La caja crítica
Autorreseña (I): un novelista de centro
Si consideramos la reseña como la prueba de una lectura sofisticada y pública: ¿qué diría de sí mismo el autor? ¿Sabría leerse? ¿Aflorarían fantasmas, coqueterías, miedos?
Gonzalo Torné 3/04/2017
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Detalle de la portada de ‘Años felices’.
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Hasta en cuatro ocasiones distintas hemos escuchado a Gonzalo Torné declarar que se considera un “artista de izquierdas”. Que los escritores españoles simpatizan mayoritariamente con la izquierda es cosa sabidísima, con independencia de lo que tal cosa suponga y a lo que comprometa. En cierto sentido, cuando se trata de leer (y juzgar) sus novelas es casi tan irrelevante a quién votan como a qué dedican su tiempo libre. Cuando se trata de escritores, lo que cuenta es lo que pretenden hacer con nuestro tiempo.
Lo significativo de la declaración es cómo se combinan “artista” y “de izquierdas”, de manera que, si no es una mera coquetería, presupone que el “de izquierdas” se filtra en la obra artística, condiciona la elección de los materiales y su organización; la ilumina como un propósito.
De las virtudes (supuestas y figuradas) y defectos de Años felices ya se ha escrito hasta la saciedad. Que no espere nuestro aplauso: cualquier escritor con tres o cuatro novelas a sus espaldas puede provocar con las palabras el efecto que se proponga. Mucho más difícil es que decida (o descubra) qué quiere provocar y se atenga con rigor al plan. Sin más rodeos: ¿es Años felices una novela de izquierdas? Porque, ¿qué otra cosa va a querer un “artista de izquierdas” que escribir una novela de izquierdas?
Una novela “de la crisis” no será política si lo que se nos cuenta es la merma personal (ensimismada) que ha supuesto la pérdida de un trabajo o de un piso
Propongamos un modesto (modestísimo) acuerdo de mínimos sobre lo que supone ser un “artista de izquierdas”. En primer lugar, alguien interesado en el espacio común y en sus tensiones y en lo que allí se dirime. En segundo lugar, alguien que, además de creer en la igualdad de oportunidades, en un reparto equitativo de los bienes y en la difusión universal de estos beneficios sociales, es capaz de sustentar historias y visiones del ser humano compatibles (o que posibiliten o contribuyan o precipiten) con la expansión de estas ideas.
Si atendemos a otra de las declaraciones recurrentes de Gonzalo Torné, no deberíamos considerar políticas las novelas que escamotean lo que debería dirimirse en el espacio público apelando a la sensibilidad familiar o individual. Por mucho que la crisis tenga una causa política, una novela “de la crisis” no será política si lo que se nos cuenta es la merma personal (ensimismada) que ha supuesto la pérdida de un trabajo o de un piso, como una década antes se contaba el abandono de una novia o una crisis creativa. Y tampoco deberían contar como políticas aquellas novelas que al abordar la Guerra Civil tratan de suturar en el teatrillo familiar (el abuelo facha, hay que ver lo bueno que era, qué aventurero, si en el fondo todos somos personas) problemas y situaciones de alcance público. De hecho, esta clase de textos supone un abaratamiento notable de asuntos que exigirían del novelista político (de izquierdas o de derechas) cierta depuración analítica de las condiciones y responsabilidades, y audacia imaginativa para entrever caminos de salida. Esta clase de escritores deja en el paladar de la mente el mismo sabor vergonzoso que el yonki que irrumpe en pleno debate sobre la legalización de las drogas esgrimiendo como argumento decisivo para la prohibición el testimonio (¡vivencial!) de su incontinencia.
Solo con gran esfuerzo consideraremos políticos libros como La noche de los tiempos o los Episodios nacionales de Almudena Grandes, pues en la medida en que de lo que se trata allí es de ilustrar con una serie de viñetas costumbristas, resueltas con gran solemnidad y no poca cursilería, versiones ya cristalizadas de la historia y las tensiones que la provocaron, sólo con indulgencia (la inercia del mercado y de los sellos editoriales) admiten tales libros la calificación de “novelas”, género al que se le presupone algún tipo de indagación histórica o existencial. “Aucas”, sería más apropiado.
