TRIBUNA
Cuando ya nadie se acuerde
El terrorismo no fue la consecuencia lógica de un conflicto (existente). El terrorismo fue su degradación más absoluta
Diego E. Barros 12/04/2017
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Los autodenominados “artesanos de la paz” acaban de escenificar en el País Vasco francés la entrega de los arsenales que permanecían en posesión de la banda terrorista ETA. En realidad, lo que han entregado a miembros de las Fuerzas de Seguridad del país vecino ―otrora país seguro, país (ene)amigo, país refugio― han sido los geolocalizadores de los zulos. Determinar cuántas y qué armas será labor de la Policía y, sobre todo, de la Guardia Civil. Si les dejan y, llegado el caso, si (nos) lo creemos.
He ahí parte del problema. Que esto se ha convertido no ya en cuestión de fe sino de ideología.
Hasta ahí la noticia (casi un breve, en la sombra de lo que fue el Telediario de referencia). Y hasta ahí el simbolismo, tendente a cero. Como era de esperar al ir encabezado por un sintagma tan hortera como “artesanos de la paz”, a la altura de aquellos “soldados del amor” con los que Marta Sánchez amenizó la Nochebuena de 1990 a las tropas españolas estacionadas en la fragata Numancia en la primera Guerra del Golfo.
Un colega de departamento me ha preguntado por la indiferencia con la que se sigue al sur de la frontera lo que también se ha llamado “el final del proceso” (el vasco, sobre la versión catalana del mismo, no me ha preguntado, it is very difficult, me ha dicho).
Le he respondido que es doloroso y que tenemos todavía la memoria a flor de piel. Y ahí reside la otra parte del problema. He mentido. O no le he dicho toda la verdad. Creo, en primer lugar, que esa indiferencia es lógica. Objetiva: no ha existido tal proceso, más allá de varios intentos fracasados en el pasado llevados a cabo por todos y cada uno de los gobiernos de la democracia. ETA entrega ahora las armas unilateralmente porque ya no le sirven, porque le son un problema. Igual que el 20 de noviembre de 2011 tres tipos encapuchados y con txapela nos dijeron a todos los ciudadanos que podíamos salir tranquilos a las calles. No le sirven porque ha perdido. Ha sido derrotada. Por todos, escojan ustedes: la Policía, la Guardia Civil, las víctimas (propias y ajenas) y hasta por esa cursilada que tanto repiten los políticos, la democracia. En fin, por la sociedad en general y la vasca en particular. El mismo pueblo cuya nuca colocó frente al cañón de una Browning o sobre veinte kilos de amonal con el pretexto de salvarlo. De liberarlo.
Si algo nos enseña la historia es que en nombre de la civilización y el amor al prójimo se cometen las peores atrocidades.
ETA entrega ahora las armas unilateralmente porque ya no le sirven, le suponen un problema porque ha perdido. Ha sido derrotada por todos: la Policía, la Guardia Civil, las víctimas (propias y ajenas) y hasta por la democracia
He ahí donde reside una de las mayores falacias que han sobrevivido más de medio siglo de historia con ETA. El terrorismo no fue la consecuencia lógica de un conflicto (existente). El terrorismo (cuyo único objetivo es generalizar el terror (olvídense de ropajes) fue su degradación más absoluta. No es la misma ETA la de los setenta (amnistiada en parte) que la de los 80 (la más dura); ni esta que la de los 90 (la socializadora del sufrimiento). La última que ahora entrega las armas es solo la farsa en la que ha devenido la tragedia.
Pertenezco a esa generación a la que le salieron los dientes en los llamados años del plomo. No soy vasco. Sí producto de un país con esquizofrenia identitaria que compartimos gallegos, vascos y catalanes. Todo lo que sé de ETA lo sé por los libros, las películas y los periódicos. Mi memoria de ETA es cultural y también comunicativa y por eso un artefacto tan impreciso como selectivo. Solo han pasado cinco años y es sorprendente lo que uno es capaz de recordar. Y lo que no.
Me acuerdo ―claro, punto de inflexión― del asesinato de Miguel Ángel Blanco, de que estaba de camping con mis amigos y la náusea fue tan general que el lugar se fue vaciando poco a poco y hasta nosotros decidimos volver a casa esa misma tarde. Me acuerdo de las manos pintadas y me acuerdo de haberme emocionado con los ertzainas sacándose los pasamontañas, defendiendo, paradojas, una sede de HB. No me acuerdo si todavía se llamaba así entonces.
Me acuerdo de Hipercor.
Y tengo que hacer esfuerzos para acordarme de: Ordóñez, de Múgica Herzog y de Tomás y Valiente.
Me acuerdo de Fernando Buesa y de su escolta (sin nombre).
Me acuerdo de la cara demacrada de Ortega Lara y me acuerdo de que pensé en Si esto es un hombre, de Primo Levi.
Me acuerdo de José Luis López de Lacalle porque entonces estudiaba Periodismo y también me acuerdo de los dos escoltas que acompañaban a José María Calleja, que se quedaban fuera de clase y se sentaban en la mesa al lado en la cafetería.
