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La memoria en llamas de Angelina Gatell

La mujer libre, inteligente y feroz que fue la autora de ‘Las claudicaciones’ tuvo que pelear palmo a palmo por su libertad, y no le salió gratis. Crónica de un encuentro en 2014 con la poeta fallecida el pasado enero a los 90 años

Miguel Ángel Ortega Lucas 1/03/2017

<p>Con Blas de Otero</p>

Con Blas de Otero

Eduardo Sánchez

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Alguien –quizás otro grande poeta–, en algún atardecer de posguerra de un campo manchego, escuchó a un viejo pastor decir que “las guerras civiles duran cien años”. (Un anciano probablemente analfabeto pero que sabría leer de carrerilla el abecedario de la desventura humana.) ¿Dura ya entonces ochenta años la guerra civil española? ¿Durará cien? No estamos haciendo literatura: ese viejo sabía muy bien lo que decía. De igual manera que dudamos, muchas veces, sobre si cabe escribir en mayúsculas ese nombre y ese apellido tan antiguos, como de una bisabuela remota: guerra civil. [“¿Qué guerra civil?”, nos preguntamos ya, en otro episodio de la misma: “la única; la del año 36, o la que empezó hace siglos”.] 

No; ya acabó la guerra civil, la abuela Guerra Civil española: el 1 de abril de 1939. Ya terminó aquel capítulo ilustre de la historia universal de la infamia. Pero es cierto que algunas cosas parecen no terminar jamás. Pareciera que ciertos sucesos no dejan de supurar, como el reguero que deja la culpa. Quizás porque –decía la poeta austríaca Ingeborg Bachmann– el mal, no los errores, perdura, /lo perdonable está perdurado hace tiempo, los cortes de navaja / se han curado también, sólo el corte que produce el mal, / ése no se cura, se reabre en la noche, cada noche.

Noventa años de memoria arrodillada aún en aquella ciudad que se llamó posguerra

Así, también, algunos seres
Atravesados por el miedo, 
indefensos, perdidos 
en la ciudad que se llamó posguerra

Estos versos últimos son de otra poeta nacida también, como Bachmann, en 1926; testigo y notaria, como la austríaca, de un tiempo que quedó congelado en ella para siempre, como el reflejo nocturno de las farolas de gas y las sombras que susurraban en la ventana a oscuras.

Angelina Gatell, nacida entonces en Barcelona, murió el pasado 7 de enero en Madrid, a los 90 años. Noventa años de memoria arrodillada aún en aquella ciudad que se llamó posguerra. Si las guerras civiles duran cien años, Gatell la vivió prácticamente íntegra.

Porque la palabra del alma es la memoria, escribió Luis Rosales, y los poemas que decía el alma de Gatell procedían de allí en su mayor parte, de ese territorio en que el dolor sigue vagando descalzo por algún camino. “El mal, no los errores, perdura”: terminó la II República española, terminó la Guerra Civil, terminó esa posguerra y esa paz que muchos llamaron Victoria (por terminar, terminó hasta la democracia tal y como la conocíamos); pero la memoria de un ser humano no es una estatua, y puede llegar a ser un dolmen tiritando de frío.

Quise saber su historia, sin guion y desde el principio

La tarde del 8 de abril de 2014, en Madrid, el frío del invierno remitía ya pero la voz de Angelina crepitaba en su salón en penumbra como si no se hubiera ido aún –el de la posguerra–, en una conversación que no tenía más fin que la conversación en sí misma; precisamente que alguien que había vivido tanto, y que podía y sabía hablar, me contase. Fue lo que hizo durante toda su vida, con una fidelidad a la herida que quizás (es posible) le pesó en exceso. Lo hizo, también de otras muchas cosas, durante tres horas exactas. Para cuando nos despedimos, quedó la media sonrisa en el zaguán y la sensación de haber escuchado otra vez un cuento que alguien nos contó en otra vida, que se apagaba poco a poco y sin remedio, pero que quizás no iba a dejar de suceder nunca.

En un recital de poemas

En un recital de poemas

Quise saber su historia, sin guion y desde el principio. Ese principio fue Barcelona, y en su memoria era de nuevo abril, día 14 de 1931: “Hay cosas que no sé si son mi memoria o la memoria que he heredado”. Y sin embargo revivía de manera diáfana la brisa que venía del Mediterráneo, mientras otra riada de gente bajaba por las ramblas ondeando cánticos, banderas, griterío. “Y yo, como un loro, levanté mi puñito. Siempre he tenido la convicción de que en aquel momento me sentí unida a toda aquella gente”.

