Libros
La canción de cuna de José Hierro
Recordamos al poeta, una de las voces decisivas de la posguerra española, cuando se cumplen 70 años de la aparición de sus obras inaugurales
Miguel Ángel Ortega Lucas 12/04/2017
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En la derrota hay silencio, cristales rotos, telas rotas, y vergüenza. En la derrota hay silencio de relojes rotos, muy parados, rachas de viento que no cesan –no van a callarse en toda la noche–, y vergüenza: ciertas ganas niñas, cabizbajas, de pedir perdón. No por haber perdido, sino por haber contribuido a ahondar esa brecha indigna –el verdadero crimen– que enaltece o rebaja a los hombres, separándolos.
(Porque, a pesar de todo,
“aquel que anduvo por los campos
solitario, pisando odios,
era un hombre de carne y hueso
como nosotros”.)
¿Cómo sería, aquella derrota de los años cuarenta, de los años 40 de este Siglo Veinte que no acaba? (En estremecidas humedades de una memoria que no es mía, escribió hace mucho Manuel Rivas, voy desgranando el negro pan de los Cuarenta.) Con una memoria que no es nuestra pero sí lo es en realidad, podemos ir recordando a jirones a muchos seres cabizbajos, arrodillados casi con los ojos, en hileras que llevan a la esclavitud, a la cárcel, a la frontera; al silencio siempre, en cualquier caso, al desgarro siempre, a la humillación; dando la espalda al porvenir como animales de noria que no ven nada. Que, por no poder, no pueden ni llorar.
En algunos casos, por pudor –esa extraña forma de la dignidad–, porque ni ellos mismos se lo consienten.
José Hierro fue uno de esos seres. ¿Sabrán, los más jóvenes de ahora (los de los 140 caracteres encabalgados uno encima de otro) quién fue, quién es José Hierro Real, muerto hace apenas quince años? Él mismo puede explicárselo: Probablemente era ya viejo cuando nací, cerca de un río. Ese señor, que aparentaba pasar la vida metido dentro de sí mismo, fue cilindrador. También palero, moldeador, listero en unas obras, transportista de leña a domicilio, comisionista para venta a plazos de libros, negro de escritor...
...No son éstas las únicas palabras.
Hay otras. Por ejemplo: ‘condenados
por auxilio a la rebelión’.
(Creo que éste era el término jurídico.)
‘Auxilio’ o ‘adhesión’: no estoy seguro.
O uno le fue aplicado
a mi padre, y el otro a mí.
No estoy seguro. Ya ha pasado el tiempo
y él ha muerto. Y han muerto muchas gentes
que estuvieron en una situación
semejante, o peor. Y los demás
envejecimos. No hemos muerto,
afortunadamente.
Pero ésa es probablemente la primera y única vez en toda su poesía, en todo el hilo quebradizo y férreo de la poesía de José Hierro, en que se permitió hablar tan claro de todo aquello. Objetivamente, claro, sin vuelo en el verso, objetivamente: su pudor era gigantesco ante la posibilidad de poner su dolor en primer término en el cuadro del desastre.
Sin vuelo en el verso, objetivamente: José Hierro nació en Madrid, en 1922, y allí murió 80 años después, aunque vivió su infancia y juventud en Santander, adonde siempre volvería cerrando los ojos. Trabajó de todo lo señalado anteriormente, y en muchas cosas más. Pasó cuatro años en la cárcel (entró a los 17) por ese tal auxilio o adhesión a la rebelión, según lo llamaron los que sí se rebelaron. Salió en 1944. Amaba la música y la pintura, trabajar la tierra, bañarse en el mar; no soportaba lo solemne. Siempre escribió poemas, a los que daba una importancia moderada, tratando no de escribir poemas, sino de testar una brizna de emoción para que no se le cayera en el olvido. Le dieron por ello bastantes premios de ésos que la cultura necesita para establecer jerarquías, cánones, direcciones del viento (el Cervantes fue uno); pero en su vida sólo le interesó un viento, el que pudiera hacer prender unas migajas de alegría para poder sentarse a la mesa, escanciar el vino y conversar.
Sólo en esa mesa, en ese vino a tientas al calor de lo que quedaba, de quienes quedaban, podían encontrarse entonces, tras la guerra civil española, unas migajas que pudieran consolar. Y cantar, al anochecer, canciones de cuna para los presos que seguirían durmiendo, allí lejos, como en un atolón de candilejas al otro lado del cansancio:
La gaviota sobre el pinar.
(La mar resuena.)
Se acerca el sueño. Dormirás,
soñarás, aunque no lo quieras.
(...)
No es verdad que tú seas hombre;
eres un niño que no sueña.
No es verdad que tú hayas sufrido:
son cuentos tristes que te cuentan.
