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Literatura moral versus crítica formal

La novela empieza donde falla o no alcanza la moral convencional (la de las normas fijas, la de los dogmas): es una exploración de tierra incógnita

Roberto Valencia 19/04/2017

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La escritura va de la vida. La novela va de la vida. La moral va de la vida. Pero la lectura no siempre va de la vida, tampoco la crítica. En ocasiones, el peso del formalismo resulta tan excesivo a la hora de descifrar la obra, que ahoga el pálpito original de la expresión literaria, y también su extensión, su impacto en la subjetividad de sus lectores. Y así es como se prioriza resaltar el mecanismo de la obra, la audacia del escritor, su inserción inmediata en el glorioso panteón de los ingeniosos manipuladores de la sintaxis o de la estructura. La literatura como técnica.

El reconocimiento de formas y estrategias técnicas y su posterior clasificación taxonómica no agotan el sentido de una novela. De hecho, hay que pensar detenidamente si, en un sentido estricto, las formas y estrategias técnicas de una novela son en sí mismas partes constituyentes o si forman parte de su esencia. Si conforman argumentos que se encadenan según un proceso deductivo bajo la excusa de la ficción. Esto es lo que hay que pensar para una correcta fundamentación: dónde se encuentra el nervio ético de la novela. De momento, diremos que las formas y estrategias son medios subalternos –sublimes, si se quiere; inspiradores, si se quiere; placenteros, si se quiere– que posibilitan la indagación moral por parte del escritor y de los lectores.

Tomemos como ejemplo Lo que Maisie sabía, de Henry James. Todo el énfasis centrado en la perspicacia del escritor, que tan exóticamente articula el punto de vista de la narradora. El reconocimiento crítico se carga entonces sobre la voz de una niña que el escritor –¡un vocero!– pretendía imitar y no pudo, o no supo, o no quiso. O que se propuso una suerte de paradoja metodológica: que una voz adulta tome el cuerpo de una niña como sofisticado juego formal. Así que inmediatamente surgen los contraejemplos: “Al escritor hay que admirarlo cuando pretende que hable una niña y ventrilocua exactamente con su estilo ese tono de niña”. O: “Al escritor se le admira cuando pone en juego esta contradicción: niñas que disertan como catedráticos de Filosofía”. Pero, ¿no va dicha novela de las consecuencias de un divorcio, de una hija no demasiado amada? ¿No es ésta la verdadera dimensión del libro? ¿Qué crítica se hace cargo de esto?

La metáfora del gimnasio. Hay novela moral cuando ésta se constituye como un lugar donde nos ejercitamos para salir a la vida. Sin riesgos físicos, sin culpabilidad, sin consecuencias fácticas en el intrincado y problemático y exasperante tejido de las relaciones sociales. Tan sólo siguiendo el curso de las líneas impresas: sintiendo rabia (¿por qué?, deberíamos preguntarnos) cuando toca, sintiendo pánico cuando así lo dispone la trama (¿por qué lo hacemos?), sintiendo ira en el momento en el que se interpela nuestra subjetividad (¿por qué esta ira?), etc. Aunque, por otra parte, la lectura de una novela también es vida, porque la virtualidad de ese ejercicio nos pone a prueba a cada instante de la experiencia virtual, así como durante la recapitulación posterior.

Hay novela moral cuando ésta se constituye como un lugar donde nos ejercitamos para salir a la vida. Sin riesgos físicos, sin culpabilidad, sin consecuencias fácticas en el intrincado y problemático y exasperante tejido de las relaciones sociales

Moral, como morada. O ética, si se quiere, que proviene de ethos: lugar donde se cobijan los hombres. La moral, entonces, es el lugar que se habita. La moral no como un conjunto de reglas fijas que determinan inexorablemente la relación social, sino la moral como la atención continua al comportamiento propio (que es la casa que habitamos). Esa moral que se instala en la novela y no pretende del lector el examen maniqueo de las acciones de los personajes: lo que está bien y lo que está mal (bien, ¿bajo qué criterio?; mal, ¿según qué valores?), sino que persigue el examen meticuloso de sus emociones, de sus rutinas, de sus reflejos conductuales, de sus resortes, de sus fundamentos. La novela moral no como un catálogo de horrendas transgresiones –aunque también– sino como el detallado, el microscópico y extenso desarrollo de las emociones de los personajes, que se observa como el más productivo de los espectáculos: ¿por qué este acceso de rabia?, ¿cómo este egoísmo?, ¿de qué modo está fabricada esta frivolidad?, ¿de dónde surge la venganza?