Me acuerdo de la voz de Ernest Lluch, apagada a tiros.
Me acuerdo del bigote mosquetero de Joseba Pagazaurtundua y me acuerdo, claro, de la fuerza de la hija de Isaías Carrasco.
Me acuerdo del Audi de Aznar. Creo que no quiero acordarme de lo que pude haber pensado/dicho aquel día. Y me acuerdo del Ibiza destrozado de Eduardo Madina y me repugna cuando hoy le escupen (a conveniencia) en Twitter.
Pero también me acuerdo de Lasa y Zabala. De Intxaurrondo y de Galindo, Vera y Barrionuevo. Del Señor X y de los fondos reservados. De los GAL y de batallones varios. De que tuvo que “decidir si se volaba a la cúpula de ETA”. De que dijo —dice— no. Y de que no sabe “si hizo lo correcto”. Yo sí, porque eso es lo que nos diferencia de ellos.
Me duele no acordarme de más, pero ya dice Ray Loriga que la memoria es como un perro tonto, que le tiras un hueso y no sabes qué te va a traer de vuelta. Por eso también me acuerdo del proceso de Burgos y de la fuga de Segovia. Y también me acuerdo de Carrero Blanco volando hasta el infinito más allá (gracias a Gillo Pontecorvo).
Pero no me acuerdo de los anónimos. La inmensa mayoría. Hasta 829 personas.
Me acuerdo de Aznar hablando de “Movimiento Vasco de Liberación Nacional” y me emociono, claro.
No me acuerdo de la cifra de torturados, apaleados, escupidos, insultados, apartados, extorsionados, amenazados, silenciados. De unos y de otros. Me acuerdo de Yoyes.
Me acuerdo de cómo a un amigo vasco le rajaban día sí día también las ruedas del coche fuera de Euskadi. Y me acuerdo de cómo se empezó a romper la amistad con unos (entonces) amigos navarros cuyo padre era un policía jubilado y de cómo me miraron porque en una cena en su casa me atreví a brindar por un final recién estrenado.
Me acuerdo de haber llamado a alguien terrorista, como a mí me decían narco. A gritos con la mirada.
Me acuerdo de que la policía francesa me paraba por sistema en la autopista por culpa de mi matrícula española.
Me acuerdo de haber cantado como poseso Sarri, Sarri de Kortatu, en los bajos del Avante. Y me acuerdo de pagar las Estrellas más caras que en ningún otro bar por la causa, cualquiera que fuera esta.
Me acuerdo de: Días contados y La casa de mi padre, de Asesinato en febrero y de Tiro en la cabeza. Me acuerdo de La pelota vasca. Me acuerdo de 100 metros y de Martutene (donde está casi todo). Me acuerdo de Asier y yo y, ahora, también de Patria, pese a todo.
Me acuerdo de haber leído en un reportaje de Nacho Carretero: “Claro que las cosas están mucho mejor. ¿Ves a este chaval? —pregunta señalando con la cabeza a su amigo, que luce flequillo y pendientes de aro en las orejas— Pues es hijo de guardia civil. Y no pasa nada”.
No pasa nada (ahora) con la misma normalidad con la que antes sí pasaba.
Mientras recordamos hablamos de “la lucha por el relato”. Sin sangre sobre el asfalto, pero quizás una batalla no menos cruenta. Qué y cómo vamos a contar lo sucedido cuando ya tenemos a una nueva generación en marcha que por primera vez ha nacido sin la amenaza. ¿Será capaz de recordar? Al fin y al cabo, los viejos olvidan, como dice Shakespeare por boca del rey en Enrique V. Tarde, pero olvidan, añadiría.
La misma indiferencia que un día le fue cómplice acabó por matar a ETA
Cuando la distancia nos permita comprender y contar esta historia (es probable que necesitemos a esa generación) podremos ver una de las paradojas de lo que ha supuesto ETA. La misma indiferencia que un día le fue cómplice acabó por matarla. Llegó un día en el que el pueblo vasco (en particular) dejó de considerar procedente (salvo a una minoría) que las ovejas descarriadas siguieran moviendo el nogal porque los supuestos frutos a recoger eran un puro espejismo detrás del cual no había nada. Oh, sorpresa.
Ahora, se trata, dicen, de mantener viva la memoria. Como si fuera poco, incluso fácil; especialmente sabiendo que esa “memoria colectiva” no es más que un constructo social dependiente de muchos factores, comenzando por la hegemonía del grupo que la(s) construye.
Y están las víctimas. ¿De primera? ¿De segunda? Las “no-víctimas” de “la tortura no existe, es una simple estrategia”, como reza todavía la versión oficial pese a lo que digan: médicos forenses, sentencias judiciales, informes de organizaciones internacionales y el sentido común. O incluso un presidente del Gobierno que, efusivamente, recomienda la lectura de la novela de moda que las recoge, de pasada, pero sin escatimar detalle.
