El malentendido de la experiencia
Retomando el debate abierto por Unai Velasco en torno a la nueva poesía juvenil, este artículo plantea una reflexión sobre el valor de la experiencia y la función de la literatura
Andreu Jaume 12/04/2017
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Más allá de las polémicas urgentes y mercantiles, el fenómeno de la nueva poesía juvenil, muy bien descrito y analizado por Unai Velasco en su artículo “50 kilos de adolescencia, 200 gramos de Internet”, invita a reflexionar en serio acerca del concepto de experiencia que parece orbitar en torno al supuesto género poético al que quiere adscribirse esta rentable efusión lírica. Desde finales del siglo pasado, como es bien sabido, empezó a llamarse “poesía de la experiencia” a la obra de un grupo de poetas –Luis García Montero, Álvaro Salvador o Javier Egea– que pretendían renovar el imaginario poético español cultivando un tono desinhibido y conversacional, libre de las constricciones simbolistas y que intentaba enlazar con lo que habían hecho algunos poetas de la generación del 50, sobre todo Ángel González, José Agustín Goytisolo, Carlos Barral o Jaime Gil de Biedma. Y fue precisamente Gil de Biedma quien en sus ensayos había adoptado los postulados críticos del profesor Robert Langbaum en su estudio The Poetry of Experience, publicado en 1957 y que en España no se tradujo hasta 1996. Desde entonces, bajo la denominación de “poesía de la experiencia” se ha clasificado toda una corriente poética, de muy diversa calidad e intención, que se ha opuesto espuriamente a una improbable “poesía del silencio” que habría fundado José Ángel Valente.
Se trata, en realidad, de un malentendido que evidencia la superficialidad con que a menudo se ha discutido la literatura española en las últimas décadas. El libro de Langbaum es, principalmente, un estudio detallado sobre la evolución del monólogo dramático desde Shakespeare hasta las vanguardias, con especial hincapié en el romanticismo, cuando se empezaron a ensayar las teorías que han dominado toda la poesía moderna. El análisis de la apropiación romántica de los monólogos de Shakespeare permite a Langbaum concluir que la doctrina fundamental de la poesía escrita en los siglos XIX y XX se basa en un divorcio entre experiencia e idea. Una vez liquidado el ideal sagrado de la naturaleza, el mundo requiere una nueva forma de expresión. Los poetas ya no pueden cantar una idea universal del amor o de la divinidad, como hacían Dante o Petrarca, sino que tienen que dejar muy clara la distancia que les separa de la naturaleza, integrando, por un lado, hechos y objetos y, por otro, reflexiones secundarias y analíticas. En ese sentido, toda la poesía moderna es poesía romántica, desde Wordsworth, Hölderlin y Leopardi hasta Eliot, Rilke, Paul Celan o John Ashbery. La forma que ha tomado ese quiebro ha conocido por supuesto expresiones muy diversas, que van desde la oscuridad más críptica hasta la transparencia casi periodística, dependiendo del ámbito –experiencia o idea– que se haya elegido como forma de averiguación. La supuesta “poesía del silencio”, por ejemplo, habría preferido el camino de la idea y la abstracción, pero el punto de partida es el mismo.