Heredó memoria, heredó un vínculo que no terminaría nunca; y heredó el frío. La expresión exilio interior toma todo su significado en el caso de Gatell, porque en ella empezó antes de que se acuñara el término. Desde que desahuciaran a su familia de la casa de Barcelona en que vivían, por no poder pagar (“el casero no era mala persona, necesitaba el dinero”), pasando por las casas baratas de la República, en Santa Coloma de Gramanet, y hasta la localidad de Vallès, donde pasó la mayor parte de la guerra, y donde vio de todo. “La guerra es lo más bestial que existe, porque llega un momento en que es o tú o yo. Es espantoso, pero es así”.

O tú o yo. En uno de los casi constantes traslados fueron a parar “a un vallecito” por donde pasaban los soldados y los civiles huyendo de las tropas franquistas. “Eso fue terrible; gente muerta por los caminos, gente andando con los pies envueltos en trapos ensangrentados, hambrientos. Estoy viéndolos pasar”. Y ese hombre que se detuvo a la puerta de su casa, con una súplica: Niña, dame algo de comer, que no puedo más. Le dieron lo que pudieron darle. Al cabo se oyeron unos disparos. “Son ellos”, dijo el hombre, “ya están aquí”. Qué vas a hacer, preguntó el padre de Angelina a aquel fantasma, un miliciano. “Me queda una bala, y será para mí”. Antes de irse, acarició el pelo a la niña.

“Todos preguntaban por Vic, porque iban camino de la frontera. Ese éxodo fue algo espantoso, que a mí me marcó para toda la vida. Los afortunados iban en carros; los que no, andando. La gente anciana caía muerta por los caminos. Yo lo vi. No sé si sabes lo que es eso para una niña de doce años y medio que yo tenía”.

Regresaron a Santa Coloma [su padre, un sindicalista comprometido “desde la pura experiencia” con la defensa del trabajador, había dicho: “Tengo ya la convocatoria para ir al frente, y no voy a ser nunca un desertor”; pero ya terminaba la contienda]. Allí, en la última casa que alquilaron, iban, “todas las noches, sin faltar una”, siempre cuando ya estaban acostados, un grupo de guardias civiles a hacer registro. “¡Pero si no tenemos nada!”, decía su padre. Y era cierto (aunque Angelina sí guardaba, escondido en una viga, un libro: una obra de teatro llamada Máquinas, que no descubrieron nunca; sólo mucho después supo que era una obra anarquista). Estaban ya “muy señalados” en el pueblo. Y un amigo de éste, que era practicante, a quien los Gatell habían dejado una de las habitaciones para atender a los afectados de tracoma que venían del sur (una enfermedad de los ojos producida por el esparto), fue fusilado por enseñar catalán a los niños del éxodo, “para que pudieran desenvolverse por allí”.

“Su hija era amiga mía de la infancia. Recuerdo cuando recibieron la última carta de él; unas palabras que me quedaron también tatuadas: Cada grano de arena que echen sobre mi cuerpo es un beso para vosotras. La noche antes de que lo fusilaran. Era una bellísima persona. Entonces mi padre propuso a mi madre irnos a vivir a Valencia, y así fue”.

La ‘gran lágrima secreta’

“Siete años más tarde mi padre tuvo un ictus y quedó inválido. Entonces vinieron por él. Y en vista de que no podían meterlo en la cárcel en aquella situación, lo metieron en un manicomio. El mismo que usó Lope de Vega en el siglo XVII para su comedia Los locos de Valencia. Así que imagínate”. 

Más que llorar, hemos sufrido
nuestra gran lágrima secreta,

escribiría Angelina años después, en un poema titulado gravemente Generación (de su libro Las claudicaciones, 1969), dedicado a su hermano. “De mi hermano [que hizo la guerra, casi adolescente, con la CNT de Durruti en el frente de Aragón] estuvimos cinco años sin saber nada. La única noticia que tuvimos era que estaba en el campo de concentración de Argelès, porque cayó en manos de los alemanes al pasar a la Resistencia francesa. Se lo llevaron a un campo de exterminio. Pero en la frontera suiza pensó que le daba igual morir de una forma que de otra, y en un tren que se cruzó saltó, y pudo escapar. Estuvo un tiempo perdido por el Pirineo, hasta que por unos compañeros (porque los Pirineos eran toda una red de complicidades) consiguió entrar en España, en el 44”.