Trazado este perímetro tentativo sobre lo que es y lo que no es “novela política”, y antes de detenernos en Años felices, hagamos un alto en Hilos de sangre, la primera de las novelas de Gonzalo Torné, donde se dirime algo así como un contraste entre las aceleradas vidas narcisistas que llevábamos antes de la crisis y el exigente y peligrosísimo clima moral que se espesa cuando a uno le pasa por encima una guerra civil. Es probable que el tonito de superioridad con el que Torné se proclama “artista de izquierdas” provenga de haber problematizado literariamente el coste moral de los vencedores sin recurrir a la ironía (el arma de los derrotados) ni al edenismo. Gabriel, el protagonista masculino de Hilos de sangre, es un tránsfuga que tras probar el coste de los perdedores se integra en el bando ganador mediante una serie de delaciones. El personaje está escrito con un deliberado cuidado (que se remonta años antes de verle convertido en delator) para evitar que nos resulte simpático o antipático, para convencernos de que ante todo Gabriel es un joven consciente, que todo lo que hace lo hace con los ojos abiertos, con cierto margen para decidir, aunque su vida y la de los suyos esté amenazada.
Debemos reconocer que ‘Hilos de sangre’ desmiente el prejuicio de que la comprensión es el preludio del perdón. Aquí todo se comprende y nada se perdona
El argumento exculpatorio de Gabriel es la propia fuerza de la vida. En un primer momento se escuda en que nada es más importante que salvar su vida y la de aquellos que ha decidido amar (este círculo benéfico no incluye a los amigos que traiciona y precipita a la muerte); después se remonta al instinto de supervivencia de los primeros humanos, a los pobladores prehistóricos, a los gases en busca de estructuras sólidas, al primer latido del universo. Allí donde dirige la mirada aprecia el mismo impulso de estar, de seguir estando, de perdurar. Este discurso exculpatorio lo vierte sobre Clara, su nieta favorita, como si necesitara la comprensión de un juez más joven, de una de esas criaturas fantásticas que seguirán aquí sosteniendo las historias, su sentido y su valor, cuando hayamos marchado. Y añade un argumento: ¿hubiesen preferido sus hijos que no delatase, que se hubiese dejado matar como tantos?, ¿hubiesen preferido no nacer?
Debemos reconocer que Hilos de sangre desmiente el prejuicio de que la comprensión es el preludio del perdón. Aquí todo se comprende y nada se perdona. Los tres hermanos le retiran el afecto y la palabra a Gabriel. El presupuesto de que el teatrillo familiar puede resituar a cualquier criminal en unas coordenadas más amables falla estrepitosamente. El opiáceo sentimental no aturde el juicio político. Si hay perdón, si hay conciliación y acuerdo, si de alguna manera podemos seguir adelante, se debe pasar antes por reconocer y asumir las faltas y los crímenes. Incluso después de escuchar la complejidad (familiar, íntima, existencial, política, cósmica…) de los atenuantes.
El presupuesto de que los vínculos de sangre pueden reorientarse en unas coordenadas más amables falla si hay conciliación, acuerdo y perdón; si de alguna manera puedes seguir adelante, no es por un reparto neutro de la culpabilidad, sino por un reconocimiento del crimen después de escuchar la complejidad (familiar, íntima, existencial, política, cósmica…) de los atenuantes.
Pero el libro tiene un renuncio que lo deja todo a medias. Clara rechaza la memoria de Gabriel, rompe con él, lo desaloja de la posición de privilegio que ocupaba en el pabellón simbólico de la familia Montsalvatges, pero no reniega de la herencia material; enterrado el cadáver de Gabriel, se apropia del espacioso piso de la calle Balmes, el primer botín de la carrera delatora de su abuelo.
Casi podemos escuchar las protestas del autor: ¿dónde se ha dicho que Clara tenga que ser una figura ejemplar? ¿No es un rasgo de verosimilitud psicológica que acepte el piso? Bien, el artista quizás pueda permitirse inclinarse ante la “verosimilitud”, pero del “artista de izquierdas” esperamos que elija mejor dónde decide separar lo “verosímil” de lo “ejemplar”, en tanto que al trabajar con figuras de su imaginación el corte depende exclusivamente de él. Por no andarnos más por las ramas: ¿qué otra cosa es esta concesión a la “verosimilitud” sino un fracaso estético?
