Libros
Michi Panero, póstumo de sí mismo
Diseccionamos ‘Funerales vikingos’/‘El desconcierto’, el volumen que reúne textos inéditos del menor de la saga Panero
Miguel Ángel Ortega Lucas 29/03/2017
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Michi Panero con su perra Bala. Portada de El desconcierto
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Lo que la mayoría sabemos de Michi Panero (Madrid, 1951–Astorga, 2004) no lo sabemos más que de oídas: de oírle a él, concretamente, casi siempre ante una cámara, oficiando con violencia exquisita la demolición de su propia efigie. Quienes le conocieron personalmente tendrán, por supuesto, una perspectiva mucho más rica del menor de los hermanos Panero, aunque no sabemos si más auténtica; hay personas que son tan radicalmente lo que parecen (o acaban pareciéndose tanto a lo que pretenden ser) que resulta muy difícil dudar de que el joven airado y después el furioso adulto derruido que comparecen en El desencanto (1974) y Después de tantos años (1994) no fueran exactamente lo mismo –o casi– en público que en la más estricta intimidad.
Nos sucede a todos, en ocasiones, con ciertas personas leídas, escuchadas, vistas sólo en la distancia, el tener la certeza de conocerlas desde siempre. Los que, como Nacho Vegas, nunca conocimos a Michi Panero pero le escuchamos desde este lado de la pantalla, y de su muerte, con fraternidad, con complicidad, con carcajadas de ternura al descifrar a un hombre esencialmente bueno fascinado (deglutido) por la maldad existencial, solemos tener la impresión, quizás errada, de conocerle casi lo mismo que aquellos que sí le conocieron en vida: al fin y al cabo –individuo orgánicamente impedido para la impostura–, siempre fue o jugó a ser alguien póstumo de sí mismo (“como epílogo que sin haberlo deseado soy”).
De forma póstuma pareció vivir y no sabemos si también entraba en sus planes escribir (literatura, que no prensa) de forma póstuma. Lo que sabemos es que a finales de los noventa legó un montón de carpetas (“haz lo que quieras con ellas, pero llévatelas de aquí”) a Javier Mendoza (Madrid, 1975): hoy periodista, y entonces hijastro de Michi por el matrimonio de éste con Sisita García-Durán.
De forma póstuma pareció vivir y no sabemos si también entraba en sus planes escribir literatura, que no prensa de forma póstuma
En fin; ya tiene obra el escritor sin obra. Al menos, la mitad del volumen editado por Bartleby, que son en realidad dos libros, colocados uno en disposición inversa del otro para la lectura, con sus portadas respectivas: uno, Funerales vikingos, recoge algunos cuentos, artículos y textos dispersos de Michi Panero; el otro, El desconcierto. Memorias trucadas, son los recuerdos (efectivamente, trucados) de Javier Mendoza sobre Michi Panero; las dos partes casi simétricas, cerca de 200 páginas en total.
Funerales vikingos se abre con una advertencia al lector de Mendoza en la que señala que Michi le legó las carpetas “en un gesto desesperado, como si le pesaran demasiado y sintiera la necesidad urgente de traspasarlas”. “Durante años han dormido en mis estanterías hasta que comprendí que la única manera de aliviar su carga era compartirla con usted, querido lector”.
En primer término encontramos nueve cuentos. Y la sorpresa del lector –de este lector, al menos– va en franco aumento, por razones no exactamente benignas. Uno aborda el primero, llamado Misterio en el hundimiento de los transatlánticos, y el desconcierto de verdad llega por vías paralelas. Por una parte, se empieza leyendo con media sonrisilla, intuyendo encontrarse ante un divertimento socarrón en negro (sobre un espía americano en Hamburgo), y acaba estupefacto, sospechando que la broma ya ha ido demasiado lejos: no se sabe muy bien qué está contando, no se sabe muy bien si lo escribió de aquella manera y no volvió a mirarlo, no se sabe muy bien si era ése exactamente su objetivo –o si directamente lo escribió siendo un niño–. Desde la primera página se va tropezando con errores de puntuación, ortografía y sintaxis que hacen preguntarse al lector si lo que está leyendo ha pasado previamente por los ojos de otro lector, o si es que –más plausible, más lógico– el albacea, los editores, han respetado el mecanoscrito de Michi tal y como se lo encontraron, y no han querido corregir nada. [Efectivamente, así fue, según confirman éstos.] Se hubiera agradecido una nota aclaratoria en alguna parte, advirtiéndolo.
