Polémica sobre la crítica
Incierta ribera
Un lector de CTXT manda al Ministerio, por iniciativa propia, la siguiente contribución al debate abierto días atrás por Francisco Solano, en réplica a José Ovejero
Darío Fernández González 7/06/2017
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En las últimas semanas se han publicado tres artículos de otros tantos autores españoles en los que, por encima de la disensión entre sus puntos de vista, destaca la convergencia en torno a una misma cuestión: la de la crítica literaria, y, por ende, la de su función en el mecanismo de la literatura. Dos de estos artículos surgen de hecho como una discusión en torno a la figura del crítico literario: el primero de ellos es a la vez el segundo de otra serie, pues se trata de la respuesta que el novelista José Ovejero publicó en Zenda a una reseña de su novela La seducción en Babelia, firmada por el crítico Francisco Solano; el segundo artículo es la respuesta del crítico a la respuesta del novelista, aparecida en CTXT. El tercer artículo es ajeno a este intercambio, si bien comparte con los otros dos el punto de mira: me refiero al texto de Alberto Olmos titulado, precisamente, La crítica literaria es una carta secreta, de nuevo en Zenda.
Bien, hay varios aspectos que valorar en todos ellos: la crisis de la autoridad canónica como punto de partida, la voluntad de desentrañar la esencia de la crítica literaria, el sano encrespamiento de un debate cultural domesticado por unos canales de emisión institucionalizados… Bien, esto está muy bien, sin duda que lo está. Pero, estando bien, no está ni a medio camino de ser suficiente. Todos ellos se quedan cortos: enumeran instituciones, las enfrentan, las analizan, pero sin dejar de aceptar su legitimidad. Sin demolerlas, ni a ellas ni a esa su legitimidad, sin ejercer, en fin, verdadera crítica de la crítica.
Además, hay otro aspecto común a los tres artículos que me resulta tan chocante o más que el anterior. Cuando sopesan el eslabón del crítico en la cadena lectora, todos ellos coinciden en referirse a otro eslabón no menos importante como cosa sabida, reiterando además el uso del plural generalizador: los lectores. Se los identifica como una comunidad homogénea, indistinta, unánime en sus presupuestos y en sus experiencias.
A los lectores se les identifica como una comunidad homogénea, indistinta, unánime en sus presupuestos y en sus experiencias
Puesto que, al cuestionar la función de la crítica literaria, lo que en verdad se hace es inquirir la relación que establecen el crítico y el lector, voy a aprovechar la oportunidad brindada por estos tres artículos para proponer, desde la posición de lector y con el rigor --o al menos su deseo-- del crítico, una perspectiva sobre ese trío de conceptos tan asimilados por nuestro lenguaje cultural como poco cuestionados: el lector (los lectores), el crítico y la relación entre ambos.
El lector
Hay una escena en el segundo capítulo de la segunda parte de Madame Bovary que me parece muy ilustrativa sobre cierta manera de leer. Con la emoción de quien cree haber dado por fin con su alma gemela, Emma y Léon están hablando sobre sus gustos cuando por fin llegan, como no podía ser de otra manera, al asunto de los libros. Es entonces cuando, sin escatimar lugares comunes como el de “viajar sin salir de casa”, el joven pasante de notario confiesa lo siguiente (cito la traducción de Carmen Martín Gaite):
“Con la imaginación nos identificamos con esos personajes, llega a dar la impresión de que es uno mismo el que palpita bajo sus ropas”. (La bastardilla es mía, claro).
Ya tenemos una primera clave de este tipo de lectura: la identificación como pauta de la experiencia estética.
Pero a ese lector que encarna Léon no le basta con encontrar moldes humanos lo suficientemente flexibles como para que uno pueda ponerse en su pellejo. Un par de líneas después, azuzado por el entusiasmo de Emma, añade:
“¿No le ha pasado a veces (…) encontrarse en un libro con alguna idea vaga que ya había tenido usted, una imagen borrosa que retorna de muy lejos y que es como si desarrollara completamente sus sentimientos más delicados?”
Aparece aquí una segunda clave: el reconocimiento del lector en lo que lee, la confirmación de sus convicciones, o, cuanto menos, la revelación de una verdad con la que se está predispuesto a convenir.