Esa energía es la prueba de que la velocidad a la que parecían atropellarse los dramas en la memoria de la escritora

Cada cual hacía en su casa “la guerra por su cuenta”, cuando ya la guerra había acabado. Su padre ayudaba a los maquis. Todos los meses bajaba alguien de la sierra de Teruel y le daba ropa usada, “grandes sacos de ropa militar desechada. A mí me sorprendía. ¿Y este hombre por qué se lleva esto? Él decía que era para venderlo”. Y ella misma había entrado en el Socorro Rojo Internacional a los 17 años. Un día, allí en Valencia, jovencísima aún, sucedió algo “que pudo ser nefasto”, como lo fue para otra chica que ejercía asimismo de enlace: habían quedado ambas en una plaza para que Angelina le entregara un dinero de ayuda a los presos republicanos. Esta se sentó en el mismo banco que la otra, sin dirigirse la palabra, y sacó un libro. Mientras disimulaba leer, le pasó el sobre. “Apenas ella lo había guardado, se nos echaron encima los policías. Ella salió corriendo. Yo no, yo me quedé. Cruzó la plaza, bajó la escalera, y al cruzar la calle la mató un camión. Horrible. Sólo oí los gritos de la gente. Un policía salió corriendo y otro se quedó conmigo. Recuerdo que puso un pie encima del banco. Ahora me va a decir qué hace usted aquí. Yo sólo dije lo que se me ocurrió: Estoy esperando a mi novio. ¡Y en éstas que aparece!”.

Apareció, sí, aquel muchacho, que vino de alguna manera a salvarle la vida. Se llamaba José Sánchez Peinado. Tenía una historia personal “muy complicada”; había hecho la guerra con Franco, y al acabar le ofrecieron pasar al ejército o a la policía. Eligió lo segundo. Era “muy inteligente”, y un caballero. La quiso tanto como para jugarse la vida con ella: Angelina necesitaba documentaciones falsas para ayudar a los proscritos del régimen a entrar y salir de España. “Él entraba a la Brigada Social, robaba las cédulas, me las daba en blanco, y en una casa en la que te dejaban por horas una máquina de escribir, yo las rellenaba, se las llevaba otra vez y él las sellaba. Me decía: Niña, me van a matar por tu culpa. Pero proporcionamos cientos de documentaciones falsas, entre ellas la de mi hermano”, que tuvo que huir de nuevo, esta vez a Brasil. “Fue auténticamente milagroso que no nos pillaran”.

Pero esa energía es la prueba de que la velocidad a la que parecían atropellarse los dramas en la memoria de la escritora (una fidelidad, sí, tan testaruda como la propia herida) no llegaban a ensombrecer el carácter de una anciana, de una mujer, de una muchacha, que sin cierto fulgor irreductible de júbilo, de amor a la vida y de coraje, no hubiera podido hacer tantas cosas como hizo, ni decir tantas veces que no cuando era que no. La pasión por vivir, por amar, por descubrir, por escribir: en Valencia, siendo aún esa muchacha de apenas veinte años, sin referentes directos que la guiaran, husmeaba aquí y allá, buscando el alimento poético con más ahínco aún que el otro.

 La libertad no es una cuestión de semántica, ni mucho menos, sino de conciencia

“Yo hice sólo los primeros años del bachiller, hasta que mi padre cayó enfermo y mi hermano y yo nos tuvimos que hacer cargo. Yo escribía, tenía la ilusión de escribir, e iba a una librería que se llama Maraguat, justo delante de donde murió la muchacha aquella del camión. Iba mal vestida, con alpargatas, y a los dueños les hacía mucha gracia. El dueño era un perseguido del régimen y alquilaba los libros. Se dio cuenta de mi hambre por aquello y a veces ni me cobraba (¡Anda, lárgate y no enredes!). Un día, hurgando por allí, leyendo en el suelo (la liaba tremenda), de pronto oigo que alguien me dice, con mucho aire: “¡Deja esa porquería! ¡Toma, lee esto!”, y me tira un libro de Zane Grey. Y me entró una ira...: quién es este tío, que además me tutea y me dice lo que tengo que leer. Me pareció guapísimo, con los ojos dorados... Era José Hierro. No era aún ni premio Adonáis. Entonces nos hicimos muy amigos”. Ya había conocido también a la poeta María Beneyto (“íntima amiga, grandísima víctima del régimen”: la mejor de entonces, según Gatell), y por la misma época que a Hierro, al pintor y dibujante Ricardo Zamorano, y a otros; “nuestro grupo indisoluble”.