La voz que habla en un poema, aun cuando responde a la identidad convencional y pública del poeta, es siempre imaginada, aunque solo de vez en cuando sea imaginaria
Ocurre al mismo tiempo que la noción de experiencia inmediatamente se asocia con lo autobiográfico y confesional, una ecuación que ha desvirtuado muchas veces la lectura de poesía moderna. El vicio de identificar la voz que habla en un poema con la voz del poeta, que no siempre coinciden, ciega al lector –que a menudo, para complicar las cosas, suele apropiarse de esa voz como si fuera la suya– frente a la representación escénica que está teniendo lugar en el poema. La voz que habla en un poema, aun cuando responde a la identidad convencional y pública del poeta, es siempre imaginada, aunque solo de vez en cuando sea imaginaria. Wordsworth y Coleridge elaboraron muy conscientemente vivencias y recuerdos propios en una poesía cuya aparente espontaneidad no tiene nada de improvisado y sincero. Y en la generación siguiente, Robert Browning –un poeta muy estudiado en el libro de Langbaum– reaccionó contra esa asociación entre experiencia y autobiografía dando voz en sus poemas a personajes históricos como Andrea del Sarto o Fra Filippo Lippi, para dejar clara la distancia imaginativa entre el poeta y su obra. Parte de la dificultad que muchos lectores encuentran en la poesía clásica estriba en que de pronto se ven incapaces de mantener esa fácil y pueril identificación con la voz del poema, perteneciente todavía, en ese estadio previo a la modernidad, a una cosmovisión que ya se ha desintegrado y que nos obliga por tanto a hacer un esfuerzo de restauración interpretativa. Nadie, en tiempos de Dante, hubiera podido hablar de experiencia para diferenciar entre sus paseos por los alrededores de Lucca –descritos con detalle en la Comedia– y sus visiones místicas –como la del dios que desde el fondo del mar levanta perplejo el rostro al notar el paso del Argo, el primer barco hecho por el hombre, y que le sirve para tratar de explicar el letargo que sufre ante la cercanía de la nueva divinidad–, puesto que todo, lo visible como lo invisible, lo leído igual que lo vivido, pertenecía a una misma forma de habitar el mundo. Tampoco en Shakespeare, para desesperación de sus biógrafos, se puede hablar de experiencia, porque en su obra no hay rastro de su persona, velada siempre por el fuego de su imaginación. La aparición de la experiencia poética –es decir, de la subjetividad– supone, en este sentido, la constatación de una pérdida que obliga al poeta moderno a delimitar muy nítidamente, una y otra vez, el espacio moral en el que se desarrolla el poema y a matizar psicológicamente, al mismo tiempo, la voz que habla. Es lo que ocurre cuando Wordsworth pasea por los alrededores de la abadía de Tintern, también durante el paseo de Hölderlin, un día de fiesta, por el campo recién llovido. O cuando Baudelaire mira furtivamente a una mujer de luto por las calles de París. Y por supuesto en las impersonaciones de Browning y Tennyson, pero también en los destellos verbales que emitió Emily Dickinson desde el rincón de su cuarto en Amherst. Y luego en la superposición de voces de La tierra baldíao en las reverberaciones de la mente acristalada de Wallace Stevens. Y sin duda en los poemas de Gil de Biedma y en los de Valente.
Cuando empezaron a escribir, tanto Gil de Biedma como Valente se dieron cuenta muy pronto –con una lucidez y una ambición que no se había dado en este país y que no se ha vuelto a repetir– de las lagunas de su propia tradición y enseguida se pusieron a trabajar para construirse una genealogía moderna. Los dos siguieron la pista de Cernuda, que al final de su obra se había emancipado del simbolismo francés en el que se había educado toda su generación y había descubierto el gran romanticismo europeo, con el inesperado precedente de Unamuno, que también había ensayado una poesía meditativa de origen romántico. Aunque luego su obra fue conceptual y estilísticamente muy distinta, tanto Gil de Biedma como Valente siguieron un camino crítico paralelo e incluso los dos fueron más allá del romanticismo y estudiaron, por ejemplo, la influencia de la mística española en los metafísicos ingleses, tratando de detectar los orígenes de una poesía del pensamiento que consideraron seminal para su propio proyecto. Es algo que también hizo, aunque de un modo más intuitivo que teórico, Claudio Rodríguez, seguramente, junto a Gil de Biedma, el mejor poeta que ha dado España en el siglo XX.
¿Qué queda de todo esto en la poesía española actual? Me temo que nada. Esa tradición romántica de la experiencia fue sustituida, a principios de la democracia, por la imitación de los aspectos más superficiales de la poesía de Gil de Biedma, que es en sí misma inimitable, ya que está hecha de un manejo tan virtuoso y particular de su habla que toda aproximación epidérmica se convierte en plagio. Su idea de experiencia se entendió además como simple vivencia desnuda, inmediata y turbulenta, como una especie de “realismo”, una categoría que deberíamos desechar para siempre, pues no sirve para explicar nada en literatura, ni en poesía ni en novela ni en teatro. El malentendido también salta a la vista cuando recordamos que el ejemplo poético por antonomasia, en el siglo XX al menos, era para Gil de Biedma una obra como los Cuatro cuartetos de Eliot, en puridad un ejercicio espiritual de ortodoxia anglicana cuyas preocupaciones no podían estar más alejadas de su mundo sensual. Gil de Biedma aprendió de Eliot de un modo en que nosotros deberíamos aprender de él.