Por último, Léon descubre la tercera clave después de que Madame Bovary afirme aborrecer los libros con “personajes vulgares” y “sentimientos atemperados”, por parecerse demasiado a la vida. Es entonces cuando el jovencito soñador proclama que la “verdadera finalidad del Arte” no puede ser menos que la de conmover el alma, a lo que añade, exaltado:
“En medio de las decepciones de la vida, ¡es tan dulce poder trasladarse con el pensamiento a esos caracteres nobles, a esos sentimientos puros, a esas escenas de felicidad! Por lo menos para mí, que vivo tan apartado del mundo, la lectura es mi única distracción.”
Es decir: la lectura como gratificación, la literatura como analgesia.
Espero no pecar de tendencioso, pero me parece oportuno recordar ahora cómo se cumple el papel de este personaje: incapaz de resistirse a una pasión que lo abrasa por dentro, primero se sacia, después se raja, y, por fin, se casa, aunque con otra. Una vez deja probado que, si se lo propone, él también puede ser un sentimental capaz de contravenir el modelo social imperante, se impone el sentido común. (Pero no, él preferiría decir que abraza el sentido común, que lo acoge en sus brazos y no que los deja caer bajo su peso). En fin, hay algo tentador en ese aburguesamiento del modelo de lector que representa Léon, algo como de moraleja.
La idea de que la utilidad de la lectura tiene que ver con la identidad, no hace sino reproducir el modelo de la cadena de consumo
Pero vuelvo a las claves: identificación, reconocimiento, gratificación.
En estas tres palabras se escucha una misma nota: yo. Esa idea de que la utilidad de la lectura tiene que ver con la identidad -de que la lectura tiene una utilidad-, sea para construirla, para apuntalarla, para complacerla, o para las tres cosas a la vez, no hace sino reproducir el modelo de la cadena de consumo. Se trata de una clase de lector que acepta la existencia de un proceso en el que asume una posición bien definida a la que corresponde una serie de derechos: a encontrar acomodo en el producto literario, a que el productor lo persuada, a recibir de forma pasiva una obra acabada (tomen asiento y disfruten), etcétera.
En esta concepción mercantil de la literatura, los libros son meros productos cuya escritura objetiva y agota todas sus virtudes, las cuales se vierten por igual en cada uno de los individuos que, como recipientes clónicos, componen el conjunto del lectorado. Esta es la idea que reflejan los tres artículos que cité al principio: la recoge Alberto Olmos cuando habla de “los lectores” y del “común de los mortales” (entre los que por cierto no duda en incluirse recurriendo a la primera persona del plural), la repite José Ovejero en plural y en un singular genérico (“el lector”), y la confirma Francisco Solano en la elección de un léxico inequívoco (“audiencia”, “público”, “lector o consumidor”).
Puede que estas categorías sean válidas para describir una dinámica de consumo inserta en el marco general del capitalismo. Pero cuando de lo que se trata es de esclarecer las funciones inherentes a ciertos sujetos en relación con la emisión y la recepción de discursos o, si se prefiere un término menos connotado, de textos, no podemos conformarnos con las atribuciones preestablecidas por la secuencia elaboración-distribución-consumo. A diferencia de lo que sucede en el orden capitalista, donde la posesión de los recursos y de los medios de producción diferencia las distintas clases, en el ámbito de la literatura, por mucho que unos escriban y otros lean, todos tienen -o a todos se les supone- acceso directo a la materia prima: el lenguaje.
Y bien, ¿qué es entonces lo que caracteriza la posición del lector respecto del lenguaje? Desde luego, no la de aquel -o aquella- que se limita a juntar los puntos de un dibujo previamente diseñado por otro –u otra. Esta idea tan extendida, que como ya he dicho se apoya en los conceptos de identificación y reconocimiento, tiene que ver con la pulsión gregaria del animal que ansía la aceptación del grupo antes que con la facultad descodificadora –y, por lo tanto, desmitificadora- del homo loquens.
En su relación con el lenguaje escrito, el rasgo característico del lector es su radical exclusión: desde su dimensión más puramente física, la lectura se practica siempre desde la confrontación, y siempre tiene lugar a destiempo. Para cuando el lector llega al texto, el pescado ya está vendido. Según esta premisa, la recepción pasiva, la cita textual, leer buscando identificación o reconocimiento: todos ellos son indicios de sumisión, todos implican ser asignado a la casta de los intocables y acatarlo con mucho gusto.
En su relación con el lenguaje escrito, el rasgo característico del lector es su radical exclusión
“Leer” proviene del latín legere, cuya etimología remite a la idea de “reunir”, de “recoger”, pero también a la de “rastrear”: son todos verbos activos, todos implican despiece y reconstrucción, no cabe admitir pues ningún parentesco con la pobre noción de “dejarse hacer”. Leer, entonces, es una actividad que se practica siempre a la contra. El lector, pues, ni resiste un asedio ni se defiende: contraataca.
