GENTES DE MAL VIVIR
Larra: escribir, llorar, tal vez morir
La lucidez del periodista, casi único estandarte del Romanticismo español, sigue hablándonos con igual violencia casi dos siglos después de su suicidio
Miguel Ángel Ortega Lucas 28/01/2017
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Se escribe en legítima defensa. Pero si escribir en Madrid es llorar, qué clase de defensa queda a quienes sólo saben escribir para defenderse.
Por eso, tantas veces, escribir en Madrid es llorar a latigazos.
Soy periodista, paso la mayor parte del tiempo, como todo escritor público, en escribir lo que no pienso y en hacer creer a los demás lo que no creo. ¡Como sólo se puede escribir alabando! Esto es, que mi vida está reducida a querer decir lo que otros no quieren oír.
Pero lo dijo; todo lo dijo. Y ese párrafo no es más que otra de las fintas de arlequín de Mariano José de Larra, embozado de nuevo en la ironía desesperada para poder hundir mejor, cuando ya parecía haber huido, la estocada, el escupitajo, el bastón impoluto.
Su vida reducida, es decir, condenada, a decir lo que nadie quería oír. ¿A favor de quién; para mayor gloria de quiénes? Desde luego no de la suya, pues la gloria callejera y el prestigio de salón que pudo obtener en su brevísima vida, aun fulgurantes, no fueron sino las serpentinas y el humo de carnaval de una derrota siniestra ganada a pulso. “El mundo todo es máscaras”, dejó dicho él mismo. Toda su vida fue carnaval para él: tratando de desenmascarar la farsa circundante para quizás poder desenmascarase él mismo, bajar la guardia al fin; reconocerse de una vez en los rostros y las calles de ese Madrid que le odió y le adoró de lejos, que le pudo temer a ratos, que le admiró sin entenderle pero del que no pudo desentenderse nunca.
Larra pertenece a esa rara aristocracia del pensamiento que, con vocación de mozo de cuadras, grita sin miedo (no puede evitar gritar) ante la multitud que el rey va desnudo
Es una tarea ingrata reservada sólo a unos pocos en cada época. Ingrata pero fatal: Larra pertenece a esa rara aristocracia del pensamiento que, con vocación de mozo de cuadras, grita sin miedo (no puede evitar gritar) ante la multitud que el rey va desnudo. Pero el problema se multiplica cuando es precisamente toda esa multitud la que va desnuda, de manera casi unánime. Por eso: “Me han de llamar mal español porque digo los abusos para que se corrijan. Aquí creen que sólo ama a su patria aquel que con vergonzoso silencio o adulando a la ignorancia popular contribuye a la perpetuación del mal”.
Cómo iba a ser, alguien así, un buen español. Nació en plena Guerra de la Independencia, el 24 de marzo de 1809, de María de los Dolores Sánchez de Castro y siendo su padre, Mariano Larra y Langelot, médico militar del ejército de Napoleón en la España invadida. Un repliegue de las tropas haría que la familia huyera asimismo a Francia, contando el niño con apenas cuatro años. Pero si los padres llegaron a París, el pequeño Mariano José quedaría, durante otros cuatro años más, interno en un colegio de Burdeos: educándose ya en la vanguardia de la orfandad. Sería para siempre un exiliado en todas partes. La amnistía de Fernando VII permitió a los Larra volver a España, pero en Madrid, donde el autor en ciernes acabaría recalando ya a los 19 años, no iba a encontrar madre sino madrastra. Donde quiso echar raíces, sólo le salieron flores del mal.
Larra asiste a la (supuesta) muerte del absolutismo con la caída del nefasto Fernando VII, a la primera guerra carlista, a la desamortización de Mendizábal y a todo ese polvorín de Risk de casino que se alargó en España hasta mucho después de su desaparición, a lo largo de todo el siglo XIX. El afrancesado que escribe el mejor castellano de su época quiere empujar el carro del país para sacarlo del lodazal oscurantista en que lleva trabado desde hace siglos, tras los fulgores de evolución civil que trajo el Setecientos. Pero no tardará en confirmar que ni España ni él mismo tenían mucho remedio. Funda El Duende Satírico del Día, y a los cinco números el Gobierno secuestra la publicación. Un par de años después, a los 21, se casa casi por inercia con Josefina Wetoret, con quien dura lo justo, con quien nunca fue feliz (El casarse mal y pronto). Ya antes, siendo estudiante calavera en Valladolid, se había enamorado de una mujer mucho mayor que él: resultó ser amante de su padre. El desengaño, en su caso, como una de las bellas artes. “Allí donde está el mal, allí está la verdad. Lo malo es lo cierto. Sólo los bienes son ilusión”, escribirá este anciano adolescente que no llegó a cumplir los 28 años.
