polémica sobre la crítica
Tentativa de diagnóstico
El narrador y crítico Francisco Solano responde en este artículo a la réplica que el novelista José Ovejero hizo de la reseña a su última novela
Francisco Solano 13/05/2017
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Debido a mi moderado uso de Internet y a no participar en redes sociales, he leído con cierta tardanza (gracias a la información de un amigo) la respuesta de José Ovejero en Zenda a mi reseña en Babelia de su novela La seducción. No es habitual, en este tipo de respuestas, utilizar un tono templado, y aún menos servirse del propio caso para una reflexión de interés general. Sin dejar de incluir, tácitamente, las divergencias sobre el valor de la novela objeto de la reseña (calificada de “muy severa”), el autor desplaza el ángulo de atención a lo que llama “una asimetría significativa”, o sea, el poder de los críticos sobre la recepción de la obra contrapuesto al poder que los autores, escribe Ovejero, “no tenemos sobre la suya”. Añade que esa desigualdad supone “una responsabilidad mayor por parte del más poderoso”, y muy didácticamente concluye que el crítico no debe entrar “en el complejo terreno de las descalificaciones morales hacia el autor”.
He revisado mi reseña, y tendría que hacer prospecciones imaginarias para considerar fidedigna esa alusión a la descalificación moral. Pero lo importante aquí, me parece, es esa cuestión tan vieja, tan arrugada, tan cargante, con sus décimas de fiebre, que de cuando en cuando emerge con la buena intención de suscitar alguna vivacidad en la intersección entre creación y crítica. Algo tira siempre del autor por algún sitio en estas lides (desde luego muy infrecuentes) para conceder crédito a la crítica, pero forzándola a ser ponderada, lo que se traduce en constructiva, según ese sintagma (“crítica constructiva”) que tanto reclaman los que la ven como un servicio de abastecimiento. Cuando esto no ocurre, no se tiene en cuenta que el crítico emite juicios desde el mismo “pedestal” (la palabra es de Ovejero) en que valora positivamente una obra. Saco esto a colación porque, en la celosa respuesta del autor de La seducción, su discurso desemboca en el lamento del actual desprestigio de la crítica que el escritor achaca, anteponiendo cautamente un “quizá”, a “esa frecuente ligereza en el juicio de algunos críticos”. Ligereza en el juicio que aquí hay que entender no favorable a las expectativas del autor.
Algo tira siempre del autor para conceder crédito a la crítica, pero forzándola a ser ponderada, lo que se traduce en constructiva
Ponía yo al principio de la reseña una flagrante obviedad: “Es sabido que la literatura no surge del vacío, sino que comparte características con los discursos que promueve la sociedad”. Referir esas características ocuparía varios volúmenes, y los novelistas son los primeros que contribuyen a esa melé, cada uno con su aspiración y propósito, buscando el lugar más acorde en el mercado. No cabe duda de que el mercado, por su índole misma, propicia el tráfico de mercancías, y el libro, antes de ser otra cosa, es una mercancía que necesita promoción. En mi reseña apuntaba que la restricción de la crítica, avasallada por la publicidad, dejaba libres a los autores. Quería indicar (tenía en mente las entrevistas promocionales) la desenvoltura con que el autor predica la importancia del asunto de su libro (reduciéndolo a idea ocurrente, para ampliar la audiencia), sin que por ningún sitio salte la alarma, pues en esa circunstancia importa menos el sentido de lo que se dice que el hecho de que sea el autor el que lo diga. Se produce ahí, en esas declaraciones, una notable armonía del autor con su obra, la grata compañía del productor con la mercancía, la pretensión del trabajo bien hecho que solicita la aprobación del público. Y en un género metonímico más parecido al anuncio televisivo que al tráiler cinematográfico.
En esa operación publicitaria se siembra una tendencia de lectura, recogida después en las páginas culturales, con pocas variaciones, a manera de decretos. Por supuesto que también esto le concierne a la crítica, pero esta no se ejerce (o no debería ejercerse) desde la complacencia por el trabajo del novelista y sus declaraciones, sino por la contingencia a que se somete. La aprobación le corresponde al lector o consumidor; al crítico, en cambio, le incumbe precisar el grado de pertinencia literaria, o de distorsión, en que incurre una novela. Admite retóricamente José Ovejero que “el escritor se prostituye” y que el crítico “vigila desde un olimpo ajeno a las menudencias del mundo”. Acepta, con esta premisa, el sometimiento del escritor al mercado, y a impulsos de esa conformidad no ve razón para suponer que la crítica sea inmune “a la vanidad, al arribismo, al deseo de destacar… o al mercado”. O sea, que nadie se libra de la peste. Triste proceder reducirlo todo al encumbramiento personal. Sin embargo, a pesar de descreer de la rectitud moral en la labor del crítico, Ovejero se ve en la necesidad de exigir “una justificación más detallada” de la supuesta “superioridad moral” del crítico. Salta a la vista que esa superioridad moral a que se refiere el escritor no viene inscrita en la práctica habitual del crítico, sino que es el escritor el que aquí se la atribuye, a la vez que se la cuestiona, al disentir el crítico del encomio de la novela reseñada. Por tanto, lo que se está reclamando al crítico, en esta ocasión, es una renovación de su autoridad (suena horrible y pendenciero, pero la autoridad que se construye el crítico es el único sostén de su precariedad), cuya prórroga dependerá de la admisión o beneplácito de esa “justificación”, y como en bucle, del “juicio crítico” del autor. De manera que se produce el curioso fenómeno de defenderse de una valoración no favorable rebatiendo críticamente la labor del crítico.
La aprobación le corresponde al lector o consumidor; al crítico le incumbe precisar el grado de pertinencia literaria, o de distorsión, en que incurre una novela
Cada día estoy más convencido de que la prevención a la crítica por parte de los autores es más psicológica que literaria, quiero decir que, ante una reseña adversa, no es que vean disminuido su potencial creativo, sino que se sienten incomprendidos, como si inopinadamente no se cumpliera el aplauso que se adhiere a cualquier actuación pública. En el trasfondo de esta dinámica parece subsistir, como en sordina, cierta infalibilidad en los autores con reputación, como si siempre atinaran a escribir un libro estupendo, además de necesario. En Examen de ingenios, en el retrato dedicado a Mario Vargas Llosa, Caballero Bonald habla de la “indisputable excelencia” de su primera etapa (La ciudad y los perros, La casa verde, Conversación en La Catedral), pero después de esos aciertos “el novelista fue menudeando títulos más bien defectuosos”. Una alternancia bastante común en el novelista profesional. Y un juicio crítico muy reconocido que se formula amparado por la distancia temporal. Una protección, hay que reconocer, de la que no dispone el crítico de los suplementos literarios, pero a la que tampoco puede recurrir el autor satisfecho con la publicación de una nueva novela.
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