet hasta el arte colectivo colaborativo de Iconoclasistas o Chto Delat?, pasando por experiencias históricas de arte militante como el de Emory Douglas, ministro de Cultura de las Black Panthers. Es ahí, en esa diversidad orientada por un mismo principio de pedagogía radical para la emancipación ciudadana, donde yo encuentro ejemplos a seguir para un cambio profundo de las políticas culturales de las administraciones europeas en el estado de crisis.
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Intervención en la sesión sobre ‘Diplomazia Culturale dell'UE’, dentro del encuentro How Can We Govern Europe?, celebrado en la Camera Dei Deputati, Roma, el 18 de noviembre de 2016.
Marcelo Expósito es diputado por Barcelona de En Comú Podem y secretario tercero del Congreso de los Diputados.
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Marcelo Expósito
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