Será en todo caso labor de homines agentes, en la terminología de Winter y Sivan, hacedores de memoria(s) colectiva(s). Personas con autoridad (historiadores), pero sobre todo escritores, creadores de “cultura”. He ahí el disparo de Jokin Muñoz, otro escritor (este en euskera y por eso menos sospechoso, quizás, que Aramburu) que también ha tratado el tema de ETA en su obra y al que cita Edurne Portela en El eco de los disparos.
“La sociedad vasca es una sociedad enferma, aletargada. Esa sociedad enferma ha llegado a aceptar como parte de su cotidianidad determinadas barbaridades. Era cotidiano sembrar de pancartas la plaza del pueblo en fiestas, sin que nadie osara tocar ninguna de ellas. Era cotidiano lanzar vivas a ETA y pedirle que siguiera matando. Era cotidiano enviar, a modo de aviso, dos balas dentro de un sobre al concejal de tu pueblo que no casaba con tu ideología. Todo eso, al ser cotidiano, parte del entorno, estaba socialmente metabolizado. Era normal. Y en ese gran frenopático no se tenía excesiva conciencia del dolor que generaba la violencia, porque los actores de la misma ―víctimas y verdugos― eran otros”.
He ahí la relativa importancia de la novela de Fernando Aramburu, por ser simplemente la más reciente (y publicitada) hasta la fecha con 150.000 libros vendidos (un 20% en Euskadi, según Tusquets). Dejando a un lado su calidad literaria ―mucho menor de lo que dicen las críticas más efusivas—, creo que se trata de un artefacto cuya incomodidad reside en un solo personaje: la víctima. Es Txato-víctima el que se acabará imponiendo al “Txato-vasco”, al “del pueblo”, al “no-explotador”, al de “yo solo me dedico a trabajar” y de “ya he pagado y tiene que ser una equivocación”. Credenciales inútiles, las expuestas por el Txato de ficción cuando se convierte en uno de esos “otros” a los que aludía Muñoz. El “somos cómplices de lo que nos deja indiferentes”, que decía George Steiner, es aplicable al Txato antes de ser víctima.
Fuera de las novelas también hay acusaciones de complicidad, múltiples y variadas hasta llegar a la peor versión de todas: que te coloquen (unos y otros) el cartel de “equidistante”. Como si a estas alturas comprender (bienvenidos, por fin) fuera lo mismo que justificar. Como si Hannah Arendt —que lo sufrió en carne propia— no nos hubiera explicado ya la banalidad del mal, por extensión, personificado en un jubilado con txapela y pendientes y más de una decena de cadáveres a las espaldas.
Me pregunto quién recuerda a un (hoy) presidente acusar a otro de “traicionar a los muertos”. Incluso de “ser cómplice” de los asesinos en la banalización suprema: el todo es ETA, hasta la náusea.
Por eso es relevante una nueva construcción de la memoria sobre una ETA que, como escribe Nicolas Buckley, “nos sitúa ahora precisamente en un terreno no demasiado confortable para ninguno de nosotros”. Porque cuando Otegi dice “no tratemos de hurgar en determinadas heridas porque eso no va a traer nada bueno a este país” y que es mejor “mirar al futuro” no se coloca en un lugar diferente al de esa derecha española que insiste en no reabrir las fosas por la misma razón. Cuidado también con lo de equiparar a las víctimas porque “hubo cosas malas en los dos bandos”. Si habrá triunfado la Cultura de la Transición que hasta se la ha tragado el líder de la izquierda abertzale (ese totum demoníaco y, generalmente, sin matices).
Nada hay más vacío e inútil que esa cantinela de petición de perdón colectiva convertida en puro postureo político
Hay quien habla de perdón e incluso de reconciliación. Dos palabras gigantes de significado mínimo, puramente personal. Por eso nada más vacío e inútil que esa cantinela de petición de perdón colectiva convertida en puro postureo político. El perdón es un concepto sospechoso por cuanto que, como señalaba Derrida, siempre que “esté al servicio de una meta, por noble o espiritual que esta sea (indulto o redención, reconciliación, salvación […] entonces el ‛perdón’ no es puro”. Aun íntimo y voluntario, el perdón conlleva un peligro: la normalización del crimen. Si perdono, normalizo un hecho de por sí imperdonable. De ahí que la reconciliación sea por su propia naturaleza imposible más allá de la puramente deseable convivencia.
Me acuerdo de lo lejos que estamos todavía cuando leo lo que han dicho unos y otros del norirlandés Martin McGuinness.
En el bar de Twitter leí este fin de semana una frase heladora (otra): “La paz es la continuación de la eta (sic) por otros medios”. Además de una bisoñez que asombra, sirve de toque de atención ante los peligros que enfrentamos. Lo viene de advertir David Rieff en su interesante Elogio del olvido: es posible tener la paz sin justicia, incluso justicia sin perdón.
Al menos ya hay algo sobre lo que comenzar a construir.
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Autor >
Diego E. Barros
Estudió Periodismo y Filología Hispánica. En su currículum pone que tiene un doctorado en Literatura Comparada. Es profesor de Literatura Comparada en Saint Xavier University, Chicago.
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