“Sin vuelo en el verso. Objetivamente”
Es posible que toda la obra poética de José Hierro no fuera sino una callada, intermitente, invencible canción de cuna para velar la noche de la derrota; para descansar sin perder un momento de vigilia de lo que estaba pasando [No sepas lo que pasa / ni lo que ocurre, había cantado antes Miguel Hernández, en otra canción similar], pues lo que ocurría, lo que ocurrió durante más de la mitad del tiempo en que vivió, era la miseria en llamas de toda una comunidad desgarrada, en las puras ruinas de la moral. Hierro emerge a la vanguardia de la poesía española en plena asfixia ambiental, en los años más negros de una dictadura que duró muchísimos, y cuando ya la vanguardia como estandarte había dado casi todo de sí en las décadas primeras del siglo, sobre el caballo transparente que cabalgaron Lorca, Neruda, Vallejo, toda una generación prodigiosa de puro irrepetible.
Siempre escribió poemas tratando de testar una brizna de emoción para que no se le cayera en el olvido
Cuando Hierro llega, no sobre caballo alguno, sino en alpargatas, remontando los caminos de su corazón a pie para tratar de salvar lo que aún pudiera salvarse tras la guerra, en el silencio de granito y cuervo de la dictadura franquista, ya no hay épica alguna –ni ganas–. Para él, ni siquiera lírica. Tres años después de salir de la cárcel, en 1947, da a conocer dos libros primeros, Tierra sin nosotros y Alegría –por el que recibiría el por entonces reciente Premio Adonáis–. Tenía 25 años, pero ya había vivido lo suficiente para saber que las grandes mayúsculas de la Gloria, el Ideal y la Redención vienen siempre acompañadas –barbarie humana obliga– por tambores asesinos y campanas a muerto. También, aun tocando tenaz ese gran corazón de música, que la poesía debía ponerse esas mismas alpargatas, besar la tierra a cada paso, porque en un tiempo semejante (de nuevo ese pudor feroz del que hablaba su amigo Félix Grande) no hubiera podido mirarse al espejo y verse tañendo una lira. Harto, asqueado, como casi todo el mundo entonces, de épicas, el hombre Hierro es el anti-épico por naturaleza, porque sabe del peligro de cualquier épica en manos de la demencia humana en estado de ebullición. Está en otro sitio, la épica.
Como alguno de sus inmediatos maestros de la generación anterior (Gerardo Diego) y como otros coetáneos que, aun de frentes contrarios, vienen a converger en la misma tristeza (Blas de Otero; algunos supuestos vencedores, como Luis Rosales, que desde 1936 jamás volvieron a ser los mismos, ni a creer en la política), Hierro vuelve su mirada poética, su cabeza de gladiador vencido, a lo único que no puede envilecerse ya: la propia memoria, el desamparo general, los jirones de la tarde que todavía se pondrán los muertos para taponar la herida; el mar, el viento, el monte; la vida y la muerte como las dos únicas cartas de la baraja de una tierra sin nosotros. Es decir, deshabitada:
...El agua aquí, estancada.
Y yo al agua me asomo. (...)
Me pregunta por ellos
y yo no le respondo.
(No quiero que se sepa
cómo ha acabado todo.)
Ese pudor, de nuevo: no nos dirá nunca de manera explícita cómo ha acabado todo; le parecería obsceno. Quizás, si hablase, si se dejara desbordar por tantas cosas que no quiere decir, la deflagración de la sangre (de las lágrimas) acabaría arrasando rima y métrica, poniendo el poema perdido, inservible, y ya no habría poema, sino un óleo indigno para quien –diría muchos años después en televisión– “ante un hecho más o menos dramático debe haber dos actitudes: complacerse o intentar superarlo”.
¿Cómo sería, superar tanto; tal montonera de muertos, y de humillación? Conforme pasaban los años, las décadas como mansas bestias a ninguna parte, habría momentos en que no se vería fin a aquella posguerra como una misa en la que nunca se nombraba al muerto, aquella paz que era en realidad, como decía el padre de Las bicicletas son para el verano, de Fernán-Gómez, la Victoria. Y sin embargo el organismo humano tiene una capacidad de cauterización milagrosa, quizás una prueba de que la vida gana siempre. Y el dolor es el cauce subterráneo, el pasillo a oscuras, el sótano de miedo que todos debemos atravesar para emerger a ese entendimiento profundo: si es cierto que el alma existe, el dolor es la vía más rápida para llegar a ella, y comprobar que los destrozos jamás rozan la cristalería esencial que nos hace vivir. Así, llegar por el dolor a la alegría; saber por el dolor que le alma existe. Que amanezca un misterioso sol, allá en mi reino triste, anunciando que algo inexplicable está siempre a salvo.