La anciana, la mujer, la muchacha libre, o libérrima. Sobre esto también nos dijo cosas Angelina de la España de hoy: “La libertad no está en determinadas cosas que muchos piensan. La libertad es otra cosa. Yo he salido a la calle con un cartel así que decía Soy lesbiana, y jamás he sido lesbiana. Igual con un cartel que decía Soy adúltera¸ y tampoco; todo esto en defensa de la lesbiana y de la adúltera. Digo que la mujer está todavía, creo, en una temperatura en que todavía no sabe por dónde decantarse. Yo cuando oigo decir eso de ellos y ellas, me da risa nerviosa, porque no es eso la libertad. La libertad no es una cuestión de semántica, ni mucho menos, sino de conciencia. Yo siempre he sido libre, en los peores momentos del franquismo, porque la libertad no te la tiene que conceder nadie. Si tú eres consciente de que eres libre, eres libre… Pero, y perdona la expresión, no es libre la mujer que se paga unas tetas. Eso sí me parece horroroso, porque es una claudicación más, y muy grave. Creo que está todo muy desorientado, y como soy vieja, además, te voy a decir que eso está conducido. A la mujer se la está denigrando, cargando de trabajo, pero no se dan cuenta; y eso para mí supone una tristeza, por ser un fracaso. La mujer tiene el mismo derecho que el hombre, exactamente el mismo derecho; pero ese derecho no está fundamentado en esa cosa tan pueril. Está en tener la libertad de elegir lo que le dé la gana de una forma inteligente”.

Con Antonio Buero Vallejo

Con Antonio Buero Vallejo

La mujer libre, inteligente y feroz que fue Angelina Gatell tuvo que pelear palmo a palmo por su libertad, y no le salió gratis. Se diría que cada vez que la vida le daba un premio, ella misma se encargaba acto seguido de impugnar la letra pequeña. Fue Premio Valencia de poesía en 1954, por el libro Poema del soldado. Casi se lo quitan por ser la tercera mujer consecutiva en ganarlo (cosa intolerable para algunos del jurado). En la radio, hablando del libro, se atrevió a decir que el poemario, de ecos religiosos, era en realidad un ajuste de cuentas con Dios. Poco después, cuando le encargaron desde un periódico una serie de reportajes sobre la situación de la mujer en África, se atrevió a hablar de los movimientos contestatarios en Ceuta y Melilla, lo cual le costó más enfrentamientos. “No me pasó nada, pero me negaron el pan y la sal”.

Las puertas laborales se le fueron cerrando, y no pudieron seguir en Valencia. Ya estaba casada con Eduardo Sánchez, con quien levantó la compañía de teatro de cámara, pionera en España, El paraíso. Tendrían tres hijos (Eduardo, María del Mar y Miguel, este último también poeta). Fueron Pepe Hierro y Antonio Buero Vallejo quienes les insistieron en trasladarse a Madrid. Dio en trabajar como actriz para un director de televisión (“un corrupto importante” que imponía mordidas a sus actores), cuando la televisión se hacía aún toda en directo. Su actuación fue un éxito. Pero “cuando mejor estaba” firmó ciertos papeles subversivos: la carta multitudinaria dirigida a Manuel Fraga, ministro franquista de Información y Turismo por entonces (1963), en protesta por la represión brutal contra los mineros asturianos.

La firma de esa protesta pública llegó justo cuando TVE estaba en vías de emitir una serie, con guión suyo, sobre Marie Curie. La llamó Carlos Robles Piquer –cuñado de Fraga– a su despacho: éste le ofreció retractarse públicamente, diciendo que había sido “engañada” para firmar aquello, a cambio de un puesto fijo en TVE (¿Sabe lo que significa eso? Sueldo seguro, el chalet en la sierra...); si no, prescindirían de ella. “Esto se lo ofrece usted a su padre, que seguramente aceptará”, fue su respuesta. [Esa misma noche la avisaron de que estaban repitiendo palabra por palabra su conversación con R. Piquer en la radio Pirenaica: por lo visto había micrófonos cerca].

El pleito continuó con un señor “de espléndidos ojos verdes” llamado Adolfo Suárez, responsable de programación por entonces, que también se reveló como un “sinvergüenza” sin remisión, según Gatell: primero trató de atemperarla, luego de hacerle chantaje con “desacreditarla en todos los hogares españoles” (“Para que usted me desacredite a mí, tendría que estar acreditado”, le contestó). Consiguieron que TVE rectificara y cobrar sus derechos de autor. Poco después Suárez quiso hacer tabula rasa; le ofreció otro encargo: “Pero”, le dijo, “me vas a prometer que no vas a ir con firmitas ni frivolidades de éstas”. Y la cabra tiró al monte de nuevo: “Mire, tengo 38 años y haré lo que la conciencia me mande”. Y ahí se quedó su conciencia, y allá lejos las casas en la sierra. 