Larra asiste a la historia de su país, pero sobre todo asiste a su intrahistoria. Mirándolo todo con ese asombro que es el primer impulso esencial para fijar la mirada donde casi nadie la pone. Y acabar así sin saber dónde poner los ojos. Escribe, por ejemplo, nada más llegar a ese Madrid –su Ítaca a la que volver y no encontrar nunca–, sobre los toros (en 1828, y con 19 años):
Parece que los habitantes de Madrid no han vivido los siete días de la semana sino para (...) ver a un animal tan bueno como hostigado, que lidia con dos docenas de fieras disfrazadas de hombres, unas a pie y otras a caballo, que se van a disputar el honor de ver volar sus tripas por el viento a la faz de un pueblo que tan bien sabe apreciar este heroísmo mercenario. (...) Una clase de gentes no va nunca a estas funciones: esa bandada de sentimentales que han pasado el Bidasoa [es decir, la frontera con Francia].
Pero poco tenía que ver en realidad esa frontera física con su desarraigo. Larra está solo, es solo. Respirará aires más benignos para su temperamento cosmopolita en Londres y París, capital esta última que también reconocería su talento. Pero esa bandada de sentimentales a la que pertenecía era en el fondo otra mucho más infrecuente, más proscrita, y más apátrida.
“Ya ha muerto un hombre”
Se le viene considerando único ejemplo verdadero del Romanticismo en España, junto con Bécquer, más tardío. Y es cierto. Ni el ripio donjuanesco de Zorrilla ni el clamor pirata de Espronceda –cartón-piedra, mal que pese– pertenecen en realidad a esa estirpe, pues, ¿qué es realmente el romanticismo, esa rara enfermedad de la que sí participa Larra? Eso mismo: un virus, hereditario y oculto (es decir, maldito); una logia. El romanticismo en que debemos encuadrar a Larra no es ése que la preceptiva literaria acota en medio siglo y cuatro nombres para explicarlo facilito a los escolares; es una moral: una poética de la destrucción. Ese culto que levanta un templo alucinado entre las ruinas a lo que no fue nunca, o a lo que no será jamás.
¿Qué busca, ese veinteañero tan viejo, en Madrid? Quizás una sombra de crimen, una aventura en que perderse o ganarlo todo
Hay que imaginarse a Larra paseando por el Madrid nocturno y echando de menos algo que quizás no había sucedido aún, o que le estaba esperando en otra parte pero jamás encontraría por esas calles viejas que tanto se le siguen pareciendo, de Huertas al Palacio Real. ¿Qué busca, ese veinteañero tan viejo, en Madrid? Quizás una sombra de crimen, una aventura en que perderse o ganarlo todo. La impotencia sombría que trasluce en sus mejores momentos es la de un Baudelaire que no puede decirse (poeta frustrado, al fin), la de un Rimbaud incapaz de prenderse fuego (¿con qué, en ese Madrid?); la de un Wilde que no encontrase siquiera el refinamiento necesario de un salón en que desplegar sus alas de cisne antes de ser devorado por la grey. Retumba a veces un eco anticipado de Álvaro de Campos/Fernando Pessoa, gamberro infernal y secreto como él: “¿Hay nada más torpe que estos hombres amigos de usted que le ven parado en una calle, y no conocen que cuando está usted parado es que no quiere andar, que cuando está callado es que no quiere hablar? ¡Dios me libre de un hombre amable!”. Alejandra Pizarnik: Ellos son todos y yo soy yo. Gerard de Nerval, antes de ahorcarse en una farola de un enero de París: No me esperes esta tarde, la noche será blanca y negra.
Larra brilla como una estrella solitaria en medio de la noche negra de la España de principios del XIX. Una noche más llena de brisa y tentativas en cada esquina y en cada bosque de Europa, pero yerma en la noche española, como un ronquido de cura o un doblar de campanario. Porque Larra ha elegido a España y España le ha elegido a él, en un matrimonio letal de (in)conveniencia. Y estará, por supuesto, cada vez más cansado, de España y de sí mismo. Un fue, y un será, y un es cansado: Quevedo [esa “secreta continuidad de Guadiana” que observó Umbral en su libro tremendo sobre Larra: consanguíneos de un mismo dandismo espiritual].