Los despistes formales se siguen repitiendo, a lo largo de todo el volumen. Siguiendo con los cuentos, se echan en falta las fechas de escritura de los tres primeros, con el fin de ubicarlos como al resto; de cualquier manera, ninguno es posterior a 1970. Es decir, ninguno fue escrito después de que el autor cumpliese los veinte años. El dato, por supuesto, es esencial para ajustar la mirada. Son los cuentos de un crío, o de un adolescente. Son los cuentos de un adolescente –intuimos– que no quiere tomarse demasiado en serio lo de escribir cuentos, o lo de ser adolescente. Es posible que nos equivoquemos, pero sobrevuela estas páginas esa brisilla fugaz del escribir a vuelapluma: casi puede oírse el rasgueo del adolescente José Moisés –tan leído ya, tan enfadado, puñetero e insobornable–, desbandando los folios de un jirón de la mesa.
Michi le legó las carpetas “en un gesto desesperado, como si le pesaran demasiado y sintiera la necesidad urgente de traspasarlas”
O quizás sea todo lo contrario; quizás el adolescente Michi se tomaba tan en serio lo que escribía que apenas podía levantar la vista del folio, y entonces conseguía contar lo que quería contar, pero sin contar con nadie. La conclusión –repito: para este lector exclusivamente– es un delirio en nueve partes con fogonazos de fuste (“como en una espiral de papel en el centro del frío”) que hacen vislumbrar a un escritor dotado pero adolecente aún de falta de dirección. Imposible saber desde aquí, desde el ahora, sus intenciones; sólo conjeturar que quizás cierto Rimbaud –o cierto Leopoldo María Panero, hermano inmediatamente mayor– le guiaban para tratar de descoyuntar el discurso en un tropel onírico. Pero (los grandes surrealistas lo supieron bien, también su hermano; no sabemos si todos los que llamaron novísimos) hasta el discurso onírico viene pautado por una suerte de armonía oculta que es la que diferencia el fuego de las bengalas.
La conclusión –para este lector, de nuevo– es que estos cuentos del jovencísimo Michi Panero no tienen más interés que la mera curiosidad arqueológica. Y quizás, también, testar las posibilidades sin orillas de quien con sólo ¡10 años! era capaz de escribir ya (en También Dios manda en Normandía, fechado el 28 de marzo de 1962) con un dominio insólito del lenguaje y las estructuras. [...Pero, ¿si era capaz de escribir así a los 10, ¿cómo es posible que a los 19 no lo hiciera ya de manera depuradísima?]. Todo es así en esas 60 páginas: un vaivén entre el amago de genialidad y el disparate. También es posible, por último, que sea menester leerlos más veces, con mayor detenimiento, para descubrir ulteriores iluminaciones.
Todo es así en esas 60 páginas: un vaivén entre el amago de genialidad y el disparate
[Repetimos que un prólogo en condiciones de alguien que supiera de esos cuentos de primera mano nos ahorraría muchas conjeturas a quienes no podemos saber. Se sabe, por ejemplo –lo ha dicho él mismo–, que Vicente Molina-Foix guarda todavía otros cuentos del joven Panero. A Molina-Foix “no le gustaron nada”, según Michi; y en declaraciones recientes a El País advirtió de que el propio Michi “era lo suficientemente inteligente para saber que no estaban a la altura de lo que él hubiera deseado”. Por lo demás, los editores ofrecieron la escritura del prólogo a Enrique Vila-Matas, también muy amigo del autor, pero la cosa, al parecer, no terminó de fructificar.]
Más preguntas. En la solapa se señala que se trata de una antología. Una antología es una selección de lo mejor de un corpus mucho mayor. ¿Quiere decirse que, entonces, existen muchos más cuentos? (Y son éstos, entonces, ¿los mejores?). La lógica indica que sí, a no ser que se esté usando mal la palabra antología. Mendoza señala (pg. 90 de la otra parte, El desconcierto) que Michi le entregó “diez o doce” carpetas “de diferentes formatos y tamaños” (que “no pudo transportar de una sola vez”), con los manuscritos y otros documentos de la familia –también “poemas de Leopoldo”–: ¿Son estos nueve relatos y el puñado de artículos que componen Funerales vikingos todo lo que Michi atesoraba de su obra fantasma? Faltan datos respecto a esta cuestión. Por otra parte, en esta entrevista, Javier Mendoza dice: “No he hablado con Vicente [Molina-Foix] pero ya hay rastreado otro cuento que no está en esta edición, entonces sí que habría lugar para una segunda edición que incluyese nuevos cuentos”.