Del hilo rojo

Yo no sé a qué he venido.
Yo no sé si he venido.
Veo la ciudad en la noche.
Veo el río en la noche.
Veo los quietos jardines de la noche.

[de Las claudicaciones]

Poeta desarraigada, en el sentido estricto del término, hundió siempre unas robustas raíces en la tradición

Rara vez podemos intuir a qué hemos venido a este mundo, y quizás sea algo que no tenga mucho que ver con nuestras obsesiones cotidianas. Una de las obsesiones de Angelina Gatell, durante toda su vida, fue dejar testimonio; recordando, conversando, escribiendo. Pero sobre todo escribiendo: nunca fue, como podría pensarse y en algunos casos se ha insinuado, una activista política que escribía, sino una poeta que no podía dejar de decir No; una escritora cuya solidez literaria tenía mucho que ver con su solidez moral, ya que alguien incapaz de estafar en su vida será aún menos capaz de estafar en su obra, con fuegos de artificio o con fuegos apocalípticos de guerra civil.

No es objetividad lo que busco, sino pasión –declaraba a ABC tras la publicación de Las claudicaciones, en 1969–. Ese es, para mí, el resorte que pone en funcionamiento el mundo de lo poético. No comprendo la poesía cerebral, intelectual, es decir: pura. También por eso, cuando alguien dice que soy retórica, me siento reconfortada. Para mí la retórica –bien entendida– es el tercer resorte. El segundo son las ideas. Los tres bien manejados y fundidos entre sí, el poema.

La pasión, al servicio de un discurso férreamente depurado que no deja de contar la vida, de cantarla en su verdad profunda. Los poemas de Angelina Gatell gritan en voz muy baja: poeta desarraigada, en el sentido estricto del término, hundió siempre unas robustas raíces en la tradición; la que compartía con sus coetáneos de la generación del 50 José Hierro y Blas de Otero, y que heredaron todos, fundamentalmente, de don Antonio Machado y César Vallejo. Gatell veló armas en esa épica de lo cotidiano, como la llamaba Félix Grande, que tejió con hilo rojo la urdimbre de todas las soledades de posguerra, reuniéndolas, para recomponer así el rostro de una España desfigurada, huérfana de casi todo. Porque, a pesar de lo vivido –nos decía hacia el final de aquella tarde–, “el pesimismo es una forma de rendición”.

Al escritor Eduardo Moga le dijo en 2001, cuando éste quiso saber cómo había podido pasar más de 30 años sin publicar otro libro de poemas (desde aquel 1969), que “tenía que trabajar para vivir”: en todo ese tiempo, hasta su recuperación poética por parte de Manuel Rico y la editorial Bartleby, llegado ya el siglo XXI, se había dedicado fundamentalmente a la literatura infantil y el doblaje (uno de los datos que más suelen contarse es que fue la responsable de la adaptación española de la serie Heidi; al perro le llamó Niebla en homenaje al que un día siguió a Neruda por las calles madrileñas en plena guerra, que se quedaría Alberti, y que desaparecería poco después). También fue militante del Partido Socialista durante muchos años, hasta su muerte.

Pero no parece un argumento suficiente, el del trabajo y la vida cotidiana: no dejó nunca de escribir (para alguien como ella, sería como respirar). Y podría aventurarse que su distanciamiento del mundo editorial tuviera más que ver con un voluntario paso atrás; a que, en más de una ocasión, la modernidad y quienes establecen en cada época qué es lo que hay que leer le quitaran las ganas. Pero para nuestra fortuna ahí están hoy, en las librerías, muchos de sus títulos como poeta (Noticia del tiempo -2004-, Cenizas en los labios -2011-, La oscura voz del cisne -2015-; todos en Bartleby) y como antóloga (Mujer que soy - La voz femenina en la poesía social y testimonial de los años cincuenta -2007-, Con Vietnam, recuperada en 2016). Quizás en los próximos tiempos conozcamos muchos más versos escondidos hasta ahora. 

Insistía en que se habían “cargado” su vida, aquellos que trataron de encarcelarla, de censurarla, de darle órdenes o de comprarla. Pero si ya es un éxito sobrevivir, hacerlo hasta los 90 años siendo fiel a la propia vida debe de ser el mayor de todos.

A pesar, sí, de

todo lo ya sufrido y lo que aún quedaba 
por sufrir en el mapa del futuro,
trazado en la tristeza azul de las pizarras.

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Autor >

Miguel Ángel Ortega Lucas

Escriba. Nómada. Experto aprendiz. Si no le gustan mis prejuicios, tengo otros en La vela y el vendaval (diario impúdico) y Pocavergüenza.

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