No necesitamos “artistas” para exponer que los hombres pueden ser egoístas o mezquinos, nos basta con las series sensacionalistas, las crónicas rutinarias o las columnas publicitarias. No vamos a negarle a Gonzalo Torné su condición de artista, cada uno con sus fantasías, pero ¿al mismo artista capaz de volver “verosímil” la escena en que Clara somete a un gélido rechazo a su abuelo moribundo no deberíamos exigirle que encontrase una manera de que volviese creíble, estimulante y “ejemplar” la renuncia de esa misma Clara a una herencia criminal?
Las cosas no andan mucho mejor para el artista de izquierdas en Años felices, una novela que admite ser leída como una versión romántica y suave de Hilos de sangre: también aquí tenemos cinco secciones, un cambio de tono y género de la voz narrativa en la cuarta parte, y se obliga al lector a recorrer un círculo parecido de asuntos: decepción, desengaño, traición… Aunque trasladados a otro país, lejos de los lazos familiares, en un clima político menos exigente, en un clima anímico que juega a convencernos de que todo es posible…
La “denuncia” (otra marca no siempre fiable de la novela de izquierdas) se proclama aquí recién traspasada la página 100. Alfred Montsalvatges huye de la ruina moral que han provocado su hermano Gabriel y los suyos en Barcelona. La novela no desmiente que de este “sacrificio” emane el carisma que le convierte ante los cuatro chicos que lo reciben en Nueva York en un príncipe de esperanza. Así que, aunque de manera mucho más indirecta que en Hilos de sangre, de nuevo es una tensión política la que pone en marcha el relato. Y como sucedía con Gabriel, también aquí Alfred se lanza con los ojos abiertos a construir la utopía mundana (una vida amable) con la que espera replicar el mundo de sombras donde reina Gabriel.
¿Nos bastan estas generalidades para aceptar que estamos ante la novela de un “artista de izquierdas”? Para los indecisos tenemos más declaraciones (¡qué manera de declarar los escritores vivos!): Gonzalo Torné también apela a cierto experimento político. Según él los personajes tratan de vivir según los valores de la amistad y la juventud (la cooperación, el altruismo…) y para ello les ha concedido las mejores circunstancias para que tengan éxito; si fracasan (y vaya si fracasan) es porque viven en un mundo dominado por un juego de valores contrario: tanto tienes tanto vales, preocúpate por ti…
La trampa es doble. El supuesto experimento social es pura ilusión. Pese a lo “óptimo” de las circunstancias en las que se mueven, los jóvenes personajes no tienen la menor oportunidad de salirse de la dirección que les señala el novelista. No hay aquí la menor indeliberación. Si la hipótesis se cumple, si las leyes del “egoísmo” se imponen, no es porque tengan más fuerza fuera de la novela o porque no haya otro remedio que acatarlas. El único responsable es quien lo permite, quien así lo decide, quien lo fuerza. ¿Es esto todo lo “de izquierdas” que nuestro artista puede imprimir en la novela: la constatación de que los valores de neoliberales se imponen? ¿No se da cuenta de que al revelarse impotente como artista para volver “verosímil” lo “ejemplar” contribuye a afianzar como “ejemplar” lo verosímil?
Demasiada cuenta se da. Ya decíamos que aquí no se trata de dudar de las inclinaciones políticas de Gonzalo Torné, sino de su capacidad para transmutarlas en material novelesco. Es la presunción de ser un “artista de izquierdas” lo que reprobamos. Buena prueba de que entiende y ha previsto todo lo que aquí expongo es la frase final del libro, ese emotivo “solo me gustaría que el mundo no fuese así” con el que pretende sustituir la batalla día a día, calle a calle, por una impugnación a la totalidad que a efectos prácticos cuesta demasiado distinguir de una pobre (el artista escribiría “pálida”) resignación. Todo aplazado hasta el día de la refundación del mundo. Los que frecuentamos al autor sabemos que en ocasiones apela a una tercera novela (que por descarte tratará de Amanda Montsalvatges indagando en la vida de Jonás Montsalvatges) donde la materia de los dos libros anteriores se revelará retrospectivamente como un inequívoco proyecto de izquierdas. A la espera de ese momento deberá seguir conviviendo con nuestras opiniones igual que nosotros convivimos sus libros.
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Autor >
Gonzalo Torné
Es escritor. Ha publicado las novelas "Hilos de sangre" (2010); "Divorcio en el aire" (2013); "Años felices" (2017) y "El corazón de la fiesta" (2020).
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