Análisis
ETA y nosotros. El final de un imaginario colectivo
Siguiendo a Jung, ETA nos sitúa en un terreno no demasiado confortable para ninguno de nosotros. Y es ahora cuando la construcción de una memoria colectiva sobre el conflicto entra en juego
Nicolas Buckley 8/04/2017
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El sociólogo francés Gustave Le Bon, en su reconocido libro sobre la construcción de imaginarios populares, dijo, textualmente, que “los eventos que más se han recordado en la historia tienen que ver con los efectos visibles, de los cambios invisibles, del pensamiento humano”. El pasado 20 de marzo de 2017, El País lanzaba en su edición escrita un titular referido al anuncio de ETA de entregar definitivamente las armas. Dicho titular decía “La guerra perdida de ETA”, e iba acompañado de una foto en la que aparecían tres exmilitantes de ETA y una psicóloga. A quienes llevamos estudiando durante los últimos años el conflicto vasco y concretamente ETA, hubo algo que nos llamó la atención.
Desde el nacimiento de ETA en 1959 hasta 2017, sus militantes siempre habían aparecido en los grandes medios de comunicación españoles de dos posibles maneras. La primera y más común era encasillarlos simplemente como asesinos, y, por lo tanto, cualquier intento de comprender sus vidas era inútil ya que lo único que se podía encontrar era una “mente humana depravada y perversa”. La segunda posibilidad, y más arriesgada, era cuando un periodista “se atrevía” a entrevistarlos, y por lo tanto, la noticia siempre iba acompañada “del morbo” que despertaba estar cara a cara con un asesino. En este segundo formato, el periodista trataba de todas las maneras que el militante de ETA le explicase por qué mataba. Cualquier respuesta que diese el militante, casi siempre el periodista la contraargumentaba diciendo que la violencia es mala, y que nada justifica que un ser humano pudiese matar a otro. Cuando todos estábamos acostumbrados a leer artículos periodísticos tan tendenciosos, en el titular de El País apareció algo nuevo: los tres militantes de ETA hablaban de sus emociones y de su percepción sobre el conflicto. ¿Qué había cambiado en el periodismo español? Siguiendo a Gustave Le Bon, habría que buscar en esos efectos invisibles del pensamiento colectivo de lo que es la España del siglo XXI.
Hemos hablado del periodismo; sin embargo, a pesar de que los periódicos son esenciales para entender cómo se construye un imaginario colectivo, la academia (o más concretamente, las universidades) es la encargada de apuntalar, o no, dicho imaginario. Siguiendo, muy a mi pesar, estableciendo más categorías, los estudios académicos sobre ETA y el conflicto vasco podrían encuadrarse en tres niveles (de mayor influencia a menor): el primero es el heredero de eso que está ahora muy de moda llamar “Régimen del 78”, es decir, y explicándolo de una forma laxa, el imaginario colectivo que construyeron los que en 1975 hablaban de revolución social y dos años más tarde nos vendían la monarquía como un mal menor. Esta “generación de la transición” explica ETA como un fenómeno terrorista que tenía sentido (es decir, cierta legitimidad popular) durante la dictadura, pero que con la llegada de la democracia perdió todo su significado. Ya está, fin de la historia. En dicha línea de investigación, cualquier explicación sobre ETA tiene que basarse en la violencia y sufrimiento que la banda terrorista ha producido sobre la población durante estas décadas de prosperidad y democracia. Y como pueden ustedes comprobar, la diferencia entre los estudios académicos y los reportajes periodísticos sobre ETA ha sido, debido a esta hegemonía cultural de los “setentayochistas”, más bien poca. De lo que se trataba era de señalar al ogro, y de demostrar su sinsentido.
Hemos hablado del periodismo, sin embargo, a pesar de que los periódicos son esenciales para entender cómo se construye un imaginario colectivo, la academia (o más concretamente, las universidades) es la encargada de apuntalar, o no, dicho imaginario
Una segunda categoría, a mucha distancia de la anterior por su influencia social y sobre todo por su no disponibilidad de grandes editoriales y medios de información, se puede considerar la de aquellos estudios “afines” a la ideología y por lo tanto al discurso histórico de ETA. Con la excusa de luchar contra la “hegemonía cultural” del régimen del 78, el discurso, antropológicamente hermético a los límites del nacionalismo vasco, basaba todo su argumentario en la injusticia histórica del no reconocimiento del derecho de autodeterminación por parte del Estado español sobre el pueblo vasco. Como se puede comprobar, dentro de este imaginario colectivo tampoco cabía la vida de los militantes de ETA; lo más importante, “la causa del pueblo vasco”, eclipsaba cualquier otro tipo de análisis. Por último, el tercer nivel de estudios sobre ETA tiene escasa o prácticamente nula influencia sobre la población española. Es el de aquellos historiadores y antropólogos, la mayor parte de ellos de nacionalidad no española, que se atrevieron a estudiar ETA sin los filtros previos antes mencionados, con la intención básica de entender un fenómeno con más de cincuenta años de historia y por lo tanto tratando de no caer en simplificaciones y mensajes cerrados.