Y sin embargo España, Madrid, es sólo un territorio físico sin almenas; apenas la metáfora de su propia cárcel. Lo que Larra no soporta es el gregarismo; su problema profundo no es tanto con su entorno como con todo lo que ese entorno proyecta de lo peor de esta especie, arracimada en el cinismo mezquino de eso que llamamos sociedad. Ante esto, sólo le queda ponerse su prosa de frac y salir a la prensa a tirar pedradas y llamar a las puertas para luego salir corriendo (en realidad quedándose impertérrito a que le abran):
(...)nadie concurre a la reunión para prestarle servicios, sino para recibirlos de ella: es un fondo común adonde acuden todos a sacar, y donde nadie deja. La sociedad es, pues, un cambio mutuo de perjuicios recíprocos. Y el gran lazo que la sostiene es, por una incomprensible contradicción, aquello mismo que parecía destinado a disolverla; el egoísmo. [Y remata el sarcasmo feroz:] la sociedad es imperecedera, puesto que siempre nos necesitaremos unos a otros (...) franca, sincera y movida por sentimientos generosos, puesto que siempre nos hemos de querer a nosotros mismos más que a los otros.
Pero es una sociedad muerta para él (“–¡Necios! –decía a los transeúntes–. ¿Os movéis para ver muertos? ¿No tenéis espejos por ventura?”, escribe en El Día de Difuntos de 1836). La misma sociedad muerta que un día de marzo de 1835 decide dar muerte a otro hombre, en la plaza de la Cebada. Y Larra habla ya entonces del “abuso inexplicable” de la pena de muerte, de que la sociedad dé “ciento por uno: si había hecho mal matando a otro, la sociedad iba a hacer bien matándole a él. Un mal se iba a remediar con dos. La sociedad –exclamé– estará ya satisfecha: ya ha muerto un hombre”.
Y ¿quién iba a entenderle? ¿Cuántos de sus contemporáneos, o compinches del café del Príncipe? (“¿Quién oye aquí? ¿Son las academias, son los círculos literarios, son los corrillos noticieros de la Puerta del Sol...?”). Puede ocurrir: la fortuna de ser aclamado por tus contemporáneos aliada con el drama de que nadie sepa qué están aplaudiendo en realidad; sospechando quizás en el fondo que aplaudían contra sí mismos. ¿Para quién escribía Larra, entonces? Él mejor que nadie debía de saber que su gesto era inútil, que el único y último público al que dirigía su comparsa era él: acabada la paciencia o el interés de su único espectador, se acaba la función.
Habiendo denunciado continuamente la ignorancia gregaria de sus compatriotas, acaba rindiéndose a la idea imposible de que sólo en esa ignorancia hubiera podido vivir en paz
Nadie puede saber los resortes últimos que agrietan y acaban cerrando los ojos, que aprietan finalmente el gatillo. Sabemos que hubo, hasta ese último instante, una mujer: Dolores Armijo. Fascinación erótica y escapatoria para el Larra ya casado (ella también lo estaba). El asunto duró siete años, hasta la misma tarde del 13 de febrero de 1837 en que Dolores se presenta en la casa del escritor en la calle Santa Clara para pedirle sus cartas, terminar una relación que también iba, como él mismo, a la deriva. Al marcharse, Fígaro queda solo con su sombra, y se pega un tiro.
Pero ya un poco antes, en La Nochebuena de 1836, Larra se había confesado para siempre poniendo en boca de su criado asturiano lo que pensaba en realidad de su situación: habiendo denunciado continuamente la ignorancia gregaria de sus compatriotas, acaba rindiéndose a la idea imposible de que sólo en esa ignorancia hubiera podido vivir en paz:
Tú buscas la felicidad en el corazón humano, y para eso le destrozas, hozando en él, como quien remueve la tierra en busca de un tesoro. Yo nada busco, y el desengaño no me espera a la vuelta de la esperanza. (...) Tú lees día y noche buscando la verdad en los libros hoja por hoja, y sufres de no encontrarla ni escrita. (...) Tú echas mano de tu corazón, y vas y lo arrojas a los pies de la primera que pasa, y no quieres que lo pise y lo lastime. (...) Yo estoy ebrio de vino, es verdad; pero tú lo estás de deseos y de impotencia...!
No podremos saber nunca qué fantasma (Dolores, el páramo español, su desosiego originario y sin orillas) acabó disparando el arma. Pero algo sigue queriendo decirnos Larra desde su mudez abismada y su carcajada untada de hiel. Desde ese pistoletazo último que aún retumba desde Santa Clara. Quizás que no morirá nunca, porque, “como en una pesadilla abrumadora y violenta”, tampoco morirá la España de la que murió.
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Escriba. Nómada. Experto aprendiz. Si no le gustan mis prejuicios, tengo otros en La vela y el vendaval (diario impúdico) y Pocavergüenza.
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