“Vaguísimo”
El desconcierto - Memorias trucadas, la otra parte del volumen, es una suerte de collage memorialístico de la figura de Michi Panero a través de la mirada del por entonces niño y luego adolescente Javier Mendoza. El chaval encontró en esa figura, nueva pareja de su madre, una mezcla de padrastro, cómplice y tutor vital, emergiendo en estos recuerdos ese Michi ya intuido: entre el dandy desquiciado en un mundo “hortera” y el hombre tierno que sabía y podía entregarse a los suyos sin la supuesta irreparable actitud de Panero profesional [sobre el particular resulta sorprendente la reacción de quienes parecen estar descubriendo a un personaje amoroso y familiar en estas páginas, cuando –ya lo dijimos aquí– el legendario canibalismo Panero no sería sino el producto de un hambre ancestral, tremenda, por un abrazo].
Hay aciertos en el libro de Mendoza, como figurar lo justo, generalmente, como testigo implicado, y el equilibrio de la mirada sobre el protagonista
Hay aciertos en el libro de Mendoza, como figurar lo justo, generalmente, como testigo implicado, y el equilibrio de la mirada sobre el protagonista (“el primer adulto que me tomaba en serio”); el no caer en la hagiografía ni en el patetismo más allá de lo necesario, sin escatimar los buenos ratos ni lo que le entristecieron o espantaron los peores, porque, a pesar de su célebre máxima –En la vida se puede ser de todo menos coñazo–, lo cierto es que aguantar a Michi Panero las 24 horas del día debía de ser a veces exactamente eso. El autor consigue resucitar al personaje al recordarlo dictando columnas al teléfono de las que no había escrito una línea, bebiéndoselo todo, perdiendo los papeles (y hasta a un perro) y por supuesto opinando (de los Nueve novísimos poetas españoles: “Fue una jugada maestra de Castellet y Gimferrer. Yo iba a ser el décimo pero, claro, sólo podían ser nueve, si no, no tenía gracia”).
También, y sobre todo, hablando de sí mismo. Llevó sus cuentos a Vicente Aleixandre, a quien al parecer “gustaron mucho” (es célebre también la generosidad de Aleixandre), pero a Michi Panero no le parecía muy de Michi Panero tener que “ir todas las semanas y contar” a Aleixandre (para seguir trepando) “todo lo que te había pasado; para eso soy vaguísimo”. “¿Por qué dejaste de escribir?”. “Porque me enamoré de Domitila”, despacha, cáustico. Y por una mala crítica de Molina-Foix (aunque a posteriori le resultó “inaudito porque como novelista es infecto y como poeta no existe”). Lo de Domitila se acabó por una “cama redonda” con cierto crítico de cine amigo suyo, y se le cayó el mundo encima: “Me creía muy moderno y a la mañana siguiente me di cuenta de que era simplemente gilipollas”.
Se suceden las anécdotas –con carcajada–, los nombres archiconocidos de la cultura y el colorín hispánicos. Pero a lo largo de la decena de páginas de entrevista entre Mendoza y Panero (a partir de la página 36) comienza a titilar otra duda: ¿cómo recuerda el autor de manera tan fidedigna tal diálogo, veinte años después? ¿Es una mixtura de distintas conversaciones/recuerdos? Una posible respuesta figura cincuenta páginas más tarde, en una frase en la que Mendoza dice que “gracias a la generosidad de Asís [Lezcano, que escribió un amago de memorias, frustradas, junto con Michi] he podido incorporar parte de ese material [40 páginas] a este libro”. De nuevo el lector hubiera agradecido saber con mayor rigor qué procede de la memoria de Mendoza y qué de los registros de Lezcano; llamar a las memorias trucadas no resulta suficiente.
Hay más licencias: en uno de los momentos más truculentos del libro, con Michi postrado por el alcohol, Mendoza reproduce un diálogo (ergo, supuestamente literal): –¿Cómo dices, Michi? –El gemido del diamante rajó los pinos de mi escenario plano... Acto seguido el autor señala que “la frase exacta que me dijo se ha borrado de mi mente, (...) no tenía ningún sentido, he escogido ésta porque aparece en uno de sus cuentos, y tengo la intuición de que todo salía del mismo sitio”. Ah, bueno... [El rigor es el mayor pero del texto: en lo formal, errores de puntuación, laísmos, o llamar planeta a la constelación o galaxia de Andrómeda. También asegurar que Luis Rosales fue cambiando la dedicatoria de un poema inspirado en un sueño de Michi “según quién tuviera de esclavo en ese momento”, sin aclararnos ese desconocido pasado de Luis Rosales como capataz de galeras.]