Dicho de otro modo: la moral tradicionalmente se ha concebido como un sistema de reglas que se aplica sobre un sistema de excepciones: la vida. Pero la vida es cambiante, inestable, fugaz. No se deja inscribir completamente en ningún formato, ni siquiera en el registro emocional de la memoria. La vida como líquido que se derrama en las manos. La novela, por su parte, ofrece la paradoja de que permite que se inscriba un movimiento similar a la vida sobre su superficie de palabras escritas: también un afluente cambiante y también escasamente sujeto a normas preestablecidas. El milagro de la ficción es que se fija sobre el papel el aspecto cambiante de la vida, así como las tentativas morales de los personajes, que actúan sobre el sustrato cambiante de la ficción. La novela como permanencia de este aliento.

El milagro de la ficción es que se fija sobre el papel el aspecto cambiante de la vida, así como las tentativas morales de los personajes, que actúan sobre el sustrato cambiante de la ficción

El nervio moral de una novela no debería de ser edificante, puesto que no persigue trasladar a una obra escrita un sistema moral estructurado y preexistente. De hecho, las novelas que aquí consideramos como morales suelen protagonizarlas personajes nada edificantes, lo que es la mejor prueba de que estos artefactos no funcionan bajo la premisa de la ejemplificación. Pero, por otra parte, la novela moral tampoco debería ser discursiva como la filosofía. Ni teórica, ni sistemática. Ni exhaustiva, ni estructural: una novela moral como la que aquí se trata de definir (hay más, no obstante) solo debería mostrar, sólo enseñar, sólo desvelar. Y ahí terminaría su instinto.

Al enraizarse con la premura y la especificidad de la vida, la novela ofrece una indagación más profunda y compleja de los problemas morales que el estudio en condiciones de laboratorio que propone la filosofía. Eso sí, comparte con la mejor filosofía ética su condición de disciplina formal: la una ofrece procedimientos, la otra ejemplos. Ninguna de las dos fijan valores indiscutibles, tan solo proporcionan esquemas argumentativos e historias de ficción. Imperativos categóricos y relatos. Dos formas de praxis.

la estilización de la novela es el requisito necesario para sacudirse el abrazo de la moral convencional, para salir del aparentemente nimio y superficial escenario de lo cotidiano, donde “nada sucede” 

La novela empieza donde falla o no alcanza la moral convencional (la de las normas fijas, la de los dogmas): es una exploración de tierra incógnita. De hecho, la estilización de la novela es el requisito necesario para sacudirse el abrazo de la moral convencional, para salir del aparentemente nimio y superficial escenario de lo cotidiano, donde “nada sucede” y donde, sin embargo, los conflictos no dejan de actuar subterráneamente. El humor, la exageración o la caricatura rasgan la aparente continuidad de “lo normal”, la insípida costumbre social sobre la que encuentran justificación tantos dogmas.

Una novela preocupada por la naturaleza ética de los problemas vitales exige una respuesta crítica: acompasar la lectura con la reflexión vital de lo leído. Pero también exige distancia: ningún sentimiento contenido en una novela debería de considerarse definitivo, ningún sentimiento provocado por una novela es el último. No son leyes lo que queda inscrito en el papel de la ficción.

El descubrimiento de una forma nueva o el razonamiento de un estilo nuevo son ejercicios de alta crítica literaria (porque el estilo literario, cuando es competente, también captura la complejidad de la vida). El reconocimiento posterior no lo es tanto (clasificar no requiere la intervención de ningún talento especial). El reconocimiento de formas y de estrategias técnicas y su posterior clasificación taxonómica no agotan el sentido de una novela (pero esto ya lo dijimos al principio).

¿Cómo nos las arreglamos cuando las situaciones son demasiado complejas y específicas para resolverlas aplicando fósiles morales? Esta es la pregunta de la novela moral que aquí hemos tratado de resaltar (y ahí más tipos de novelas morales o de novelas éticas, digámoslo otra vez). O si se prefiere: ¿cómo vivir?

La respuesta crítica a una novela moral es la lectura.

¿Puede alegorizarse o condensarse en un ejercicio crítico esta lectura privada? Creemos que sí. Pero, ¿quién se hace cargo?

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Roberto Valencia (Pamplona, 1972). Como escritor ha publicado el libro de relatos Sonría a cámara (Lengua de trapo, 2010) y el volumen de entrevistas Todos somos autores y público. Conversaciones sobre creación contemporánea (Letra última, 2014). Desde 2009 coordina el Foro Auzolan, programa estable de actividades literarias que tiene lugar en la librería Auzolan, de Pamplona.

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