El dolor es el cauce subterráneo, el pasillo a oscuras, el sótano de miedo que todos debemos atravesar para emerger a ese entendimiento profundo
¿Cómo sería, salvar la alegría, volver a reír comiendo el negro pan de los Cuarenta? Quizás mucho más fácil de lo que podemos pensar ahora, justo por rotundamente necesario: después de conocer todas las simas del terror, si la alegría quiere entrar se le abren todas las puertas y esta tarde sórdida hacemos fiesta en la penumbra con dos velas. Por saber del precio inverosímil de la alegría, querrían darle, cuando llegase, todo el espacio para su estatura: Esta alegría que ahora siento / yo sólo sé lo que me cuesta.
Pero, sí, toca la alegría,
porque aunque todo esté muerto
yo aún estoy vivo y lo sé.
“Quiero hablar con la palabra sencilla”, dijo también, mucho tiempo después, “porque igual que se habla en la realidad debe hablar el poeta; debe dar la ilusión de la realidad”. Busca documentos, José Hierro, que irá dividiendo entre reportajes y alucinaciones; todos, sin embargo, actas testimoniales de una emoción que parece ir subiéndole hacia adentro, desde dentro, como un turbión de agua.
Una década después de sus primeros libros, de la primera posguerra, a mediados de los años cincuenta (continúa, sigue moviéndose sin moverse, la gran cruz de la Victoria en todos los caminos), Hierro encuentra una esquela cualquiera en un periódico; quizás desayunando, un día cualquiera, o ya de noche, al terminar todos los trabajos (o quizás simplemente lo ha visto en sueños, alucinado: ¿qué más da?). Es la esquela de Manuel del Río, natural de España, que falleció el sábado 11 de mayo, a consecuencia de un accidente. Su cadáver está tendido en D’Agostino Funeral Home. Haskell. New Jersey. Se dirá una misa cantada a las 9.30, en St. Francis.
Esas cursivas deberían ir también encabalgadas puesto que son ya el mismo inicio del poema (Réquiem); se pueden transcribir como si fuera mera prosa telegráfica porque así es el poema de José Hierro, así es como quiere dirigirse al lector de 1957 (en el libro Cuanto sé de mí): es una noticia, no un poema; la noticia de un muerto español que dejó de respirar no en España, sino en Estados Unidos. Es una historia que comienza en una orilla del Atlántico. / Continúa en un camarote de tercera, sobre las olas, termina en D’Agostino Funeral Home, y las flores (funeral de segunda, caja / que huele a abetos del invierno), / cuarenta dólares.
Réquiem aeternam, Manuel del Río: Tus abuelos / fecundaron la tierra toda, / la empapaban de aventura. / Cuando caía un español / se mutilaba el universo. Pero
Él no ha caído así. No ha muerto
por ninguna locura hermosa.
(Hace mucho que el español
muere de anónimo y cordura,
o en locuras desgarradoras
entre hermanos: cuando acuchilla
pellejos de vino derrama
sangre fraterna.) Vino un día
porque su tierra es pobre.
(...) No hizo
más que morir por diecisiete
dólares (él los pensaría
en pesetas). Requiem aeternam.
Y en D’Agostino lo visitan
los polacos, los irlandeses,
los españoles, los que mueren
en el ‘week-end’.
José Hierro, treinta y cinco años, años cincuenta de la dictadura franquista, lee una esquela cualquiera en un periódico español. Manuel del Río, muerto en Haskell, New Jersey. Una misa a las 9.30 en St. Francis. Quizás aparta el café del bar cualquiera en que se encuentra, en Santander; fuma un cigarro tras otro, hace sitio para el papel. Escribe, con un bolígrafo comprado en pesetas, toda esa acta en verso. (Me he limitado / a reflejar aquí una esquela / de un periódico de New York. / Objetivamente. Sin vuelo / en el verso. Objetivamente. / Un español como millones / de españoles.)
Y termina, con el pudor, el turbión, la tristeza supurándole la cabeza rocosa, los ojos de miel adentrándose al crepúsculo, hacia adentro:
No he dicho a nadie
que estuve a punto de llorar.
“Mañana hablaremos”
Algún día, sin embargo, debía ir acabándose lo que parecía no acabaría nunca. Nada espectacular, nada solemne; sólo algunas viejas costumbres. Debía, al menos, debía ir acabándose. Nada aparatoso, nada espectacular: sólo viejas costumbres que antes se daban por hechas, ahora tristemente extraordinarias. Los españoles que se fueron, por ejemplo, como Manuel del Río, volverían a su país, simplemente.