“Mejor no entender nada”
Y sin embargo la principal pregunta que alienta todo el libro, así como la propia vida de su protagonista, quedará siempre sin respuesta: ¿por qué no quiso escribir Michi Panero? O, mejor dicho, por qué no pudo escribir más, cuando toda su vida fue un monólogo literario en legítima defensa. Las razones serán múltiples; razonadas unas, inaprensibles, otras, incluso para él mismo. Su origen se remontaría tanto al inconsciente como a la más pura desobediencia de quien aspiró toda su vida a dimitir: de la inercia, de la estupidez, de la soledad. Harto de literatura, “siempre la literatura” (hasta en los momentos menos líricos, con su hermano Leopoldo tratando de resucitar a su madre a besos, “como en los cuentos de Poe”, recordaba en Después de tantos años), es posible que su manera de escribir fuera precisamente decir No, mediante su vida, al peso insoportable del legado psicológico familiar, a toda esa literatura que rara vez decía la verdad.
Sin embargo la principal pregunta que alienta todo el libro, así como la propia vida de su protagonista, quedará siempre sin respuesta: ¿por qué no quiso escribir Michi Panero?
Pero también por literatura perdió la vida; y es en los escasos, valiosísimos momentos en que podemos escucharle confrontando en silencio y a tumba abierta esa tradición, cuando podemos vislumbrar al verdadero escritor arrebujado tras la máscara del diletante que prefirió no hacerlo. Es en los tres últimos textos dispersos de los muy pocos (siete exactamente) recogidos en Funerales vikingos. En la Carta a una desconocida –Elba Martínez, compañera última– y en Bofetada y Tierra baldía (y sin Eliot). En la primera está Michi Panero íntegro, riéndose del espejo a las puertas mismas de la muerte. En los segundos, fechados también en Astorga, en el invierno de 2004, regresando (cómo no: para siempre) al padre, al pueblo aquel, a la infancia rota, a “ese niño que juega a los dados inútilmente, mientras cae la nieve, lenta y titubeante, sobre una familia que se acaba”:
Mejor no entender nada (...) quizás sea mejor, lo dijo un maestro mío [Cernuda], la destrucción, el fuego. Al final, la Historia lo demuestra, aquí no se rescata nada (...) Artículos como éste, y he visto miles, millones, son perdonados porque se hacen invisibles, amarillo papel para justificar un estúpido prestigio de patio de colegio, de barriada. He vuelto a Astorga, después de eternidades y nostalgias, porque aún, a pesar de todo, sigue sobre ella el misterio, el dolor, el silencio; he vuelto porque todos tenemos derecho a rehacer pasos perdidos, a buscar el lugar donde se enterró, sin saberlo, el deseo, donde se perdió la voluntad de cambiar los mundos familiares, bosques demasiado salvajes para atravesarlos.
El vitriolo, la renuncia, la tristeza infinita. En ese puñado de líneas palpita el poeta en guerra consigo mismo que perdimos. Ése que, como Álvaro de Campos, nunca quiso querer ser nada, aun teniendo en él todos los sueños del mundo.
“Mejor no entender nada, ni la mezquina –y actual– Historia de España, ni su mapa de barbaries, de mal gusto, de desprecio”: por eso, también, seguramente, desechó también la idea de escribir esas memorias con que pudo haber terminado de pelearse con el mundo. En el libro hay un interesantísimo índice de unas memorias apenas escritas (iban a llamarse Confieso que he bebido), en las que pudo haber hecho su propia autopsia vital, de la “muerte del padre” al “segundo matrimonio catastrófico”, pasando por Durrell, Kavafis, “la fiesta hambrienta de París”, “Leopoldo María: la pesadilla del timbre”...
Pero quizás, sí, mejor la destrucción, el fuego.
[PS: Las columnas de televisión que M. Panero escribió a principios de los ‘90 en el extinto El Independiente bien merecerían, seguramente, una compilación en libro.]
Funerales vikingos / El desconcierto, de Michi Panero y Javier Mendoza. Bartleby Editores, 2017.
Autor >
Miguel Ángel Ortega Lucas
Escriba. Nómada. Experto aprendiz. Si no le gustan mis prejuicios, tengo otros en La vela y el vendaval (diario impúdico) y Pocavergüenza.
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