Leer a la manera de Léon, ser público a la espera de la siguiente consumición, no es una forma innoble de ser lector: es una forma espuria. Que la norma capitalista haya impuesto determinados modos y maneras en la producción de los soportes de la literatura es una cosa; que asimilemos sus condiciones materiales a sus cualidades esenciales, otra bien distinta, totalmente desatinada.
Bien. He hablado de “contraatacar”, de leer “a la contra”. También, de un juego de “despiece y reconstrucción”. No puedo olvidarme entonces del de enfrente: el escritor. Si como lector uno no se limita a resistir, sino que contraataca, la lectura es un asalto a la fortaleza del escritor, traspasa sus murallas y arrambla con lo que encuentra allí dentro. La lectura culmina en un saqueo. Pero, claro, el saqueador es un invasor, un extraño que irrumpe desde afuera en un orden ajeno, en el que muchos de sus pormenores le resultan, de entrada, indiferentes. Así pues, es natural que al primer vistazo el lector no advierta todos los detalles de una escritura, que no esté en condiciones de apreciar de golpe el alcance de una obra nueva.
Me parece que este es un buen momento para pasar a hablar del crítico.
El crítico
Los tres artículos que me han llevado a escribir este texto comparten una idea bastante similar del crítico literario.
En primer lugar, destacaría como cosa bien significativa que los tres repiten la misma palabra: “reseña”. Ni siquiera se entra a analizar el contenido de dicha palabra, sencillamente se usa. Entiendo entonces que ello se debe a la asunción implícita -pero explicitada por su mismo uso- de la reseña y, por tanto, de los medios de comunicación como hábitat propio de la crítica, siendo la prensa su escenario privilegiado. Se trata en suma de una concepción que vincula el soporte al contenido. De nuevo, el mercado como modelo.
Visto así, es natural que el crítico se defina como aquel cuya profesión consiste en publicar -aquí el verbo no es ocioso- reseñas: de ahí que Alberto Olmos hable del “reseñista” y del “oficio de reseñar”, que José Ovejero hable de “la vigilancia de la crítica”, que ha de ejercer un “trabajo honesto y objetivo”, y que Francisco Solano subraye la importancia de la “autoridad que se construye el crítico” a través de sus reseñas como “único sostén de su precariedad”, recurriendo una vez más al léxico económico para definir su función.
¿Pero qué tiene de malo decir “reseña”? De malo, nada. Pero sí de breve. De escaso, de corto y, lo que es peor, de superficial, de somero, de expeditivo. Y no por lo que dice, sino por lo que supone, por lo que conlleva.
Por su formato, pero también por sus condiciones de emisión (puesto que su contexto es el medio de comunicación, su objetivo prioritario es la publicidad: a mayor difusión, mayor éxito), la reseña tiene menos que ver con la crítica literaria que con la prescripción comercial. Según esa concepción de la crítica como decantación de los logros y las faltas de una obra, un libro genera unas expectativas -que por supuesto serán las mismas para todos los lectores- que el reseñista delimita primero para determinar después si el autor-productor ha satisfecho. Juicio sumarísimo, al estilo del César en los peplums: pulgar arriba, pulgar abajo, el público acata, siguiente número.
El reseñista busca la repercusión. Puesto que ese es el objetivo, los medios que emplea están supeditados a su consecución: la lectura, la crónica del contraataque, es cosa secundaria. Esta irrelevancia de la lectura es a lo que me refería dos párrafos más arriba al hablar de lo que “conlleva” el reseñismo, cuando lamentaba su brevedad.
Otra idea común a los tres artículos: el crítico como juez. Alberto Olmos habla de “enjuiciamiento”, de “orientar”, de “su verdad” (la del crítico); José Ovejero, ya lo he dicho, de “vigilancia”, de “orientar al lector”, de “opinar y valorar”, de “poder sobre la aceptación y la recepción”; Francisco Solano, de sembrar una “tendencia de lectura”, de “precisar el grado de pertinencia literaria, o de distorsión, en que incurre una novela” (el léxico de Solano deja poco espacio para la duda), de “autoridad”. Este papel judicial del crítico es consustancial a la reseña mediante la que se pronuncia: cuando uno se dirige al público, lo hace siempre para influir en el.