Años después de ese Réquiem, en el Libro de las alucinaciones (1964), Hierro vislumbra un momento que habría de suceder, que debía suceder. Lo llama El encuentro, y lo dedica a Rafael Alberti, aunque pudo haberlo dedicado a unos cuantos miles, decenas de miles, centenares de compatriotas del exilio. Pero cómo contar, de qué forma explicar, a quienes se fueron, todo lo que había sucedido a lo largo de los años, ya de las décadas; el negro pan de los cuarenta, el pan gris de los cincuenta, ya de los sesenta del Siglo Veinte que no terminaría nunca: cómo se cuenta al peregrino que vuelve. Diré un día: bienvenido / a tu casa. Ésta es tu lumbre. / Bebe en tu copa tu vino, / mira el cielo, parte el pan. / Cuánto has tardado.
Algún día lo diría. Pero qué podría contarle entonces, a ese huido regresado ahora, tanto dolor después.
No me preguntes por nada,
no me preguntes.
Si hablase,
llorarías. (...)
Lo vivo lejano ha muerto:
Lo mató el tiempo. Tú sólo
puedes enterrarlo. Dale
tierra mañana, después
de descansar. Bienvenido
a tu casa. No preguntes
nada. Mañana hablaremos.
Y algún día, también, el mismo que se quedó en España, sin poder salir, podría hacerlo. Y entonces qué iba a contarle el mundo a él: Veinte, treinta años, / tan gran retraso mata demasiadas cosas.
José Hierro, condenado y encarcelado por auxilio o adhesión a la rebelión de los vencidos de la guerra civil, recibe un documento administrativo, unos papeles, una cosa aparentemente trivial, llamada pasaporte. Y es algo parecido, a él se lo recuerda, sin saber por qué, a un argumento para un cuento vulgar; algo que ver con un caballo de cartón y un niño; un argumento enternecedor, vulgar, folletinesco, escrito ya cientos de veces: un niño que soñaba con un caballo de cartón que no tuvo nunca, y cuando se hace adulto lo acaba comprando para vengarse de los años. Pero es difícil: veinte, treinta años, tan gran retraso mata demasiadas cosas. Todo este hilo precipitado y azaroso de pensamiento, aclara el poeta, le ocurre viajando hacia París: salía de España por primera vez,
con veinte años de retraso
sobre mis esperanzas.
...(“Tienes estrellas en la frente, muchacho”,
me hubieran dicho entonces.)
El pasa porte era en mi mano
una orden de libertad
que llegó veinte años tarde.
Hubiera entonces besado las piedras de París, “quemado el aire con su vida”. Pero Ya no es hora. Gracias de todos modos. No es ya hora de mentir bellamente, sino de reconocer y de aceptar, como haciendo testamento. No pudo ser, no fue. Aunque bien es cierto que cualquier lugar, cualquiera (alegría allá al fondo, claroscuro que consuela de lo irreparable; “nunca es triste la verdad; lo que no tiene es remedio”, decía Serrat), cualquier lugar es bueno ya para soñar sin demasiada avidez, sin emoción y sin sorpresa.
No es lo peor que esto suceda así,
sino que pudo suceder de otra manera.
Y lo pienso, dios mío, besando el pasaporte,
unas escasas hojas de papel
entre las que han quedado tantas cosas
que ya no tienen realidad.
Tantas cosas que un día pudieron haber sido.
Acabó, sí; un día acabó todo aquello. Acabó el pan negro de los cuarenta, terminó de pasar la procesión de frío de los años, de los siglos como bestias de carga; fueron cayéndose los yugos (algunos, unos cuantos) que amarraban a la noria a los vencidos, y ese fardo de angustia en los ojos que prohibía levantar la mirada más allá del camino. José Hierro tuvo un pasaporte (algún día, incluso iría él mismo a Nueva York), seguiría fumando, como un abuelo, en la cocina; e iría entendiendo con cada vez mayor certeza que el tiempo es sólo una espiral de presentes en que lo que no llegó a ser también sucedió, de manera alucinada, en otra región distinta del Tiempo a la que sí llegaron a tiempo todos los trenes (Un billete, diré. Para un lugar que yo inventé y tal vez ya no existe.), donde sí fue (es, será) posible llegar a tiempo al lado de Clara, amor mío, al otro lado del sueño.
Este señor, que parecía hablar tan sólo de sí mismo, muchachos, que un día sintió el corazón a punto de romperse hermosamente al oír llorar a un niño en el momento de la elevación en una misa (en cuatro años no había oído voz de niño); este señor que se llamó José Hierro sigue escribiendo para todos en este siglo, cantándonos su canción de cuna en voz muy baja. Pidiéndonos perdón (no volverá a ocurrir: aquel pudor irreparable).
Recordándonos que no hay otra manera de partir el pan, servir el vino, hablarnos entre todos, que
con la humildad,
con la desilusión, la gratitud
de quien vivió de la limosna de la vida.
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Autor >
Miguel Ángel Ortega Lucas
Escriba. Nómada. Experto aprendiz. Si no le gustan mis prejuicios, tengo otros en La vela y el vendaval (diario impúdico) y Pocavergüenza.
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