Un poema es un orden de realidad distinto, una ficción –la ficción suprema, según Stevens– que puede estar hecha con materiales extraídos de la propia intimidad, de vivencias políticas, de figuraciones
Al hablar de poesía y experiencia, el propio Gil de Biedma decía que “a nadie le ocurre un poema”, como tampoco a nadie le ocurre una novela o una obra de teatro o una sinfonía. Un poema es un orden de realidad distinto, una ficción –la ficción suprema, según Stevens– que puede estar hecha con materiales extraídos de la propia intimidad, de vivencias políticas, de figuraciones o de intenciones ocultas. Como decía Auden, un gran poema de amor puede haber sido escrito con la finalidad secreta de quitarse de encima a una novia pesada. Lo que importa, como siempre en literatura, es el efecto que produce gracias a su arquitectura, a la relación que se mantiene con el lenguaje, a los desafíos más privados y al riesgo constante. La poesía es además una forma de pensar insustituible, quizá agónica o clandestina, pero real y asequible. Si la prosa cifra la musculatura de su pensamiento en la sintaxis, la poesía lo hace gracias al encabalgamiento y a la prosodia. Como dice Auden, otra vez, la poesía simplemente sobrevive, es una forma de acontecer, una boca.
La proliferación y el éxito de esta nueva poesía juvenil no tiene ni siquiera que indignarnos, aunque nos sorprenda. Se trata de una de las tantas exhibiciones a las que nos está acostumbrando la era digital y que está siendo bien aprovechada por el mercado. Y que algunos escritores como Benjamin Prado amparen y publiciten el fenómeno es incluso encomiable, pues se trata por su parte de un ejercicio de responsabilidad. No hay ahí ni un atisbo de experiencia, tan sólo la ornamentación de un enorme vacío interior, pese a lo cual se trata de un caso interesante, porque nos sirve también para reflexionar acerca de un problema que es cada vez más evidente y que podríamos definir como el agotamiento de la imaginación o el desplazamiento de la ficción.
Cada día oímos hablar de que las series de televisión están sustituyendo a la novela y de que la literatura ya pronto sólo servirá para la crónica o el relato autobiográfico, del mismo modo que el poema ha sido sustituido primero por las letras de cantautor –una cosa es, por cierto, escribir algo para que sea leído y otra muy distinta componer algo que para que sea cantado– y ahora por la prosa recortada que generan las urgencias de las redes sociales. En lo que respecta a las series de televisión, habría que preguntarse qué tipo de ficción se ha desplazado y si esa ficción no estaba ya desautorizada por la propia literatura como forma estéril e insuficiente de representación. Dejémoslo tan sólo apuntado, porque el asunto requeriría un artículo en sí mismo. Me interesa, en cambio, llamar la atención acerca de esa extraña sustitución de lo vivido por lo ficticio. Y ahí volvemos al problema de la experiencia. ¿Puede haber sujeto –o incluso vida moral– sin representación ficticia? Como decía Iris Murdoch, el hombre es una criatura que construye imágenes de sí mismo y luego intenta parecerse a ellas. ¿Qué vida hay realmente detrás de este coro de egos que cuenta constantemente sus peripecias o sus simples estupefacciones y a las que luego pretende constituir en obra literaria, ya sea utilizando el molde del poema o el molde de la novela? El abandono de la imaginación quizá esconda lo contrario de lo que pretende exhibir, es decir, una simple aniquilación de la experiencia de ser humano.
En un artículo escrito en 1933 y titulado “Experiencia y pobreza”, Walter Benjamin ya teorizó sobre el asunto, refiriéndose así a la sociedad que había surgido tras el trauma de la primera guerra mundial:
Una pobreza totalmente nueva ha caído sobre el hombre, al mismo tiempo que un enorme progreso de la técnica. Y el reverso de esa pobreza es la aplastante riqueza de ideas que surgió en las personas –o mas bien que se les cayó encima– al reivindicarse la astrología y la sabiduría yoga, la Christian Science y la quiromancia, el vegetarianismo y la gnosis, la escolástica y el espiritismo […] Pero, desde luego, es clarísimo: la pobreza de nuestra experiencia no es sino una parte de la gran pobreza que ha cobrado rostro de nuevo y tan exacto y perfilado como el de los mendigos de la Edad Media. ¿Para qué valen las ventajas de la enseñanza si no va unida a ella la experiencia? Y adonde lleva aparentarla o solaparla es algo que la espantosa red híbrida de estilos y cosmovisiones del pasado siglo nos ha enseñado con tanta claridad que debemos tener por honesto confesar nuestra pobreza. Sí, confesémoslo: la pobreza de nuestra experiencia no es solo pobre en experiencias personales, sino de la generalidad de la humanidad. Se trata de una forma de nueva barbarie.