Se trata de una concepción patriarcal del crítico (“Un buen crítico”, escribe Alberto Olmos, “es simplemente el que, en lugar de ir al bar a tantear verdades, dice en su reseña su verdad, sin preocuparse de cuántos la secundan o de quién va a molestarse o aplaudirle”), que responde punto por punto a su modelo original, el cual, todo sea dicho, ya está más bien talludito: Samuel Johnson, el centón de apotegmas, el aspersor de pareceres. Por cierto que, de los numerosos juicios que prodigó el eminente crítico entre los muchos Boswells que lo rodeaban con devoción, quiero acordarme ahora del funesto expediente (“ninguna extravagancia perdurará”) que dedicó al Tristram Shandy de Sterne, quizá la novela de su tiempo más atenta con el desfase del lector ante la lectura. En fin, ninguna extravagancia perdurará.
Esa idea del crítico como Santo Patriarca de la Literatura hace ya sus veranos que pasó de moda. Puede que la experiencia mejore al crítico, pero desde luego no lo acredita
Pero, ¿dónde reside exactamente esa supuesta autoridad del crítico? ¿Qué lo diferencia, en tanto que lector de una obra, de cualquier otro lector? ¿No habíamos quedado en que Dios ha muerto, que el asalto a los cielos, que Saussure, que vanguardia, que posmodernidad? Esa idea del crítico como Santo Patriarca de la Literatura hace ya sus veranos que pasó de moda. Puede que la experiencia mejore al crítico, pero desde luego no lo acredita. De su autoridad, como de la de cualquier otro sistema de pesas y medidas ideológico, hoy sólo quedan las ruinas. Y no es que aquella haya sido derrocada -que también-, sino que de hecho ha sido repartida: ahora todos los lectores son críticos en potencia, todos comparten la misma responsabilidad.
No hay criterios firmes, ni juicios objetivos. La “crítica” no es una profesión: es una función. Cualquiera puede desempeñarla, aunque, es evidente, de los recursos que tenga cada cual dependerá la fortuna de su desempeño. Y sí, es posible que un lector, en el ejercicio de la crítica, quiera influir en los demás, de la misma manera que en el ejercicio de, por ejemplo, la narrativa, podría querer conmover, pero esto no define una función, sino que, más bien, delata una actitud.
Es ahora cuando, para acabar, voy a hablar de la relación.
La relación
Esclavo de mis manías, vuelvo a la etimología. “Crítica” deriva de “crisis”, que remite a la idea de juzgar, cierto, pero más concretamente al enunciado “yo juzgo”, “yo decido”, “yo separo”: el elemento subjetivo no es baladí. “Actitud”, por su parte, deriva del concepto de situación espacial, de posición.
Tenemos, pues, dos factores definitorios de la crítica: uno, que en última instancia sus enunciados dependen siempre de la subjetividad de quien los emite; y dos, que quien enuncia una crítica lo hace siempre desde una actitud, es decir, desde una posición previamente adoptada.
En su artículo Posiciones, también publicado recientemente en CTXT, Luis Magrinyà señala con agudeza la “asignación de posiciones” que se establece en la novela. Pues bien, yo diría que esta cualidad es aplicable a cualquier enunciado, sin importar su forma: toda escritura dispone un orden donde el lector tiene asignada su posición antes de empezar la lectura, que por lo tanto siempre tiene lugar a destiempo, siempre desfasada. Pero claro, a nadie le gusta quedar excluido del reparto: se entiende entonces la rebelión, el contraataque. De aceptarse esto, convendremos en que una crítica literaria siempre se enuncia desde, que supone una toma de posición frente a la obra criticada. ¿Y acaso esa misma obra no presupone también un posicionamiento?
Dice Magrinyà de la novela: “la posición que nos asigna nos viene dada y, una vez en ella, casi es inevitable colaborar” (de nuevo, la bastardilla es mía). Esa posición que “nos viene dada” es el desfase de la lectura del que vengo hablando; el “casi”, el resquicio por el que el crítico ve la posibilidad del contraataque: leyendo a la contra procede al asedio y, una vez saqueada la fortaleza, reúne un botín que ofrece a los demás lectores en forma de crítica. Lo que hace entonces el crítico es fijarse una posición, propone su lectura. Pero, proponiéndola, la convierte a su vez en escritura. Y al ofrecérnosla, nosotros practicamos la lectura de su lectura.