En este último grupo de investigadores se recogen algunas experiencias de lo que ha significado ETA en estas últimas décadas para “los españoles”. Tuve la suerte de estudiar, durante la primera década de este siglo XXI, en ese microcosmos llamado Facultad de Ciencias Políticas y de la Administración de la Universidad Complutense de Madrid. Por supuesto, no sé si por una cuestión de principios o simplemente de ego, me situaba por entonces en la “izquierda radical” o “izquierda transformadora” que como término quedaba más cool. Recuerdo que uno podía gritar un “Viva la República”, sacar la bandera roja, o, los más auténticos, escribir algún manifiesto anarquista en las paredes de los baños. Sin embargo, había algo bastante más transgresor que todo esto, algo que si se decía, había que hacerlo en voz baja, y esto era la frase Gora ETA (viva ETA en castellano, para las nuevas generaciones posmodernas que se encogen de hombros cuando alguien les pregunta sobre este tema). Dicha frase, junto con la famosa bandera en contra de la dispersión de los presos, representaba lo más radical que uno podía encontrar en la Facultad de Políticas. Mis amigos de Bilbao llamaban a este fenómeno “Basquitis”, es decir, el intento de parte de la izquierda radical española de “transgredir al Estado” con la simbología de la izquierda abertzale. Las ropas de montañero (imitando esta estética abertzale) que muchos estudiantes de mi facultad llevaban merecen un artículo entero aparte.
ETA ha de ser analizada no solo a nivel local (desde el País Vasco) sino teniendo en cuenta el impacto que ha tenido en la vida diaria de los españoles, al fin y al cabo ha sido parte intrínseca de la mayor parte de nuestras vidas
¿Qué quiere decir todo esto? Nos confirma a ETA como el límite de hasta dónde se podía llegar. Dicho de otra forma, ETA, y por supuesto todos los movimientos sociales que formaban parte ideológicamente de esa estructura, han simbolizado en las últimas décadas ser el principal antagonista del Estado español, y por ende, del régimen del 78 que nació con la transición. Como nos recordaron Isidro López y Roberto Herreros en su libro El estado de las cosas. Kortatu: Lucha, fiesta y guerra sucia, ETA se acabó convirtiendo en el antagonista que todo régimen político necesita para sobrevivir.
A este respecto, ETA ha de ser analizada no solo a nivel local (desde el País Vasco) sino teniendo en cuenta el impacto que ha tenido en la vida diaria de los españoles: al fin y al cabo ha sido parte intrínseca de la mayor parte de nuestras vidas. El psicólogo y ensayista Carl Gustav Jung nos enseñó que en el ámbito histórico y colectivo lo inconsciente pugna por llegar a ser acontecimiento. Había una mítica frase que se extendió entre los militantes del Partido Comunista español (PCE) durante el “periodo del desencanto” al ver que después de la transición española lo que venía eran unos años de consumismo exacerbado y pelotazos inmobiliarios. Esta era la frase “con Franco vivíamos mejor”, entendiendo cómo, durante la lucha contra la dictadura, los enemigos eran relativamente fáciles de señalar y era por lo tanto factible construir un contrapoder al régimen.
Sin embargo, durante esa etapa conocida como neoliberalismo, que empezó en los años ochenta, la lucha social se volvió más agria, el enemigo tomaba “formas fantasmagóricas” haciendo referencia a la Escuela de Fráncfort y sus análisis sobre la alienación y el consumo. Siguiendo a Jung, ETA nos sitúa ahora precisamente en un terreno no demasiado confortable para ninguno de nosotros. Y es ahora cuando la construcción de una memoria colectiva sobre el conflicto entra en juego.
Esta construcción será aún más dura y difícil que otros periodos históricos en los que hubo dosis intensas de violencia política. El periodo de entreguerras (comprendido entre el final de la Primera Guerra Mundial --1918-- y principios de la segunda --1939-- está considerado como la “época fetiche” para los historiadores del siglo XX, debido a la variedad de elementos ideológicos que entraban en juego (fascismo, socialismo, liberalismo… por citar solo algunos). Sin embargo, los grupos armados insurgentes (o terroristas, si a alguno le interesa seguir con estas guerras dialécticas sin salida) que practicaron la violencia política en Europa durante los años setenta y ochenta son, en mi opinión, el nuevo desafío académico si hablamos de violencia política. La “placidez intelectual” que puede tener un historiador al analizar cómo un partisano (miliciano antifascista) luchaba contra Mussolini no es la misma que el dilema al que se enfrenta un académico al profundizar en fenómenos como ETA o el IRA. Son, en mi opinión, precisamente esas “tonalidades de grises” las que nos plantean un reto enorme (y maravilloso) a los que trabajamos con la violencia política surgida al calor de la fase tardía del capitalismo en los años setenta. Si la postmodernidad, al menos en su dimensión cultural, ha llegado para quedarse, entonces los científicos sociales han de atreverse a analizar el lado emocional (y no solamente estructural) de aquellos conflictos políticos, como el vasco, de los cuales aún estamos saliendo.
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Nicolas Buckley realiza una tesis doctoral en Royal Holloway University of London sobre historias orales de vida de los militantes de ETA. Actualmente también es profesor en la Universidad Metropolitana de Ecuador
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