Editorial
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ctxt 30/03/2017
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Ya es tarde para las disquisiciones jurisprudenciales sobre la interpretación más correcta del delito de enaltecimiento del terrorismo y de humillación de las víctimas. La intencionalidad, el contexto, los bienes jurídicos protegidos, los límites de la libertad de expresión y las demás variables interpretativas no han podido evitar que las fuerzas policiales, la Fiscalía y la Audiencia Nacional se hayan convertido en instrumentos de represión de banalidades, chistes y sátiras expresados en las redes sociales. Además de eso, las tres instituciones ejercen esa represión de la disidencia y la libertad de expresión con más énfasis del que se ponía en la última época de la dictadura franquista, lo cual significa que en algún momento nos hemos equivocado.
Cuando se dictan sentencias que sumen en la perplejidad a la sociedad civil al condenar como delito de terrorismo conductas que son mayoritariamente percibidas con total naturalidad como simple ruido ambiental que no daña más que al que se obsesiona en escucharlo y amplificarlo para sentirse dolido, es que algo estamos haciendo mal en este país. Por eso, la brutal condena de cárcel e inhabilitación a la joven Cassandra Vera por unos tuits que venimos escuchando desde mucho antes que ella naciera, debe reconducir de una vez la cuestión al terreno de la política, es decir, al Parlamento.
Empieza a ser urgente que las fuerzas parlamentarias tomen cartas en el asunto y corrijan esta deriva inquisitorial, a menudo comandada por los fiscales y jueces más reaccionarios y conservadores. Para ello no hay que hacer muchas declaraciones: basta con unir una probable mayoría parlamentaria que asuma su responsabilidad y modifique el artículo 578 del código penal, impidiendo las interpretaciones que están conduciendo a estas condenas incomprensibles. No será muy difícil que dichas fuerzas parlamentarias se pongan de acuerdo en una redacción que exija como condición para condenar por este delito una deliberada, directa e inequívoca intención de provocar sufrimiento a las víctimas y de redoblar el daño que ya han sufrido con el atentado terrorista. Porque no puede bastar con que el más susceptible diga sentirse humillado por un tuit para que haya delito de humillación. El derecho penal no está para satisfacer las ansias puritanas de nadie ni para señalar lo correcto, sino para defendernos de lo que nos un hace daño real como sociedad.
No es fácil sustraerse a una última consideración. La historia está llena de episodios violentos que no encajan en la etiqueta del terrorismo. El asesinato de Carrero Blanco, a la sazón Presidente de un Gobierno golpista que estaba aplicando penas de muerte tras procesos seguidos sin garantías judiciales (en consejos de guerra); que llevó a cabo en sus orígenes, desde el poder, una represión a sangre y fuego de la disidencia, y que se sostenía en la inexistente legitimidad de una victoria militar sin refrendo democrático, fue un acto violento sobre cuya justificación no vamos a discutir cuarenta y cinco años después. Pero sí tenemos la obligación de subrayar que el terrorismo que se contempla en el Código Penal es el que se produce tras la aprobación de una Constitución que instituye un poder democrático. Los actos violentos de intencionalidad política anteriores a la Constitución fueron amnistiados a derecha e izquierda. Si hoy día la defensa de aquel acto violento como un momento que aceleró la transición no constituiría en sí misma un delito, sino simplemente una opinión moralmente discutible, y si se han hecho impunemente películas en las que muchos espectadores se situaron del lado de quienes prepararon el atentado, ¿cómo es posible que se condene a nadie por repetir los chistes de los que venimos riéndonos desde hace décadas?
Este medio digital ha reproducido esos tuits para denunciar la involución democrática que se esconde tras operaciones policiales y sentencias judiciales como esta, y para expresar su solidaridad con una joven que es víctima de una deriva inquisitorial de un poder político y judicial que utiliza casos como estos para distraer la atención de delitos, faltas e incompetencias de mucha mayor gravedad y que crean mucha mayor alarma social.
Necesitamos curarnos cuanto antes de la ansiedad del fundamentalismo purificador, ese que se frota las manos cada vez que encuentra algo que limpiar. Y emplazamos a las fuerzas progresistas a promover, a la mayor brevedad, el cambio legislativo que acabe de una vez con el abuso reiterado y arbitrario de un delito de opinión que es no solo anacrónico sino también liberticida.
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ctxt
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