Esto último es fundamental, algo que no podemos perder de vista jamás. De la misma manera que ya no se puede escribir desde ese “inocente candor” del que habla Damián Tabarovsky en Literatura de izquierda (revelo mi posición: sin este libro y el artículo de Magrinyà nunca habría escrito este texto), ya no hay circunstancias eximentes para el que lee una crítica confiando en su autoridad. Hacerlo, leer una crítica en busca de esa “su verdad” que proclama Alberto Olmos, es una cobardía. De la misma manera, que el crítico pretenda ejercer esa “vigilancia” de la que habla José Ovejero es una insolencia. Y qué decir, en fin, de la “crítica constructiva” que deplora Francisco Solano y en la que todavía hay quien se empeña en creer: el único ejemplo de crítica constructiva que se me ocurre es la ampliación del Prado que proyectó Norman Foster.
Una crítica literaria es el estado transitorio que sucede al asedio: el crítico se ha apoderado de la fortaleza del escritor y ha impuesto en ella su orden. Es él quien ahora pretende asignarnos una posición, pero el lector sólo tiene ojos para el casi. Ahora hay un nuevo resquicio, el crítico ha revalorizado el botín: ahora advertimos nuevos detalles de la escritura, está en nuestra mano determinar el provecho que podemos sacar de ellos.
Desde este punto de vista, la mejor crítica es aquella que resiste durante más tiempo el saqueo. O, mejor todavía, aquella que ofrece más recursos al saqueador para formar su propio botín. Esta es la relación que se establece entre el crítico y cada lector. Lo que no admite dicha relación es la profesión del crítico: se trata tan sólo de una función, de una posición concreta en el asedio a la obra. Cualquier lector puede asumirla. Y en torno a una obra caben muchas posiciones.
Por supuesto, descartada la profesionalización del crítico, se anula asimismo cualquier pretensión de normatividad: no se trata ya de dictar sentencia sobre un libro, sino de tomar una posición en él, de esperar nuevas posiciones. “Yo aquí y tú allí”, dice el crítico. “Eso ya lo veremos”, responde el lector.
Así es la relación entre las funciones de crítica y lectura: una alternancia de tú a tú, un intercambio de posiciones, un sinfín de ataques y contraataques, sin jerarquías de ningún tipo, sin secuencias, sin la mera posibilidad de la cadena. El único ciclo que se entabla aquí es el de un interminable traspaso de recursos de lectura, saqueo tras saqueo.
Todo, en fin, es crítica, todo es el producto de un saqueo. Escritura, crítica y lectura, sólo son distintos momentos de un mismo fenómeno: la literatura.
Visto así, incluso una ficción es la consecuencia de un saqueo, una crítica, una posición desde la que se lee. Por poner tres ejemplos famosos: en La verdad sobre Sancho Panza, Kafka relee el Quijote patas arriba; en El Gran Lebowski, los hermanos Coen descoyuntan la trama de El sueño eterno; en Ulises, Joyce propone desde el mismo título la hipertrofia de los conceptos homéricos “viaje” y “ciclo” (sobre los cuales, por cierto, dos de los autores que he nombrado han ensayado otras tantas críticas en forma de ficción, ambas similares en su anulación del mecanismo de identificación: Luis Magrinyà, que en El segundo mandamiento lo hace mediante la tensión permanente que imprime su sintaxis a la lectura y la conclusión “yo soy… yo” del protagonista; y los Coen, que hacen otro tanto en Inside Llewyn Davis gracias a la antipatía y a un plano final de implicaciones comparables a la frase de Magrinyà).
Puesto a recabar ficciones, voy a aprovecharme de una para ilustrar la idea de la relación entre crítica literaria y lectura que he intentado defender en este texto: en cierto capítulo de Los Soprano, Tony descubre que puede manipular en su provecho las interpretaciones de su psiquiatra Jennifer Melfi, convirtiéndola en consigliera involuntaria de sus crímenes. Así funciona la relación, la crítica literaria no es ni más ni menos que la escritura de una lectura, que se convierte a su vez en una nueva lectura que otro podrá transformar en una nueva escritura, en una nueva crítica, y así indefinidamente, en múltiples variaciones, todo lo que dé de sí el botín.
Pero, al final del día, ¿cuál es el sentido de tanto leer, escribir y criticar? Francamente, no tengo ni idea. Aunque no me extrañaría que la respuesta tuviera que ver con el conflicto entre dos actitudes irreconciliables: la voluntad de dominar frente a la voluntad de no ser dominado.
Por supuesto, lo que he hecho aquí es proponer una posición más, sentar las bases de mi fortaleza y prepararme para el asedio. No pretendo, no espero que mi orden dure eternamente: nada es firme, nada es constante, como en el verso gongorino, mi posición se funda en la incierta ribera.
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Darío Fernández González
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