Benjamin intuía el advenimiento de los totalitarismos y describía un principio de deshumanización y de pobreza íntima –de venta de la humanidad– que arquitectónicamente se traducía, a su juicio, en las propuestas de Paul Scheerbart sobre la necesidad de sustituir el acero por el cristal en la construcción de viviendas:
Volvamos a Scheerbart: concede gran importancia a que sus personajes –y a su ejemplo, sus compatriotas– habiten en viviendas convenientes a su clase: en casas de vidrio, desplazables, móviles, igual a los que después han construido Loos y le Corbusier. No por gusto el vidrio es un material duro y liso en el que nada se sostiene seguro. También es frío y sobrio. Los objetos de vidrio no tienen aura. El vidrio es el mayor enemigo del misterio. También es enemigo de la posesión. André Gide, gran escritor, decía:“cada cosa que quiero poseer, se me vuelve opaca”. ¿Personas como Scheerbart sueñan, quizá, con edificaciones de vidrio porque son testigos de la pobreza?
La incapacidad para imaginarnos revela una destrucción de nuestra experiencia, que ha quedado reducida a funciones meramente mercantiles, reproductoras y publicitarias
Podría leerse como una premonición de lo que ocurre en nuestra sociedad virtual, donde lo doméstico, gracias a la enorme bóveda de cristal de las pantallas, nunca había sido tan público, en detrimento del misterio y por tanto de la imaginación. Un mundo donde todo se exhibe y todo se expresa pero donde nada se imagina es un mundo que ya no es humano. La imaginación es un homenaje a la complejidad de la experiencia humana, que sólo cobra verdadero sentido cuando es representada. La incapacidad para imaginarnos revela una destrucción de nuestra experiencia, que ha quedado reducida a funciones meramente mercantiles, reproductoras y publicitarias. ¿Qué relación hay entre el paseante ocioso al que interpelaba Sócrates en el mercado de Atenas y el actual ciudadano? Es importante, hoy como ayer, hacerse esa pregunta. ¿Y dónde puede uno seguir formulándose esa pregunta? Me parece que sólo en la literatura. En la novela, en la poesía.
Gershom Scholem cuenta en uno de sus libros una maravillosa fábula hebraica:
Cuando el Baal Shem, el fundador del jasidismo, debía resolver una tarea difícil, iba a un determinado punto en el bosque, encendía un fuego, pronunciaba las oraciones y aquello que quería se realizaba. Cuando, una generación después, el Maguid de Mezritch se encontró frente al mismo problema, se dirigió a ese mismo punto en el bosque y dijo: “No sabemos ya encender el fuego, pero podemos pronunciar las oraciones”, y todo ocurrió según sus deseos. Una generación después, Rabi Moshe Leib de Sasov se encontró en la misma situación, fue al bosque y dijo: “No sabemos ya encender el fuego, no sabemos pronunciar las oraciones, pero conocemos el lugar en el bosque, y eso debe ser suficiente”. Y, en efecto, fue suficiente. Pero cuando, transcurrida otra generación, Rabi Israel de Rischin tuvo que enfrentarse a la misma tarea, permaneció en su castillo, sentado en su trono dorado, y dijo: “No sabemos ya encender el fuego, no somos capaces de recitar las oraciones y no conocemos siquiera el lugar del bosque: pero de todo esto podemos contar la historia”. Y, una vez más, con eso fue suficiente.
Como dice Giorgio Agamben, esta fábula puede leerse como una alegoría de la literatura, de la resistencia que ha ofrecido a lo largo de la historia de la humanidad pese al olvido del fuego, de las oraciones y del claro del bosque, ya sea celebrando o llorando algo en un poema o contando una historia. A pesar de sus transformaciones y de su arrinconamiento, el poema mantiene vivas dimensiones esenciales del ser humano, como la relación con lo sagrado, aunque sólo sea para seguir advirtiendo su ausencia. O con la memoria y con un pensamiento que no es sólo discursivo y que comunica antes de ser entendido. Y la novela –sí, la gran novela que inventa personajes– sigue siendo una forma insoslayable de averiguación y de dramatización de nuestros conflictos. Henry James, quizá el ejemplo más radical de vida castrada al servicio de la imaginación, contaba que, cuando sus personajes empezaban a nacer, tejía en torno a ellos la mayor complejidad que podían producir y sentir, una experiencia privilegiada y excepcional que, a despecho del mundo, tenemos la obligación de seguir reconociendo y cultivando.
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Andreu Jaume
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